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Cita previa porque sí

 

Va a hacer tres años que comenzó oficialmente la pandemia y nadie sabe muy bien si se ha terminado, si sigue latente. Poco sabemos, aunque cada semana nos dicen que en Canarias  muere un número de personas que a veces es de dos cifras (siempre mayores de 65 años, por eso importa poco a la macroeconomía), se permiten y hasta estimulan aglomeraciones en plazas, calles, teatros y centros comerciales, pero al mismo tiempo escuchas publicidades por la radio en la que indican que, si han pasado cinco meses desde la última dosis de vacunas, hay que llamar para ponerse la nueva, que puede ser la quinta y parece que vamos a seguir numerando pinchazos. Conclusión: la economía le ha ganado la partida a la salud pública y estamos en una situación que podría llamarse “sálvese quien pueda”. Posiblemente es lo más racional que puede hacerse, pero al menos deberían advertir para que ciertas personas tomen precauciones, porque son objeto de un riesgo mayor que la mayoría.

 

 

Hace tres años, cuando empezó esta pesadilla, se fue instaurando la costumbre de pedir cita previa, especialmente en centros oficiales y donde hay que gestionar la muy compleja burocracia que brota como la mala hierba. También en centros privados que dan servicio público, como los bancos, no vaya a ser que la gente se contagie. Por supuesto, en la era de las nuevas tecnologías existe por lo visto una manera más cómoda de ventanillear, que se vende como que puedes hacerlo todo desde el sofá de tu casa. Eso es cierto, mucho puede hacerse on line, pero hay dos objeciones muy obvias: la primera es que buena parte de las páginas web a las que hay que entrar funcionan de aquella manera, o directamente no funcionan. La segunda es que hay sectores de la población que tienen una muy mala educación digital, pues se manejan muy bien en redes sociales y están todo el día comunicándose por WhatsApp, o hacen o consumen Tiktoks a mansalva, pero son incapaces de gestionar asuntos. Es decir, dominan el móvil pero no la red.

 

El caso es que ya se puede ir a restaurantes, a correr los carnavales o a una concurrida tienda  de lo que sea, pero, si necesitas algo de las administraciones públicas y de muchas empresas privadas, debes pedir cita previa, que cuando se hace por teléfono puede costar horas y muchísimos intentos, y si la cita hay que pedirla online estamos otra vez ante la misma pescadilla que se muerde la cola, por incapacidad de quien lo intenta o bien por saturación de la web en la que trata de entrar. Hay una de las administraciones públicas en concreto a la que nunca he podido acceder, sencillamente porque, cuando ya parece que estás dentro, la página se cuelga.

 

La pregunta es obvia: ¿por qué, si se puede entrar y salir a comprar el pan, a comprar un enchufe a la ferretería o a hacer la compra a supermercado, cuando hay que acudir a una administración pública y a algunos servicios privados imprescindibles hay que pedir cita previa? Entiendo que ese modo puede ser muy útil a quienes trabajan en ese lugar, que están para resolver problemas de la ciudadanía, pero condena a la gente a un calvario de esperas y a elevar aun más el nivel de estrés colectivo, que ya viene crecido. Se da la paradoja de que hay ciudadanos que llegan, por fin, a sentarse en una mesa frente a alguien que puede darle soluciones, y cuando expone su asunto resulta que ya está fuera de plazos, aunque se haya intentado desde el primer día acercarse a esa mesa.

 

Por lo tanto, parece posible que todas esas barreras desaparezcan, con todas las mascarillas que se quiera, pero hay que acabar con la sensación de abandono que tienen muchas personas, con asuntos vitales, algunos como la demora de meses para tramitar una jubilación, meses sin cobrar teniendo derecho a no pasar por esa angustia. Después dicen que la sociedad está muy crispada, pero es que parece que lo fundamental, el día a día, está dejado de la mano de Dios.

 

No sé si todo este bloqueo se debe a la escasez de funcionarios y empleados o a que se ha perpetuado la costumbre de ralentizar los trámites. Por lo que sé se mezclan ambas circunstancias, y no veo que las administraciones y las empresas estén por incentivar esa mejora en sus servicios, que es por humanidad y por el mejor funcionamiento del propio organismo. Mientras, legiones de John y Mary Smith se desesperan, al tiempo que funcionarios de distintas administraciones se quejan de que no son atendidas sus demandas, que muchas veces no son subidas de salarios, sino recarga de trabajo, con lo cual la ciudadanía se ve atendida tarde y mal. La última noticia es que se retrasan bodas debido a la huelga en determinados estamentos de los juzgados. La pregunta que nos hacemos todos es la misma: ¿cómo pudo sobrevivir la gente de siglos anteriores, cuando la única manera de comunicación a distancia era la carta postal?

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Amos del mundo, pero menos

 

Érase una vez un astro en el que, hace veinte millones de años, un grupo de homínidos fue evolucionando morfológicamente, a la vez que desarrollaba una serie de facultades y perdía otras. Entre las que más avanzaron, es determinante el cerebro, y como consecuencia un lenguaje articulado que luego fue gráfico, y así consiguió poco a poco una superioridad intelectual y unas habilidades que pudo transmitir a las generaciones siguientes, lo que hizo posible que  hoy una persona pueda construir y realizar acciones que se considerarían mágicas tan solo hace un par de siglos, y los otros animales siguen teniendo hoy la mismas posibilidades que hace treinta mil años, de manera que las capacidades intelectuales hicieron a los seres humanos los dominadores absolutos del planeta. Comparados con cualquier otra especie, se extendieron y multiplicaron en proporciones geométricas. Es decir, después de miles de años de evolución y aprendizaje, los humanos marcaron el ritmo de la vida en La Tierra, hasta tal punto de que ha ocurrido lo que hasta no hace demasiado era impensable: que esa población tan desarrollada en todos los aspectos, tenga la capacidad de autodestruirse.

 

 

Desde hace décadas, hay evidencias científicas de que la vida en La Tierra se ponen en peligro por la contaminación de toda índole en el suelo y en el agua, por la masacre biológica que significa la desaparición de elementos tan cotidianos como los árboles, por  la escasez cada vez más acusada de agua potable, porque los humanos son capaces de cambiar el curso de los ríos, como ha ocurrido en el lago salado Aral (llamado también Mar de Aral), un mar interior de Asia central que hasta hace sesenta años tenía una superficie de casi 70.000 kilómetros cuadrados, y hoy solo cubre apenas la décima parte que entonces, y que a este ritmo desaparecerá en pocos años. La causa es el ser humano, porque en los años sesenta del siglo pasado la URSS decidió hacer trasvases en los ríos Amur Daria y Sir Daria, que alimentaban desde hace milenios esa joya de la naturaleza. Es decir, puede decirse que los humanos han desecado un mar interior cuarenta veces más grande que el Mar Muerto.

 

Podría detenerme en la lista de disparates ocasionados por La Humanidad, como la tala suicida que se hace actualmente en la selva amazónica, los vertidos químicos o la cantidad de agua que se consume para conseguir los llamados pantalones vaqueros “a la piedra” e innumerables acciones que solo responden a la lógica del dinero. Para muestra vale un botón, y de poco sirve lo que la ciencia tiene por cierto, si no se hacen movimientos reales para resolver algunos problemas o para paliar otros porque ya hay un daño irreversible.  Queda claro por tanto que ese ser humano no evolucionó debidamente, o llegó demasiado lejos, porque los animales actúan con la lógica de la supervivencia, cosa que los llamados reyes de La Tierra no hacen, aunque eso no es de ahora, siempre fue así, pero que hace siglos la capacidad del homínido para destruir era más limitada. Por eso el planeta no se ha convertido en un nuevo Marte.

 

Por si fuera poco la somanta de despropósitos que inflige el hombre al único espacio en el que puede vivir, La Naturaleza tampoco se priva: volcanes, inundaciones, sequías, huracanes, terremotos. En estos días, estamos teniendo noticias del horror del seísmo en Siria/Turquía. No hay palabras para describir la catástrofe material y humana de tanta destrucción, y el modo en que cambia la vida de los supervivientes, porque todo el mundo está atento en los primeros días, hay ayudas, equipos que se desplazan y una imagen de solidaridad que emociona. Luego quedan millones de personas sin casa, sin trabajo, a menudo sin abrigo y comida en un frío invierno, con ha pasado en Haití, o sucedió en Managua hace muchos años. También ha salido a cuento la avaricia, que es la que ha permitido que constructores, arquitectos y más de un político hayan hecho un gran negocio construyendo sin garantías, porque sucede que hay modos de construir edificios que resistan fuertes terremotos, pero eso solo se hace en casos excepcionales, nunca en las viviendas de la gente más humilde. Las fotos delatan esa diferencia, tanto en la ya lejana catástrofe de Managua, como en las más recientes en México o Chile. Se ven edificios robustos, casi siempre palacetes oficiales, que resisten en pie en medio de las montañas de escombros en las que se convirtieron las casas de la gente.

 

Otro problema, parecido a la majadera costumbre de poblar las escorrentías que tarde o temprano se llevarán por delante lo que nunca debió construirse allí,  es el de los lugares de  mucha frecuencia símica, como ocurre en la zona del reciente terremoto, porque hay zonas que, por confluencia de placas continentales o por fallas en la corteza terrestre, se mueven con frecuencia (en España está la zona de la ciudad de Lorca), y a veces es inevitable la caída de edificios por muy bien construidos que estén. Ya sé que construir con sistemas a prueba de seísmos es más caro, y todavía mucho más crear una nueva ciudad de la nada en terreno menos proclive a temblar. Pues con lo caro que es eso, lo es muchísimo más una guerra, incluso la prevención de ella (eso que llaman Defensa), y no se miran gastos en aviones supersónicos, en tanques sofisticados o en misiles avanzados que lastran muchos presupuestos. Un portaaviones cuesta más que una ciudad mediana, y todos estos artilugios solo sirven para destruir. Así de evolucionado está el ser humano, y ya no estoy seguro de que sea el culmen de la biología. Desde que se inventó el dinero, los humanos perdieron su indudable superioridad sobre los animales. Y si en tantos miles de años no se ha asumido algo tan básico, no tengo muchas esperanzas de que algo así vaya a suceder.

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El espejo de Magdalena Cantero

 

Se ha ido Magdalena Cantero, una de las grandes mujeres imprescindibles en nuestra historia colectiva. No era solo la viuda del gran poeta Agustín Millares, que no es poco, era una mujer con nombre propio, que supo ponerle puertas al miedo que se generaba adrede en aquella España oscura. Fue el mástil al que se ataba el poeta cuando las sirenas desorientaban su embarcación y fue siempre un espíritu leal, generoso y dulce. No necesitaba gritar para hacer valer sus firmes convicciones, su serenidad era una roca.

 

En la calle, como tenía que ser el centenario de Agustín Millares Sall.

 

Se nos va una mujer hecha de la misma pasta que Mercedes Pinto, Josefina de la Torre, Lola Massieu, Pino Ojeda y Jane Millares, que acaba de subir a esa barca mítica que es la memoria humana. Con Jane, la hermana pequeña del poeta que acaba de dejarnos, irán juntas hacia la belleza y la justicia que tanto buscaron en La Tierra. Mi memoria personal de ella es la de alguien que te protegía, muy fuerte pero con una voz y una mirada tan apacibles que incitaban a confiar. Pasé muchas de las últimas tardes de Agustín Millares haciéndole compañía, aunque él estaba más inclinado a juguetear con mi hijo, entonces un párvulo. Y siempre estaba la mirada sencilla y abarcadora de Magdalena, que aguantaba aquella larga despedida con la fuerza de esas mujeres que nos precedieron.

Defendió el legado del poeta con uñas y dientes, y se entregó a buscar ese ideal republicano de basar una sociedad en la justicia y la cultura. Por fortuna, su estela y la del poeta amigo, que me empujaron a que contara esta tierra en la medida de mis fuerzas, quedan en la mejores manos, porque sus hijos tienen los genes Millares y Cantero, dos apellidos imprescindibles en el devenir histórico de la decencia de esta tierra. Con ella se me va un espejo en el que mirarme y una aliada desprendida y llena de paz. Creo que Agustín, Alexis, Juan Ramón, Paco Juan Déniz y todas esas mujeres que la iluminaron estarán haciéndole el pasillo a su llegada a la otra orilla. Buen viaje, amiga.