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Desaliento esperanzado

 

Tenía un borrador muy pulcro y aparente para el artículo de hoy. Trataba sobre el significado de los colores y sus emanaciones que influyen en la psique, o en palos de la baraja española, alterando los simbolismos de siempre alusivos al mundo medieval. Cambiaba clero por alegría en las copas, o comercio y finanzas por poder en los oros. Era un artículo curioso que trataba de poner buena cara a un año que precisamente llega con las cartas muy mal repartidas, aunque los buenos jugadores con malas cartas consiguen sacar bazas adelante… A veces.

 

 

Quienes me conocen de cerca dicen que soy un optimista incurable, y que por muy mal dadas que vengan siempre trato de buscar por donde salir, aunque a veces no haya la más leve grieta. Recuerdo siempre que el incisivo Mingote decía que un pesimista es un optimista bien informado. Yo quiero pensar que Mingote, por una vez, se equivocó, porque toda la información nunca la tendremos sobre nada, pues casi ni nos conocemos a nosotros mismos. Por lo tanto, trato de agarrarme a la posibilidad de que siempre hay una manera de salvar una mala situación.

 

Haciendo correcciones andaba, cuando alguien me sacó de mi burbuja pseudofilosófica de borracho inminente. Ausentado durante casi todo el día de noticiarios, y embebido en mi esperanzado discurso de Año Nuevo, caí de golpe desde mi torre de marfil, porque si complicado es especular sobre el pasado, hacerlo sobre el futuro se me antojó de golpe una puerilidad. Contaba con todo, pues el pasado se agarra a la memoria y a la documentación y el futuro se deja llevar por la imaginación. Quien me hablaba era como el enviado del presente, que solo entiende de realidades tangibles y con el que no cabe ser pesimista ni optimista, es prosaico realismo.

 

Cuando aterricé en mi sala de estar, el noticiario abría con dos bombas, cuya explosión hacían zumbar los oídos: el intento de derrocar a Lula da Silva en Brasil y el asesinato de tres mujeres en un solo día a causa de la irracional violencia machista. Al instante, mi castillo de naipes con pretensiones literarias se vino abajo, y entonces los colores, las sotas, los bastos, los ases y toda su mitología de siglos perdieron su carácter alegórico porque el duro presente los había borrado del mapa. Fui incapaz se seguir trabajando, porque no podía volver a mis ficciones, y al mismo tiempo la realidad me sobrepasaba. Me ocurrió lo peor que puede sucederle a alguien que trafica con ideas y opiniones: me quedé sin palabras. Ahora, al atardecer del lunes, obligado por el calendario, tuve que enfrentarme a una pantalla en blanco, cuando la dureza de la noche anterior era remachada por un nuevo y horrendo feminicidio en Adeje, Tenerife.

 

Sobre lo que aún sigue ocurriendo en Brasil, solo me cabe la enorme tristeza al comprobar, una vez más, cuán frágil es la democracia cuando se confabulan contra ella los populismos y la irracionalidad de quienes solo persiguen al caos, seguramente porque les conviene. Los acontecimientos de Brasilia (y todo Brasil) son muy alarmantes, porque no se trata del típico golpe de estado bananero, o de la locura por el poder de unos cuantos, como también sigue sucediendo en Perú. Lo de Brasil se enmarca en una corriente mundial que no deja fuera a Estados Unidos. Se lamentaba Stefan Zweig hace casi cien años de que el fantasma de los nacionalismos sobrevolaba Europa y sabemos lo que pasó después.

 

El fanatismo y la locura no pueden estar nunca por encima de la convivencia democrática, y algunos (muchos) debieran aprender las lecciones del presente y de la historia, aunque dirán, como suelen hacer algunos jóvenes, que esas cosas pasaron cuando ellos no habían nacido. Mucha tarea tienen por delante Lula, Biden y quienes creen en la democracia, en sociedades partidas casi matemáticamente en dos. Si pasamos por encima de las instituciones, va a resultar muy fácil imaginar el futuro, por muy optimistas que seamos.

 

Lo de los crímenes machistas ya es una orgía de sangre para la que nadie tiene explicación. Posiblemente se cometen errores políticos, no soy jurista ni adivino. Pero es obvio que, como sociedad democrática algo o mucho estamos haciendo mal. Aquí cabría aplicar aquello de unos por otros y la casa sin barrer. Hay otro refrán más claro y contundente, pero hoy no cabe, por respeto a las víctimas y sus familias. El caso es que se trataría de parar el baile y sentarse a ver qué demonios pasa, porque lo que está sucediendo con la violencia machista es algo que tiene mucha urgencia, porque se trata de la vida y de la muerte. Y ambas cosas, como otras muchas, tienen que ver con esa democracia que muchos quieren derribar. Hoy, me temo, no puedo ser optimista, hay demasiadas nubes en el horizonte, pero la gente sigue en verano como si nada estuviera pasando. Y ahora, una buena dosis de carnavales tempraneros. Pues vale.

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Calimas y otras predicciones

 

No tengo datos específicos para determinar el lugar del ranquin que ocupa Ángel Víctor Torres entre los presidentes de Canarias, ni tampoco el de los demás, porque probablemente nunca sepamos cuántos y cuáles sapos ha tenido que tragarse cada uno y cuántas veces se la han jugado. Además, las circunstancias siempre son distintas, y hay que reconocer que las que ha tenido que lidiar el actual presidente se llevan la palma, hasta el punto de que ya es chiste viejo lo de esperar qué otra catástrofe nos espera antes de las elecciones de mayo.

 

 

Hay tres cosas en Torres que son indiscutibles: una es que no hay en este planeta antídoto contra su optimismo y su apostolado por la esperanza; otra es que, si los extraterrestres celebran un cara a cara con los terrícolas, no será con un presidente norteamericano, como (cuentan que pasó en una base militar californiana) la que, aseguran los creyentes en tales teorías, tuvo que afrontar Ike Eisenhower; esta vez sería con Torres, eso seguro, nadie más dotado. La tercera cualidad de nuestro presidente es que podría ser actor, presentador o conferenciante “sin papeles”. No sé si es que tiene una memoria descomunal, o que controla como nadie el cue, promter o como se llame, porque nunca lo ves mirar hacia un lado u otro; se diría que improvisa, que no lee, y eso le da un plus de credibilidad enorme, porque cuesta creer a alguien que cada dos por tres tiene que mirar un papel, descubrimos que está leyendo una pantallita o que directamente nos endilga un discurso con los papeles en la mano. Eso a nuestro Ángel Víctor nunca la pasa, y la muestra es el reciente mensaje de fin de año, que pronunció sin un error, de pie en un escenario y hasta sin atril. Eso no se ha visto nunca.

 

Como siempre, ya veremos a fin de año en qué acertó Nostradamus, que se interpreta muy bien a toro pasado. Pero, leído con mi precario latín o en traducciones, la verdad es que el francés se lo montó muy bien, porque la culpa siempre la tiene el intérprete, ya que directamente no te dice lo que predice; quien lo hacía con todas las letras fue un portugués, Gonzalo Anes de Bandarra, que era un humilde zapatero del pueblo de Troncoso, cercano a Lisboa, y se arriesgó a predecir hechos concretos, con fechas y datos, como la desaparición del rey don Sebastián I, y como consecuencia de ello, la pertenencia de Portugal al trono de España durante seis décadas. Y estos hechos sucederían cien años después de la muerte del zapatero adivino. Por eso me fío poco de Nostradamus y menos de sus intérpretes. Llevaban prediciendo desde hace tres o cuatro años la muerte de Isabel II y la de un personaje importante de la Iglesia Católica. Claro, una señora nonagenaria y dos Papas ancianos y enfermos son claros candidatos. Pues durante cuatro años fallaron las predicciones, y al final, claro, se murieron la reina y Benedicto XVI.

 

Y es que son tiempos de calima, que el diccionario de la RAE define como cualquier fenómeno que llena el aire de partículas, dificulta su respiración y enturbia la visibilidad. La palabra «calina» es su sinónimo más usado, casi parejo con «calima», y suele aplicarse al enrarecimiento del aire por diversas causas, sea el vapor de agua en tierra (niebla, neblina), sobre el mar (bruma) o incluso por la contaminación industrial (calígine). Pero para los canarios, la calima es exclusivamente la procedente del vecino Sahara en forma de polvo en suspensión cuando sopla el viento del este o del sureste y hay restos de las grandes tormentas de arena en nuestro muladar, el desierto más grande del mundo. Cuando el viento del nordeste nos trae el alisio, cesa la calima, y no son raros en invierno unos días con este fenómeno; suele hacerse acompañar de aire muy frío, al contrario que las calimas de verano, microscópica metralla abrasadora entre el bochorno. Aunque esta vez tampoco tan frío.

 

Cuando se respira mal y la visibilidad es reducida, se siente una especie de sensación claustrofóbica, y es como si todo funcionara a cámara lenta. De noche, las farolas proyectan haces espectaculares que rompen la oscuridad, pero todo se vuelve fantasmagórico y tenue, como en el poema de Tomás Morales «Puerto de Gran Canaria sobre el sonoro Atlántico, / con sus faroles rojos en la noche calina…», que acaba con esa sensación de vivir un sueño/pesadilla, como queda expresado en distintos versos del famoso soneto de nuestro poeta modernista: «silencio de los muelles en la paz bochornosa», «brillando entre las ondas muertas de la bahía», «vierte en la noche el dejo de su melancolía».

 

También tiene ese aire confuso y cansino el ambiente que recrea JJ Armas Marcelo en su novela Calima, esta vez en medio de una calima de verano, pues se me antoja que la de Tomás Morales es invernal. La calima, calina o como quieran llamarla, el viento este-sureste, está presente en nuestra literatura, sea en los textos de Agustín Espinosa (Lancelot 28º-7º), en la polvorienta Mararía de Arozarena y en docenas de narraciones y poemas. Y siempre es lenta, con un toque melancólico y una sentencia del tribunal supremos de la Naturaleza, en la que consta en qué lugar estamos en el mapa, que muchos constatamos como un hecho geográfico y otros tratan de ocultar porque lo siente como una tragedia. Y esta es la calima que estuvo en Navidad, recibió el Año Nuevo y sigue en enero, pues tal vez sea el polvo de una inexistente comitiva regia en viaje desde Oriente. Y metido a Nostradamus interino, espero que de ahora a mayo la caja de Pandora amaine y deje pasar a Ángel Víctor una temporada tranquila mientras disfruta viendo cómo alcanza la UD Las Palmas el ascenso directo.

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Eso que llamamos vida

 

Como estas fiestas se basan en el nacimiento de un niño, pienso que la actualidad es muy evangélica, a juzgar por las interpretaciones que se dan de una misma cosa. Ese niño crecería y se haría llamar Jesucristo. Lo que sabemos de él proviene de unos textos que no sabemos si son tradición o historia, cosa improbable porque no está documentado como exigen las academias. Por lo tanto, es asunto de fe. En uno de esos escritos, el Evangelio de Juan 16, 16-20, Jesucristo dice a sus discípulos: «Dentro de un poco no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver. En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, en cambio el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo». No consta en el Evangelio, pero, conociendo la impulsividad que se le adjudica al discípulo Pedro, debió decirle: «Maestro, por lo que más me gustas es por lo bien que te explicas».

 

 

Y en esas confusiones andamos. Para el alumnado de cualquier edad y quienes se dedican a la docencia, el año comienza en septiembre. Como en casi todas las familias hay siempre alguien que está en edad escolar o estudia algo, este calendario paralelo funciona para casi todo el mundo, porque se une al final de las vacaciones, que son mayoritariamente en verano. Con el fútbol y otras ligas pasa lo mismo. Luego hay un interregno que, en nuestro ámbito occidental de raíces culturales cristianas, se rompe con la llegada del Adviento, en el pórtico del mes de diciembre. De repente nos dicen que no, que el tiempo empieza a contar el 1 de enero, y se iluminan las calles, esperando la llegada del niño ya mencionado, un barbudo subido a un trineo o tres viajeros en camello, asuntos todos de recorrido milenario, que en la era de las aplicaciones informáticas quieren cambiar como si hubieran implantado una nueva versión en nuestro móvil.

 

Pero las ciudades se llenan de belenes, disfraces de viejo barbiblanco o enviados de los camelleros. También suele visitarnos la calima, el viento y la llovizna, y el mar se pone bravo. Nos cuentan historias de paz y amor de cualquier parte del mundo, pero evocando siempre un territorio del que solo se ocupa la cartografía militar, y acabamos de Charles Dickens hasta el gorro. Luego viene la Nochevieja, en la que ya empieza a entrar en la tradición adivinar qué presentadora llevará el vestido más transparente en la retransmisión de las campanadas. Es decir, unos miden en solsticios, otros en cursos, otros en temporadas, otros en fiestas de Navidad, Año Nuevo y Reyes y otros no sé qué medidas novedosas han descubierto. Nos llaman a la alegría, aunque a veces nos inunde la tristeza. Es un ajuste de cuentas con el tiempo, esa máquina inexorable que no necesita reloj.

 

Cada año nos sorprende la Navidad sin habernos preparado para que nos deseen felicidades por sistema, ni para soportar prédicas edulcoradas, donde se nos viene a decir que somos culpables de las penurias ajenas, y en un supremo acto de generosidad acuden a la televisión muchos famosos a hacerse publicidad. Algunos exhiben una desfachatez monumental, pues suelen tener su residencia fiscal en Andorra, Mónaco, Panamá o Miami, y luego hay que darles las gracias porque rifan una camiseta o una foto firmada. Lo que deberían hacer es pagar impuestos en España, eso sí que sería solidaridad. Y seguimos midiendo el tiempo, viendo cosas que nos van poniendo de mala leche. Aunque no es la Navidad lo que molesta; lo que de verdad irrita es lo que ahora llaman postureo (la hipocresía de las apariencias de toda la vida).

 

Por ello, lo que realmente celebramos es que seguimos vivos, y lamentamos la ausencia de los que están lejos o de los que ya solo están en nuestra memoria. Es una manera de hacer recuento de afecto, y de sobreponernos a las dificultades. En el horizonte solo hay más nubarrones, por lo que es ahora cuando la esperanza debe alcanzar toda su dimensión. Esperemos que el mundo no esté tan loco como nos tememos y vivamos ese día a día, cuya suma es lo que compone eso que llamamos vida.