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Un hombre cabal

Quienes acumulamos un número de cumpleaños mayor de lo que desearíamos, empezamos a entrar en la dinámica de las despedidas, que son como un recuento de parte de nuestras vidas, de la que siempre formarán parte algunas personas que significaron mucho en momentos importantes. A veces, una vivencia común de poco tiempo queda grabada para siempre, porque con aquella persona recorrimos un recodo de la existencia, y que nunca habría sido igual sin haberlo vivido con esas complicidades. Algunas de esas personas ya se han ido de forma prematura, otras se van descolgando, y a menudo uno teme que suene el teléfono y se oiga una voz que no es la del titular. En ese caso, sin necesidad de explicaciones largas, ya sabemos qué ha pasado.

 

 

Me ha sucedido en este día de abril. Veo el número de un amigo de Madrid y oigo la voz de su esposa. Joaquín ha muerto. Se rompió otra de las columnas de las que aguantan mucho peso de mi vida. Ya sé que un Joaquín más no significa gran cosa, cada día fallecen de media en España unas 1.300 personas. Pero era mi amigo Joaquín Anes, un hombre admirable, tan inteligente como ingenuo, una mezcla poco común que lo convertían en un ser humano excepcional.

 

 

Conocí a Joaquín en otoño de 1973 cuando él llegó a un regimiento del Sahara tres meses después que yo, justo el tiempo que yo era mayor que él. Era un tipo que llamaba la atención, y desde luego mucha envidia, porque era un galán muy por encima del 1,80 de altura, guapo como un actor de cine y con esa chispa de amabilidad que te hacía confiar en él al instante. Nos pasaron cosas complicadas en el terreno militar, eran tiempos convulsos en el Sahara, y nos negaron un permiso de Navidad porque, la víspera del día previsto para nuestra salida, ETA hizo volar por los aires a Carrero Blanco y nos encerraron en los cuarteles.

 

Cosas así unen, y por desgracia hubo más, cuando en el 11M yo trataba de saber si estaban bien él y su familia y él se volvía loco porque no conseguía hablar con su hija y su hijo, que andaban por la zona, pero las líneas se saturaron. Nunca perdimos el contacto en más de cincuenta años, sabíamos de nuestras alegrías y tristezas, pasábamos media hora hablando por teléfono cada 24 de diciembre y pudimos vernos muchas veces, en Canarias y en Madrid. Vivía en el Puente de Vallecas, y siempre recordaré una cena de chuletitas de cordero en su casa, con sus hijos aún adolescentes, una noche gélida de un invierno terrible, pero en el calor de un afecto que nunca se disipó. Fue mi guía predilecto en mis estancias en Madrid. Se sabía el Museo del Prado de memoria, y el Lázaro Galdiano, el Madrid de los Austrias, la buhardilla imaginaria de Fortunata. Conozco Madrid a través de sus ojos.

 

 

Pero lo nuestro no ha sido una amistad forjada en la dureza de un servicio militar complejo y lejano, eso es solo la razón por la que nos cruzamos en la vida. Nuestra amistad surgió como un flechazo y creció en medio de libros. A estas alturas ustedes pueden pensar que Joaquín sería un universitario estudioso. Pero no, era un tipo de familia inmigrante de Extremadura, Vallecas pura y dura. No hizo estudios oficiales más allá de lo obligatorio. Su trabajo consistía en llevar el mantenimiento de los surtidores de gasolina y gasoil de una marca concreta, y en un machacado Seat 850 iba hoy a reparar un surtidor a Ferrol y mañana otro a Zaragoza. Nunca dejó de ser un trabajador manual, le encantaban los aparatos y en ello trabajó hasta su jubilación. Un trabajador manual, un operario, uno de los muchos que han construido este país, que ahora las nuevas generaciones creen que les ha caído del cielo.

 

 

Cuando él llegó al regimiento del Sahara, yo regentaba la biblioteca que había permanecido cerrada desde la época de la Guerra Civil. Logré que me abrieran los anaqueles con puertas oxidadas por el tiempo y encontré un tesoro de libros entonces prohibidos o inencontrables. Fue como un viaje en el tiempo, y algunos compañeros descubrieron el tesoro escondido que nadie descubría. Joaquín fue siempre un lector voraz. Su curiosidad no tenía límites, y devoraba uno tras otros libros que son el eje de la cultura occidental.  No necesitó carreras académicas y nunca lo intentó, pero se hizo una especie de universitario autodidacta. La última vez que hablé con él, hace unos meses, antes de que la enfermedad lo paralizara, estaba sumido en la confusión porque estaba leyendo la novela Panza de burro, de Andrea Abreu, y me decía que no sabía a qué carta quedarse. Pero entraba en los asuntos, puedo decir que era un intelectual sin título, y que tenía un gran gusto por los clásicos y por lo actual.

 

 

Nació mi hijo y vino a conocerlo. Recuerdo que fui a buscarlo al aeropuerto, y cuando subimos a mi coche y pusimos la radio, esta dio la noticia de la muerte en accidente de tráfico de la cantante Cecilia. Era, por lo tanto, el 2 de agosto de 1976, y desde luego se nos amargó el día, porque ya en el Sahara habíamos descubierto a la cantante madrileña. Esto que cuento, es lo que nos pasa a todos, y la partida de mi queridísimo amigo Joaquín Anes, un extremeño de Trujillo con apellido portugués, es un toque de atención sobre la vida y la muerte. Joaquín nunca perdió esa expresión de niño, y hoy lo llora su familia y sus amigos, entre los que me cuento, porque era una de esas personas que te enseña aún en silencio. Y como nota amable, tengo que decir que, cuando iba por la calle, las miradas no podían evitar írsele detrás. Pocos hombres tan guapos he visto en mi vida. Pues por dentro lo era más, lo que se dice un hombre cabal. Siempre en mi memoria, querido Joaquín Anes.

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Lengua, precisión y despiste

 

De toda la vida, hemos escuchado en Canarias que, cuando algo, especialmente un tejido, está despercudido (participio del verbo despercudir, usado también como adjetivo), es que lleva la ropa higiénica, pulcra e inmaculada. Este es territorio comanche, porque el verbo empercudir significa ensuciar, y en nuestra tierra solemos usar más la versión contraria, la de la limpieza, o sea, despercudir (cambio de prefijo), de manera que he podido ver algunas veces calificar como empercudido a alguien que va resplandeciente, porque tal vez quien escribe cree, por ignorancia o dejadez, que despercudir es la versión canaria de empercudir, y le parece que la primera es vulgar y la segunda es la académica. Pero no, es que una es ensuciar y la otra quitar la suciedad.

 

 

Esto nos lleva a advertir a quienes usan la lengua como instrumento de comunicación y expresión que a las palabras cogidas a voleo las carga el diablo. Nos pasa mucho con el desprecio a los canarismos, cuando en realidad, a menudo, suelen ser palabras del castellano de siglos pasados que ya no se usan en La Península y que perviven, como si, en este aspecto, Canarias fuese un espacio en el que siguen respirando términos que en otros lugares ya están en desuso o claramente descatalogados. Es lo que reconocemos como tesoro lexicográfico (mejor les derivo a las profesoras Corbella y Álvarez y al profesor Corrales). Como es obvio, cada vez se unifica más el lenguaje por la incidencia de los medios y las redes sociales, lo triste es que parece que se unifica por debajo. Pero ese es otro tema.

 

Otro asunto es la gramática, que está pensada precisamente para que los mensajes que expresa el emisor sean entendidos por el receptor con total exactitud. Es el propósito, pero no siempre es posible porque la lengua es muy flexible y tiene muchas variables dependiendo de diversos parámetros, sea el territorio general, el ámbito de los participantes o el léxico que emplean unos y otros. Si un canario dice cartucho, liña, traba o tina para los mismos objetos, un madrileño dirá bolsa, tendedero, pinza o bañera, aunque con la comunicación actual es posible que uno entienda al otro, pero puede ser que el otro no entienda al uno. Luego hay debates gramaticales que se instauraron para mejorar la comprensión. Eso sí, si lo que se pretende es convertirse en una estrella de las “nuevas tendencias” musicales, la gramática está contraindicada, porque una morfosintaxis y una ortología correctas incapacitan para el reguetón.

 

Dice la gramática que, cuando un complemento directo se refiere a personas debe llevar la preposición “a” (abrazó a Pedro), pero si no es así, no debe llevarla (abrazó un árbol). También entiende que, cuando se refiere a animales con nombre propio o una relación cercana, estos se personifican y hay que añadir la preposición (acarició a Pluto), que no es un perro indeterminado, que no lleva preposición (acarició un perro). Y ahí se arma la confusión, que lleva produciéndose desde siempre, porque ese animal sin nombre puede ser una metáfora de una persona o bien que así lo entiendan unos sí y otros no. Desde que tengo memoria, sucede con la traducción al español del título de la novela de Harper Lee Matar un ruiseñor; hay docenas de ediciones en nuestro idioma, y aparece indistintamente el título sin la preposición “a” o con ella, incluso las que llevan prólogos de reputados especialistas en incluso académicos. Da igual, unos entienden que se trata de un ruiseñor cualquiera y omiten la preposición; otros asimilan el ruiseñor al adolescente afroamericano de la novela, que es claramente un discapacitado intelectual, un inocente, al que se acusa falsamente de un asesinato y puede ser condenado a muerte, lo cual, en boca de Aticus, el abogado defensor (Gregory Peck en la versión cinematográfica), sería como matar a un inocente, un ruiseñor. ¿Lleva o no lleva la preposición? Depende de cómo se entienda.

 

Lo que ya no admite gateras por las que pasar es que alguien emita una noticia en la que dice algo muy diferente a lo que sucede. Hace unos días, se presentó en Las Palmas de Gran Canaria el libro Madres, publicado por Ediciones La Palma, una iniciativa que surgió del dolor de la poeta y editora Elsa López en el velatorio del llorado escritor Alexis Ravelo. Elsa tenía una estrecha relación con Alexis, y sintió un desgarro parecido al que produce la muerte de un hijo. Y se preguntó qué sentiría un varón en su relación con su madre, teniendo en cuenta que tal vez tuviera una perspectiva diferente que una mujer. Así que encargó al escritor Juan Carlos de Sancho que hiciera esa propuesta a doce escritores canarios, en cuyo listado figura mi nombre, de manera que los doce hicimos lo que pudimos sin saber qué harían los demás; ni siquiera sabíamos con quién compartíamos ese libro imaginado por Elsa. Madres salió por fin y, afortunadamente, está teniendo muy buena acogida.

 

El viernes pasado se dio la noticia en un informativo de televisión macaronésica. Aparece la presentadora y dice textualmente que el libro ha sido escrito por doce autoras que hablan de su relación con sus hijos. Luego, el clavo se remacha con unas breves declaraciones del coordinador del libro en las que cuenta exactamente lo contrario a lo que había dicho la presentadora. Es decir, al Betis gana por 1-0 al Celta y lo siguiente es poner imágenes del gol del Celta. Un disparate. Creo que un informativo tendría que ser un poco más riguroso, aunque se trate de una intranscendente noticia cultural (la cultura es una intranscendencia en Canarias). Me pregunto si el error surge en las prisas, en la redacción, en un telepronter juguetón o en un pinganillo dislocado. No creo que la locutora cometiera un error leyendo, porque lo que dijo tenía que estar escrito, si no, es imposible que dijera todo lo contrario a la realidad, con unas frases perfectamente construidas, salvo que tuviera la memoria que dicen que tenía John Kennedy. Tampoco creo en que haya sido adrede, pero no es bueno que no se preste atención, sobre todo porque se pone en riesgo la credibilidad.

 

Estas cosas no debieran ocurrir. Puedes tener los elementos técnicos más avanzados; si no se usan con rigor, salta el diablo. Tomado muy en serio, el lenguaje impreciso puede transmitir lo contrario de lo que se desea porque inciden muchos factores; si nos lo tomamos a la charamandusca, conducirá con seguridad a la ambigüedad, el desconcierto, la desconfianza y la desinformación.

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La solución Oppenheimer

 

Acabo de ver la exitosa y oscarizada película Oppenheimer, una especie de juicio audiovisual del que llaman “el hombre más importante de la historia” porque fue el que hizo posible que la Humanidad alcanzara la capacidad de destruir el planeta. A esta maravillosa criatura le pareció poco haber descubierto la esencia de los agujeros negros y consiguió llevar la destrucción al paroxismo, pues no solo creó la bomba atómica de uranio que arrasó Hiroshima y la de plutonio que borró a Nagasaki del mapa, sino que también formó parte de los muchos científicos que consiguieron armar la bomba termonuclear de hidrógeno, que probaron por primera vez en 1946 en el atolón de Bikini perteneciente a las Islas Marshall en el Pacífico. Fue tal la potencia de aquel primer intento (durarían las pruebas una docena de años más) que el atolón se partió en dos, y es por ello que el diseñador parisino Louis Réard llamó Bikini a su creación del traje de baño femenino de dos piezas, que presentó ese mismo año. Aprovechó la fama repentina del atolón partido en dos para bautizar la nueva pieza, no sé si en un rasgo de humor negro muy francés, o como crítica a lo que aquello significaba.

 

 

Oppenheimer viene a ser el negativo del dios creador en todas las religiones. Nunca hasta él ningún hombre había alcanzado la capacidad de destruir el planeta, y quien sabe si habría llegado a tener el “don” de destruir el universo, porque bien que le advirtió Einstein sobre los peligros de una reacción en cadena fuera de control. Como todo, a veces algunos se encuentran con algo que realmente proviene de otros, porque el equipo que realmente tenía todos los boletos para fabricar antes una bomba nuclear era el alemán Werner Karl Heisenberg, pero se dijo entonces que no se adelantaron a los norteamericanos porque habían hecho mal los cálculos (él, el origen de la mecánica cuántica), o que el gobierno nazi no invirtió lo suficiente como hizo Estados Unido con el proyecto Manhattan.

 

Heisenberg en persona se encargó de dejar claro que él no cometió ningún error, pues a las 24 horas de haber estallado la bomba de Hiroshima, con los datos que dedujo de las características de la explosión, dio una conferencia explicando los detalles de la bomba americana, con lo que quedó claro que no falló en los cálculos, sino que simplemente no los hizo, e incluso trató de crear una alianza de los científicos de ambos lados de la guerra para que no dieran a sus gobiernos esa capacidad destructiva que sí le dio Oppenheimer a los Estados Unidos. Es decir, Heisenberg no quiso ser “el hombre más importante de la historia”.

 

Esto nos muestra una vez más que la historia la escriben los vencedores, que ocultaron en una neblina informativa a Oppenheimer y trataron de justificar el genocidio de Hiroshima y Nagasaki propagando la idea de que Alemania habría lanzado bombas atómicas sobre París, Londres o Moscú, pero que no llegó a tiempo. Hitler posiblemente habría dado esas órdenes, pero la clave está en que no tenía ninguna bomba atómica que lanzar, sencillamente porque Heisenberg no se la proporcionó, porque tenía los cálculos, el equipo y sin duda el Reich habría hecho el esfuerzo económico, pero es obvio que el gran científico que enunció el Principio de Incertidumbre no quiso. Bueno es que se sepa y por eso lo pongo negro sobre blanco, porque hasta intentó detener aquella locura a través de Einstein, que entonces andaba por Princeton y que tenía contacto y posible autoridad moral sobre Oppenheimer; pero este no hizo caso, a pesar de que Einstein le advirtió detalladamente que lo que tenía entre manos era poco menos que abrir las puertas del infierno, y que podría destruir, si no el universo, sí el planeta. Pero ni eso lo detuvo.

 

Todavía no tengo claro si esta película, con su magnífico reparto y su colosal puesta en escena, trata de justificar a un hombre ambicioso o incluso está haciéndole el juego al Pentágono con los aires de guerra que empiezan a soplar desde los 32 puntos de la Rosa de los vientos. Me extraña que una producción de semejante envergadura haya sido financiada alegremente, con el riesgo económico que ello supone, o bien los halcones interesados la han apoyado. No lo sé, pero se parece muchos a aquellas películas que financiaba el gobierno federal en los años cuarenta, encaminadas a convencer al pueblo americano, entonces muy opuesto a la guerra, de que había que entrar en la II Guerra Mundial. Fruto de esta política nacieron muchas películas, malas, regulares y algunas extraordinarias, como Casablanca.

 

Otro de los elementos que abonan mis dudas es que resulta muy sospechoso que nunca haya sido muy mediática la figura de Oppenheimer, ni siquiera cuando se habla de los agujeros negros, que es su gran aportación positiva a la ciencia. Cualquier personaje de menos relevancia es objeto de libros, documentales, páginas en periódicos y revistas, y programas de radio y televisión. Nada o muy poco, hasta el punto de que hay muchas personas que están convencidas de que la bomba atómica fue obra de Werner von Braun (entonces en Alemania, bajo las órdenes de Hitler), confundiendo al genio de los cohetes con el de la reacción en cadena. Oppenheimer Falleció en 1967 casi en silencio mediático. Lo han tenido oculto, y nadie se ha atrevido hasta hace muy poco. Sale ahora, precisamente en medio de las coordenadas políticas actuales, y lo convierten en un personaje de ficción, y solo se habla de lo buena que es la película y de las magníficas interpretaciones de los actores y actrices que componen la historia.

 

Nada se habla del significado del legado de este hombre, al que tratan de salvar en una escena en la que el presidente Truman prácticamente lo echa del despacho oval, el científico pone cara de incomprendido y descarga sobre los hombros del político todo el peso del criminal bombardeo de dos ciudades japonesas. Truman tiene una gran responsabilidad, es cierto, pero si fabricas una pistola para dársela a alguien que sabes que va a dispararla, hay una responsabilidad ética en el origen. Pues toda esa manipulación está en la película, aunque posiblemente haya más cosas que se me habrán escapado. Es como si estuvieran diciéndonos que hay coyunturas internacionales en las que solo es posible “La solución Oppenheimer”. Y no, eso es falso; la guerra siempre es un paso atrás en la historia de la Humanidad. O bien, como decía Einstein, un regreso a las cavernas. ¿Queremos eso?