Si exceptuamos el raudo paso de Jorge Oramas por el mundo de las artes plásticas, como una estrella fugaz que luego se niega a devanecerse, posiblemente hay pocos artistas cuya vida y trayectoria creativa sea tan curiosa y singular como la de Antonio Padrón. Nació hace ahora cien años y vivió solo cuarenta y ocho, por lo que ahora mismo es más largo el camino de su ausencia que el de su andadura humana. Se puede pensar que casi medio siglo de vida alcanza para generar una obra que deje huella si hay talento para ello, pero en el caso de Antonio Padrón lo que aparece en su hoja de servicios es un corto listado de apariciones en solitario o en compañía de otros que se juntan en un calendario aproximado de tres lustros.
Fueron unos quince años en los que lo hizo todo, porque, encima, podríamos decir que fue un artista tardío, que vio dilatada su formación y su propia existencia en un contexto inmediatamente posterior a la Guerra Civil, asignado a un servicio militar interminable que lo tuvo danzando de aquí para allá, aunque siempre tuvo claro que quería estudiar Bellas Artes, cosa que hizo finalmente cuando lo dejaron colgar el uniforme militar y ponerse a aprender de sus maestros, entre los que estaban Ramón Stolz y el gran Vázquez Díaz. Debía tener una atracción casi telúrica por su Gáldar natal, pero siempre lo sacaban de allí, unas veces para internarlo en el colegio de La Salle de Arucas, otras para llevarlo a hacer el bachillerato al colegio Viera y Clavijo de Las Palmas, donde tuvo como profesor a Nicolás Massieu Matos, y la más larga cuando se lo llevaron a Madrid a mantener un fusil durante siete años, y él lo alargó aún más para formarse en las reglas de la academia artística.
Pasaron así los treinta primeros años de su vida, y cuando se sintió capaz de navegar solo se echó a la mar. Pero su mar no era un inmenso océano inabarcable, ni una vida llena de relaciones artísticas, bohemia o puestas en escena. Su mar era tan grande que solo cabía en su Gáldar, su Camelot soñado, el lugar en el que él sabía que podría encerrar el mundo. Y así, callado, tímido, desconocido, llegó a la evangélica edad de Cristo y empezó su esporádica vida pública con sus Bodas de Caná, materializada en su primera exposición individual, colgada de las paredes del Museo Canario. El poeta Pedro Lezcano lo definió así: “Antonio Padrón fue un artista introvertido. Vale la pena vivir introvertido cuando dentro se lleva el mundo entero”. Ni siquiera tuvo interés por acercarse al renacimiento a través del grupo LADAC de la Escuela Luján Pérez alrededor de los años cincuenta. Debía tener muy claro cuál era su camino, y lo recorrió con una disciplina y una pasión que se nos echa encima desde la fuerza de su expresión intemporal.
Cuando ahora contemplamos su obra y sabemos el peso y la incidencia que tiene en las artes plásticas, podemos pensar que fue una estrella que iba haciendo adeptos en cada prédica, y que ese camino duró mucho tiempo. Ni una cosa, ni la otra. Desde que se le empezó a conocer como artista hasta su muerte solo pasaron 15 años, y siempre fue remiso a frecuentar los ambientes artísticos e intelectuales. Como dijo Pedro Lezcano, todo estaba en su casa y en los tres días que cada semana dedicaba a la agricultura para respirar de su obsesivo ritmo creativo. No le interesó nunca proyectar su obra fuera de la isla; era como si todo aquello fuese algo personal, íntimo. Eran él y su arte, su alcance no era asunto suyo. Casi no salía de la ciudad de los Guanartemes. Era una especie de venganza por todo el tiempo en que lo arrancaron (o se arrancó) de allí. Sus amigos iban a visitarlo, y allí era abierto y amigable, pero se encerraba en su concha apenas quisieran cruzar la línea que lo distrajera de su arte y de su vida, que en aquellos años eran lo mismo.
Desde su primera exposición, los ojos sabios del mencionado Nicolás Massieu, de Felo Monzón, de Enrique Lite, de Servando Morales, de Plácido Fleitas, de Juan Ismael o de Miró Mainou se dieron cuenta de que Padrón era un artista singularísimo, distinto a todo, difícil de encuadrar. La crítica suele colocarlo en una especie de síntesis del expresionismo, aunque otros, sin contradecir lo anterior, ven en él la materialización concentrada y abstracta del indigenismo, hecho a su mano, sin influencias de sus contemporáneos, que entonces eran muchos y muy recios. En este aspecto, representaba la naturaleza como él la veía, sin filtros, acompañado siempre por su innata capacidad para trasladar símbolos. Realmente estamos ante uno de los artistas más personales de Canarias, no se parece a nada, pues el cubismo heredado del maestro Vázquez Díaz de sus comienzos se tornó sello personal que rompió con toda herencia posible.
Los especialistas destacan, además, el color en la obra de Antonio Padrón. También es distinto, casi único, tenía una manera de mirar que se teñía con colores a veces imposibles. Es curioso cómo fue su empeño en conocer las técnicas académicas más clásicas y el discurso del arte que venía de muchos lugares para luego pasar por encima de todo y fundar algo que no se parece a nada, que viene de todas partes pero a la vez de ninguna. En este sentido, pocos artistas tan reconocibles como él. Al mismo tiempo, su manera de ver el mundo, su mundo, es tan personal que resulta muy difícil que tenga herederos. Aquellos artistas singulares por diferentes no suelen crear escuela porque su camino es único, son como Rulfo o Borges en la literatura, principio y fin de un arte que solo les concierne a ellos. Luego se ven atisbos suyos en obras de otros, pero son solo fogonazos, porque el mundo de Antonio Padrón es solamente suyo, y por ello es posiblemente el artista más especial que ha dado Canarias en el siglo XX. Poco hay padroniano fuera de Padrón. No se puede.
El calendario de Padrón es también muy singular. Es un artista tardío y a la vez muere pronto, en plena madurez creativa. La pintura, la cerámica, la escultura, la música, la literatura… Nada le es ajeno en el arte. Casi sin tiempo crea un corpus y un discurso que está fuera de cualquier clasificación encuadrable en el devenir de su tiempo y su espacio. Y lo hace en unos pocos años, con una intensidad y una potencia que crece a medida que pasa el tiempo. Hoy, 22 de febrero, hace cien años que nació, pero su paso por el arte fue como un relámpago, una aparición silenciosa pero arrasadora, haciendo de mensajero de los dioses para que nos conozcamos mejor a través de ese mundo infinito que solo cabía en su estudio de Gáldar. Hasta su muerte repentina en brazos del eterno femenino que siempre lo acompañó en su obra es un mensaje en clave que culmina una vida que se apaga cuando pinta su propia muerte, trasunta en una Piedad inacabada. Ventura Doreste escribió en su bellísimo canto elegíaco por la muerte del artista: “…Antonio Padrón, pintor, soñador, músico, no estás ya aquí, en la isla”. Pero se equivocó el poeta: Antonio Padrón sigue aquí, cada día más presente.
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(Este trabajo fue publicado el 22 de febrero en el suplemento Pleamar de la edición impresa del periódico Canarias7).
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