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Premios, cine, arte e industria

Metidos en la mitad del invierno, se suceden los premios cinematográficos, que entiendo tienen su seguimiento aparte de lo que es la mera afición al cine, pues se trata de una especie de competición para ir buscando récords, consagrando carreras o deslumbrando con galardones que fueron la gloria de un día para una estrella que luego se diluyó en el mar del olvido. ¿Se acuerda alguien de Clift Robertson, de Tatum O’Neal, de Jack Robertson o de Ruth Gordon? Pues los cuatro fueron bendecidos con un Oscar, y nunca se lo dieron a Robert Mitchum, Deborah Kerr y tantos iconos más, que maldita la falta que les hizo, desde Cary Grant y Marylin Monroe hasta John Garfield y Montgomery Clift. Los críticos de Nueva York, los Globos de Oro, los BAFTA, los Goya, Los César, los David… y al fondo los Oscar, una especie de Nobel de la cinematografía, que tampoco significa nada, porque hay tan buenos escritores con el Nobel como otros que marcaron la literatura y nunca fueron a Estocolmo. En realidad, los premios son flor de un día, y los que dicen que un Oscar consagra aducen que Sofía Loren subió a la gloria cuando se lo dieron. Yo creo que Sofía Loren sería igual de grande sin el Oscar, como lo fueron Mastroianni y tantos actores y actrices europeos.

En España hay un deporte nacional que consiste en encumbrar a alguien y luego descabalgarlo cuando está arriba. Eso ocurre sobre todo con la gente que dice o hace cosas que no gustan a los poderes de siempre. Los casos más paradigmáticos son ahora Javier Bardem y Penélope Cruz, pero con la actriz hay un especial ensañamiento, y para minusvalorarla repiten una y otra vez que quien de verdad conquistó Hollywood fue Sara Montiel, aunque nunca oliese ni de lejos la estatuilla que Penélope tiene hace años en su casa. Cuando ha estado nominada al Oscar o al Globo de Oro y luego se lo han dado a otra actriz, los informativos abren con la noticia, casi siempre redactada con cierto regodeo: “Penélope Cruz ha sido derrotada por…” Han conseguido que me ponga de su parte, porque esto ya raya en la indecencia. Relacionan su ascenso con su vida íntima. Aquí mucha progresía pero se sigue culpabilizando el sexo, sobre todo en las mujeres. Antonio Banderas llegó a Hollywood porque Madonna se fijó en él en una visita a España, y todos corearon las conquistas de nuestro Don Juan. No se mide igual a una mujer que a un hombre.

En estos tiempos apocalípticos (lo digo no porque espere el Fin del Mundo, sino porque hay demasiada gente que falsamente lo predica), tal vez, por la evidencia de lo imposible, deberíamos disponer de un día para recordar que hasta lo más inverosímil puede materializarse, y no siempre para bien. Ejemplos de ello hay muchos. Para muestra, un botón: en el año 1964 se rodó la película The best man (El mejor hombre), en la que se narraban conspiraciones alrededor de dos candidatos a la Presidencia de Estados Unidos. Ronald Reagan, entonces actor en activo, se presentó al casting para uno de los papeles de candidato; Gore Vidal, guionista, y Franklin J. Schaffner, director, lo rechazaron porque «no daba el aspecto de un candidato presidencial». Y tonto no eran ni Gore Vidal ni el director, que es el mismo que dirigió Nicolás y Alejandra, Patton y El planeta de los simios. Supongo que Schaffner se quedaría perplejo cuando en 1980 Ronald Reagan fue elegido Presidente, y eso que, según él, no daba el tipo siquiera para candidato presidencial. Ahora, seguramente se habría metido en un agujero al ver en la Casa Blanca a Donald Trump, que ha escenificado de una vez por todas cómo entra un elefante en una cacharrería.

Sí, muy artificial, muy americano, muy comercial, pero sigue siendo el Oscar, aunque pocos se acuerden de Gloria Stuart o Lewis Milestone, que ganaron una estatuilla, y sigamos recordando la elegancia de Cary Grant o la belleza letal de Kim Novak o Lana Turner, que nunca la consiguieron. Es la magia del cine, pero también es cierto que la mayor parte de los nombres legendarios tuvieron al menos una vez un Oscar en sus manos. Otros no. El año de El Tercer hombre (1951), Joseph Cotten debía preguntarse cuándo ganaría un Oscar (nunca se lo dieron) si estaba convencido de que no era peor que Cooper, Gable o Bogart. Orson Welles, su compañero de reparto, le dijo desde las páginas de una revista que los Oscars no son para los actores, sino para los niños bonitos como Robert  Taylor y Tyrone Power (vaya ojo tenía el Citizen Kane, no acertó ni uno).

Y es que los premios internacionales forman parte del negocio del cine. Salvo Katharine Hepburn, Meryl Streep y Jack Nicholson, que han ganado premios y han sido candidatos años y años, la cosa es por temporadas. Hubo un tiempo en que se encapricharon con Jodie Foster y le cayeron dos estatuillas, y lo mismo les pasó a Tom Hank, Robert de Niro o Hilary Swank, que posteriormente han hecho buenas películas, pero ya pasaron de moda. Luego se empeñaron en nominar varios años seguidos a Julia Roberts, Hallie Berry, Nicole Kidman, Gwyneth Paltrow, Angelina Jolie o Charlize Theron, aunque solo ganaron una vez. De manera que esto de los premios cinematográficos no siempre tiene que ver con el cine como arte y mucho con la industria cinematográfica. Lo que de verdad es grande en sí mismo es el propio cine en cualquiera de sus soportes.

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