Publicado el

El planeta nos ha enviado otro aviso

 

La situación caótica que se ha producido en Canarias estos días vuelve a poner sobre la mesa la fragilidad de estas islas y la forma de vida por la que transitamos sin darnos cuenta de que hay demasiados elementos que hacen que siempre estemos en el filo de la navaja. Desde la conquista, siempre fue así, hambrunas terribles por las sequías, migraciones entre islas o fuera de ellas forzadas por la necesidad y siempre el agua como factor fundamental, sobre todo en las tres islas orientales. Si de forma recurrente generó dolor, miseria y no pocas odiseas con finales variados, lo que ocurriría hoy sería un desastre humanitario de magnitudes bíblicas.

En otras épocas, la población de las islas era mucho menor, y arbitrar posibles soluciones a graves problemas podría tener una dimensión humana. A finales del siglo XVII Gran Canaria contaba con 8.000 habitantes. Aun sabiendo que los barcos de entonces eran más pequeños y lentos, auxiliar e incluso evacuar a esas personas sería una labor titánica pero dentro de lo posible. Hoy, el mismo territorio supera de largo el millón de personas entre residentes y visitantes; evacuar en días o semanas a toda esa población es impensable, pero es que simplemente asistirla en sus primeras necesidades es una empresa de una envergadura tan descomunal que se me antoja imposible en caso de catástrofe.

Ya hemos visto cómo la calima, un fenómeno que suele darse en Canarias, llevado a extremos como los de esta ocasión, deja en horas a las islas incomunicadas, y sin posibilidad de ayuda exterior en caso de necesidad urgente. Son más de cien mil personas las que se han visto afectadas por este episodio, pero es que lo ocurrido los días anteriores es solo una pequeña muestra de las cosas que pueden suceder si se produjeran otras circunstancias, de orden natural o humano. Por poner un ejemplo; la carencia de petróleo bloquearía por completo nuestra supervivencia, pues de él depende en gran parte hasta el agua que bebemos, y tampoco la isla puede alimentar a sus habitantes sin intervención externa. Es decir, llevamos décadas balanceándonos en la cuerda floja, y todo lo que se nos ocurre es buscar más visitantes y construir más concentraciones humanas, más gente para un territorio que  está claramente superado, porque tampoco la manera de crear todo este desarrollismo ha sido la más adecuada.

Hace cuatro años, el escritor Juan Ramón Tramunt publicó la novela Anturios en el salón, y no me resisto a entresacar algunas notas que en torno a esa novela escribí entonces. El autor plantea una hipótesis; crea en la ficción un escenario que es perfectamente posible por lo comentado más arriba, que ojalá nunca llegue a convertirse en realidad pero que parecemos empeñados en ignorar como posibilidad. La precariedad de nuestro territorio insular es algo que casi nunca valoramos, de otra manera no se cometerían los desmanes contra el espacio natural, que son claros atentados, además, contra la vida humana, una especie de terrorismo con sordina que se oculta bajo la manta de los beneficios de unos pocos (a eso suelen llamarlo saqueo).

Lo que plantea la novela Anturios en el salón es la despoblación absoluta de la isla de Gran Canaria en un futuro no muy lejano, después de los estragos que ha perpetrado la radiactividad galopante producida por un accidente en una central nuclear en el vecino sur de Marruecos. Un hombre se arriesga, engaña a los controles militares y nos va mostrando las consecuencias de la catástrofe, los cambios producidos y la desolación en una isla en la que antes todo fue vida y frenética actividad humana. Basta imaginar ahora mismo que se corten las rutas comerciales con el exterior, y habría que pensar cómo podrían sobrevivir las personas que habitan las islas en un territorio en el que la mayor parte de lo necesario -alimentación incluida- llega de fuera.

Si la clase dirigente no conoce nuestra debilidad territorial, estamos en manos de irresponsables. Si es consciente de ella y sigue cimentando nuestro futuro en los combustibles fósiles y un desarrollismo ciego, tendríamos que usar un adjetivo mucho más fuerte. Tal vez los responsables políticos, sociales y económicos tendrían que leer más ficción, ya que no son capaces de percibir la realidad en vivo, y así verían que muchas de las políticas que se aplican son suicidas. Lo ocurrido este fin de semana ha dado lugar a chistes, memes y cachondeo. Pues a mí me ha producido angustia, claustrofobia e impotencia, porque los debates más dinámicos en las redes daban a entender que el principal problema de un archipiélago incomunicado y cubierto de polvo irrespirable trataba sobre la suspensión (o no) de los actos del Carnaval. Tanta inconsciencia da miedo. Cinco siglos después, seguimos sin tomar conciencia de la vulnerabilidad de nuestras islas y de dónde están en el mapa. El planeta nos ha enviado otro aviso.

Publicado el

Antonio Padrón sigue aquí

 

Si exceptuamos el raudo paso de Jorge Oramas por el mundo de las artes plásticas, como una estrella fugaz que luego se niega a devanecerse, posiblemente hay pocos artistas cuya vida y trayectoria creativa sea tan curiosa y singular como la de Antonio Padrón. Nació hace ahora cien años y vivió solo cuarenta y ocho, por lo que ahora mismo es más largo el camino de su ausencia que el de su andadura humana. Se puede pensar que casi medio siglo de vida alcanza para generar una obra que deje huella si hay talento para ello, pero en el caso de Antonio Padrón lo que aparece en su hoja de servicios es un corto listado de apariciones en solitario o en compañía de otros que se juntan en un calendario aproximado de tres lustros.

Fueron unos quince años en los que lo hizo todo, porque, encima, podríamos decir que fue un artista tardío, que vio dilatada su formación y su propia existencia en un contexto inmediatamente posterior a la Guerra Civil, asignado a un servicio militar interminable que lo tuvo danzando de aquí para allá, aunque siempre tuvo claro que quería estudiar Bellas Artes, cosa que hizo finalmente cuando lo dejaron colgar el uniforme militar y ponerse a aprender de sus maestros, entre los que estaban Ramón Stolz y el gran Vázquez Díaz. Debía tener una atracción casi telúrica por su Gáldar natal, pero siempre lo sacaban de allí, unas veces para internarlo en el colegio de La Salle de Arucas, otras para llevarlo a hacer el bachillerato al colegio Viera y Clavijo de Las Palmas, donde tuvo como profesor a Nicolás Massieu Matos, y la más larga cuando se lo llevaron a Madrid a mantener un fusil durante siete años, y él lo alargó aún más para formarse en las reglas de la academia artística.

Pasaron así los treinta primeros años de su vida, y cuando se sintió capaz de navegar solo se echó a la mar. Pero su mar no era un inmenso océano inabarcable,  ni una vida llena de relaciones artísticas, bohemia o puestas en escena. Su mar era tan grande que solo cabía en su Gáldar, su Camelot soñado, el lugar en el que él sabía que podría encerrar el mundo. Y así, callado, tímido, desconocido, llegó a la evangélica edad de Cristo y empezó su esporádica vida pública con sus Bodas de Caná, materializada en su primera exposición individual, colgada de las paredes del Museo Canario. El poeta Pedro Lezcano lo definió así: “Antonio Padrón fue un artista introvertido. Vale la pena vivir introvertido cuando dentro se lleva el mundo entero”. Ni siquiera tuvo interés por acercarse al renacimiento a través del grupo LADAC de la Escuela Luján Pérez alrededor de los años cincuenta. Debía tener muy claro cuál era su camino, y lo recorrió con una disciplina y  una pasión que se nos echa encima desde la fuerza de su expresión intemporal.

Cuando ahora contemplamos su obra y sabemos el peso y la incidencia que tiene en las artes plásticas, podemos pensar que fue una estrella que iba haciendo adeptos en cada prédica, y que ese camino duró mucho tiempo. Ni una cosa, ni la otra. Desde que se le empezó a conocer como artista hasta su muerte solo pasaron 15 años, y siempre fue remiso a frecuentar los ambientes artísticos e intelectuales. Como dijo Pedro Lezcano, todo estaba en su casa y en los tres días que cada semana dedicaba a la agricultura para respirar de su obsesivo ritmo creativo. No le interesó nunca proyectar su obra fuera de la isla; era como si todo aquello fuese algo personal, íntimo. Eran él y su arte, su alcance no era asunto suyo. Casi no salía de la ciudad de los Guanartemes. Era una especie de venganza por todo el tiempo en que lo arrancaron (o se arrancó) de allí. Sus amigos iban a visitarlo, y allí era abierto y amigable, pero se encerraba en su concha apenas quisieran cruzar la línea que lo distrajera de su arte y de su vida, que en aquellos años eran lo mismo.

Desde su primera exposición, los ojos sabios del mencionado Nicolás Massieu, de Felo Monzón, de Enrique Lite, de Servando Morales, de Plácido Fleitas, de Juan Ismael o de Miró Mainou se dieron cuenta de que Padrón era un artista singularísimo, distinto a todo, difícil de encuadrar. La crítica suele colocarlo en una especie de síntesis del expresionismo, aunque otros, sin contradecir lo anterior, ven en él la materialización concentrada y abstracta del indigenismo, hecho a su mano, sin influencias de sus contemporáneos, que entonces eran muchos y muy recios. En este aspecto, representaba la naturaleza como él la veía, sin filtros, acompañado siempre por su innata capacidad para trasladar símbolos. Realmente estamos ante uno de los artistas más personales de Canarias, no se parece a nada, pues el cubismo heredado del maestro Vázquez Díaz de sus comienzos se tornó sello personal que rompió con toda herencia posible.

Los especialistas destacan, además, el color en la obra de Antonio Padrón. También es distinto, casi único, tenía una manera de mirar que se teñía con colores a veces imposibles. Es curioso cómo fue su empeño en conocer las técnicas académicas más clásicas y el discurso del arte que venía de muchos lugares para luego pasar por encima de todo y fundar algo que no se parece a nada, que viene de todas partes pero a la vez de ninguna. En este sentido, pocos artistas tan reconocibles como él. Al mismo tiempo, su manera de ver el mundo, su mundo, es tan personal que resulta muy difícil que tenga herederos. Aquellos artistas singulares por diferentes no suelen crear escuela porque su camino es único, son como Rulfo o Borges en la literatura, principio y fin de un arte que solo les concierne a ellos. Luego se ven atisbos suyos en obras de otros, pero son solo fogonazos, porque el mundo de Antonio Padrón es solamente suyo, y por ello es posiblemente el artista más especial que ha dado Canarias en el siglo XX.  Poco hay padroniano fuera de Padrón. No se puede.

El calendario de Padrón es también muy singular. Es un artista tardío y a la vez muere pronto, en plena madurez creativa. La pintura, la cerámica, la escultura, la música, la literatura… Nada le es ajeno en el arte. Casi sin tiempo crea un corpus y un discurso que está fuera de cualquier clasificación encuadrable en el devenir de su tiempo y su espacio. Y lo hace en unos pocos años, con una intensidad y una potencia que crece a medida que pasa el tiempo. Hoy, 22 de febrero, hace cien años que nació, pero su paso por el arte fue como un relámpago, una aparición silenciosa pero arrasadora, haciendo de mensajero de los dioses para que nos conozcamos mejor a través de ese mundo infinito que solo cabía en su estudio de Gáldar. Hasta su muerte repentina en brazos del eterno femenino que siempre lo acompañó en su obra es un mensaje en clave que culmina una vida que se apaga cuando pinta su propia muerte, trasunta en una Piedad inacabada. Ventura Doreste escribió en su bellísimo canto elegíaco por la muerte del artista: “…Antonio Padrón, pintor, soñador, músico, no estás ya aquí, en la isla”. Pero se equivocó el poeta: Antonio Padrón sigue aquí, cada día más presente.

***

(Este trabajo fue publicado el 22 de febrero en el suplemento Pleamar de la edición impresa del periódico Canarias7).

Publicado el

Premios, cine, arte e industria

Metidos en la mitad del invierno, se suceden los premios cinematográficos, que entiendo tienen su seguimiento aparte de lo que es la mera afición al cine, pues se trata de una especie de competición para ir buscando récords, consagrando carreras o deslumbrando con galardones que fueron la gloria de un día para una estrella que luego se diluyó en el mar del olvido. ¿Se acuerda alguien de Clift Robertson, de Tatum O’Neal, de Jack Robertson o de Ruth Gordon? Pues los cuatro fueron bendecidos con un Oscar, y nunca se lo dieron a Robert Mitchum, Deborah Kerr y tantos iconos más, que maldita la falta que les hizo, desde Cary Grant y Marylin Monroe hasta John Garfield y Montgomery Clift. Los críticos de Nueva York, los Globos de Oro, los BAFTA, los Goya, Los César, los David… y al fondo los Oscar, una especie de Nobel de la cinematografía, que tampoco significa nada, porque hay tan buenos escritores con el Nobel como otros que marcaron la literatura y nunca fueron a Estocolmo. En realidad, los premios son flor de un día, y los que dicen que un Oscar consagra aducen que Sofía Loren subió a la gloria cuando se lo dieron. Yo creo que Sofía Loren sería igual de grande sin el Oscar, como lo fueron Mastroianni y tantos actores y actrices europeos.

En España hay un deporte nacional que consiste en encumbrar a alguien y luego descabalgarlo cuando está arriba. Eso ocurre sobre todo con la gente que dice o hace cosas que no gustan a los poderes de siempre. Los casos más paradigmáticos son ahora Javier Bardem y Penélope Cruz, pero con la actriz hay un especial ensañamiento, y para minusvalorarla repiten una y otra vez que quien de verdad conquistó Hollywood fue Sara Montiel, aunque nunca oliese ni de lejos la estatuilla que Penélope tiene hace años en su casa. Cuando ha estado nominada al Oscar o al Globo de Oro y luego se lo han dado a otra actriz, los informativos abren con la noticia, casi siempre redactada con cierto regodeo: “Penélope Cruz ha sido derrotada por…” Han conseguido que me ponga de su parte, porque esto ya raya en la indecencia. Relacionan su ascenso con su vida íntima. Aquí mucha progresía pero se sigue culpabilizando el sexo, sobre todo en las mujeres. Antonio Banderas llegó a Hollywood porque Madonna se fijó en él en una visita a España, y todos corearon las conquistas de nuestro Don Juan. No se mide igual a una mujer que a un hombre.

En estos tiempos apocalípticos (lo digo no porque espere el Fin del Mundo, sino porque hay demasiada gente que falsamente lo predica), tal vez, por la evidencia de lo imposible, deberíamos disponer de un día para recordar que hasta lo más inverosímil puede materializarse, y no siempre para bien. Ejemplos de ello hay muchos. Para muestra, un botón: en el año 1964 se rodó la película The best man (El mejor hombre), en la que se narraban conspiraciones alrededor de dos candidatos a la Presidencia de Estados Unidos. Ronald Reagan, entonces actor en activo, se presentó al casting para uno de los papeles de candidato; Gore Vidal, guionista, y Franklin J. Schaffner, director, lo rechazaron porque «no daba el aspecto de un candidato presidencial». Y tonto no eran ni Gore Vidal ni el director, que es el mismo que dirigió Nicolás y Alejandra, Patton y El planeta de los simios. Supongo que Schaffner se quedaría perplejo cuando en 1980 Ronald Reagan fue elegido Presidente, y eso que, según él, no daba el tipo siquiera para candidato presidencial. Ahora, seguramente se habría metido en un agujero al ver en la Casa Blanca a Donald Trump, que ha escenificado de una vez por todas cómo entra un elefante en una cacharrería.

Sí, muy artificial, muy americano, muy comercial, pero sigue siendo el Oscar, aunque pocos se acuerden de Gloria Stuart o Lewis Milestone, que ganaron una estatuilla, y sigamos recordando la elegancia de Cary Grant o la belleza letal de Kim Novak o Lana Turner, que nunca la consiguieron. Es la magia del cine, pero también es cierto que la mayor parte de los nombres legendarios tuvieron al menos una vez un Oscar en sus manos. Otros no. El año de El Tercer hombre (1951), Joseph Cotten debía preguntarse cuándo ganaría un Oscar (nunca se lo dieron) si estaba convencido de que no era peor que Cooper, Gable o Bogart. Orson Welles, su compañero de reparto, le dijo desde las páginas de una revista que los Oscars no son para los actores, sino para los niños bonitos como Robert  Taylor y Tyrone Power (vaya ojo tenía el Citizen Kane, no acertó ni uno).

Y es que los premios internacionales forman parte del negocio del cine. Salvo Katharine Hepburn, Meryl Streep y Jack Nicholson, que han ganado premios y han sido candidatos años y años, la cosa es por temporadas. Hubo un tiempo en que se encapricharon con Jodie Foster y le cayeron dos estatuillas, y lo mismo les pasó a Tom Hank, Robert de Niro o Hilary Swank, que posteriormente han hecho buenas películas, pero ya pasaron de moda. Luego se empeñaron en nominar varios años seguidos a Julia Roberts, Hallie Berry, Nicole Kidman, Gwyneth Paltrow, Angelina Jolie o Charlize Theron, aunque solo ganaron una vez. De manera que esto de los premios cinematográficos no siempre tiene que ver con el cine como arte y mucho con la industria cinematográfica. Lo que de verdad es grande en sí mismo es el propio cine en cualquiera de sus soportes.