He caído en la trampa
Siempre he procurado que el 22 de diciembre no me pille hablando del sorteo de la lotería de Navidad, porque ya es una obviedad ese sonsonete mañanero que siempre deja los millones en otro lugar (ojalá este año los deje aquí), y los telediarios abriendo con un grupo de personas enardecidas delante de una administración de loterías y brindando con cava, champán, sidra y lo que se tercie, mientras agentes bancarios tratan de que depositen los décimos a su caja fuerte.
Pero este año he caído, porque es un gran montaje en el que todos participamos. Cada año nos decimos que el siguiente vamos a jugar un solo número, porque el gordo siempre es uno, y si la suerte está a favor con uno basta. Pero luego vienen los intercambios, el número del trabajo, el de la parroquia, el sindicato y el amigo que vive en Cartagena, que te manda un décimo y tienes que corresponder. Al final, si empatas ya es un triunfo. Y a veces me da pena al ver la decepción de la mayoría, porque por cada premiado hay miles sin premio, a quienes el sorteo no les ha dado ni el reintegro. Y es que el Estado recauda mucho dinero cada día con todo tipo de sorteos, que finalmente son una leve esperanza de cambio que suele devanecerse cuando empiezan a caer la bolitas. Pero también es cierto que alguna vez la suerte puede mirarnos a los ojos; el azar no es científico pero tiene su ecuación matemática, con lo cual, por cálculo de probabilidades, pudiera ser que una vez en la vida sonara la flauta. Y, como dice Serrat, «uno de mi calle tiene un amigo que dice conocer a un tipo que un día fue feliz». Le habría tocado la lotería. No perdamos la esperanza,
Lo de Carrero Blanco es el ejemplo. Desde el minuto siguiente al atentado (20-12-1973) circula un versión en la que se afirma que los servicios de información del Estado sabían lo que preparaba ETA, pero que nada se hizo porque Carrero Blanco habría sido un obstáculo para la transición a la democracia. Vamos, que dejaron que sucediera. Puede que sea verdad, pero sí que resulta poco creíble que el entonces Presidente del Gobierno, que tenía en sus manos los hilos más finos de la información del Estado, ignorase algo que supuestamente sabían muchos de su entorno. Más bien creo que estaba tan seguro de su poder que nunca le pasó por la cabeza que pudieran matarlo, y por eso tenía siempre el mismo horario, idéntico itinerario y una escolta muy exigua. Seguramente fue víctima de un exceso de confianza… O tal vez sea real la primera versión, precisamente por increíble.