El Pino es algo que escapa a cualquier etiqueta, porque va mucho más allá de la religiosidad o del folklore de la isla de Gran Canaria.
Lo que sigo sin entender es por qué en un estado constitucionalmente aconfesional las intituciones se personan en un hecho estrictamente religioso. A mí las Fiestas del Pino me parecen una hermosísima expresión íntima y popular de los canarios, colectivamente y desde las creencias personales. Las fiestas del Pino, como ocurre con las de las siete vírgenes morenas que patronean cada isla del archipiélago, son hechos sociológicos que abarcan desde el fervor mariano más profundo hasta la parranda más popular y ruidosa, sin olvidar la esencia de eso tan indefinible que llamamos canariedad o incluso ese elemento esotérico que contienen la promesas por favores pedidos o recibidos. La fe es algo muy personal y por lo tanto digno del mayor respeto, pero si la devoción a la Virgen del Pino fuera sólo eso no estaríamos ante el fenómeno de masas que se repite cada año en la villa de Teror.
Entiendo a los romeros de rodillas, a los parranderos y a los curiosos, pero desde niño me pregunto qué relación tiene la Virgen con las armas para que tenga rango de Capitana Generala. Seguramente es otra tradición que no me he ocupado en indagar.
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