La estupidez atómica
Cuando recordamos el genocidio atómico en el Japón de 1945, casi siempre hablamos de Hiroshima, ciudad que fue arrasada el 6 de agosto. Pero si terrible fue esta acción, más criminal fue la segunda bomba, lanzada tres días después sobre la ciudad de Nagasaki, cuando ya se conocía la devastación de que era capaz el infierno nuclear. Casi siete décadas después, el futuro de la utilización bélica de la energía nuclear está menos claro que nunca. Hay potencias confesadamente nucleares, pero es fácil suponer que otros estados también están en condiciones de producir artefactos de este tipo, porque a nadie se le esconde que, con el dinero petrolero, algunos países árabes pueden comprar técnicos y tecnología nuclear en el mercado negro, y que Alemania o Japón, en caso de guerra, tendrían bombas nucleares en poco tiempo gracias a su enorme adelanto tecnológico. Sabemos, además, que en la Guerra del Golfo y en las de Irak y Afganistán algunos proyectiles estaban recubiertos de materiales radiactivos, que es otra forma de hacer la guerra nuclear, y ya hay consecuencias médicas sobre eso. Por eso, cada agosto, me opongo a la terrible posibilidad de una guerra nuclear, porque la estupidez de los seres humanos está sobradamente demostrada, y Nagasaki, como Hiroshima, debieran servir de lección.