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Catón, el absurdo y Marruecos

 

Me temo que vivimos tiempos del absurdo. Entendemos como tal lo que no se corresponde con la lógica formal, y por lo tanto no podemos colegir entre causa y consecuencia. Vivimos en un mundo y una época en la que el absurdo nos rodea, porque, además, se mezcla con lo que llaman posverdad, que es una mentira, pero no una mentira cualquiera, porque se fabrica siempre con un componente emocional. Lo estamos viendo cada día, cuando las distintas facciones políticas se aferran a hechos que se mueven entre lo real y lo imaginado, a los que se añade una memoria pasional de fanatismo a favor o en contra; así tenemos esa mentira fácilmente desmontable con datos, pero que sigue ahí, enquistada, creída por millones de personas sin que haya forma de despegar esa creencia fanatizada, que ha funcionado de forma sistémica en todos los sistemas totalitarios, sean del signo que sean.

Dicen los manuales de Filosofía que el absurdo es el conflicto entre la búsqueda de un sentido intrínseco y objetivo a la vida humana y la inexistencia aparente de ese sentido. Esta definición académica puede evocar el enredo verbal de la adivinanza en la cual finalmente gritamos ¡la gallina! Por otra parte, parece que tiene poco que ver con la posverdad, pero sí que tienen relación; en su profundo desconocimiento de los insondable, el ser humano se agarra a ideas que le parecen certezas, aunque no lo sean, porque precisamente nos movemos en el filo de la navaja de lo real y lo imaginario, de lo concreto y lo intangible, de lo que puede verificarse y  lo indemostrable. Esa tierra de nadie en la que tendría que habitar la duda es el espacio que ocupa la certeza de la mentira emocional vestida con el traje de gala del absurdo.

Este asunto ha sido tratado tanto en la literatura como en la filosofía desde que estas existen, pero nunca tuvieron carta de naturaleza nominal hasta que Albert Camus la puso sobre la mesa en su libro El mito de Sísifo y la llevó a la práctica en su novela El Extranjero. Siguieron esa ruta autores de la talla de Samuel Beckett, Harold Pinter y el propio Camus; antes de que se le pusiera nombre, cultivaron el absurdo con otras nomenclaturas autores como Valle-Inclán, Lewis Carroll y sobre todos Franz Kafka. El absurdo se mueve entre el existencialismo y el nihilismo (aparentemente opuestos), porque ya se ha dicho que es tan dubitativo que paradójicamente desprecia la duda, que sería su territorio natural, y se balancea hacia un lado u otro con escasa posibilidad de que cambie el sentido del balanceo porque está construido con los mismos materiales que el fanatismo sin que lo parezca a primera vista.

Ese absurdo del que hablamos es el pilar en el que se sostiene gran parte de nuestro día a día. Marruecos lanza un órdago para conseguir más prebendas de la UE y de España; suenan las sirenas, y se silencian porque la ministra de Asuntos Exteriores fue a Rabat a hablarlo con el Gobierno marroquí y este le aseguró que no tomará ninguna medida unilateral, que es precisamente lo que tiene en proceso, mientras nosotros preparamos tranquilamente los carnavales. No se entiende que el Gobierno de España no reaccione y se plante para provocar un trazado de la mediana basado en las leyes marítimas e internacionales en vigor. Siempre es lo mismo, da igual el color del gobierno de Madrid. Ah, claro, parece el juego de siempre, pero es a la vez una manera de probar hasta dónde llega la fuerza del otro.

Vendría bien recordar al cónsul romano Catón El Viejo y sus advertencias sobre los cartagineses. Después de dos guerras, estos fueron derrotados por Roma, pero dejaron que la ciudad de Cartago siguiera en pie. Catón insistía en que había que destruirla porque si no renacería y sería un peligro. No le hicieron caso, y Cartago quiso vengarse de su anterior derrota, lo que ocasionó una nueva guerra. Volvieron a vencer los romanos, pero esta vez destruyeron por completo la ciudad y el paso de Cartago por la historia. La alusión a la guerra púnica predicada por Catón es, por supuesto, metafórica; lo que digo es que la diplomacia española flaquea cuando se trata de Marruecos; si no tenemos más datos podríamos pensar en presiones muy alambicadas e intolerables, o que hay gente que se pone muy nerviosa porque teme que se tire de la manta y quede al descubierto qué fue lo que realmente sucedió entre bambalinas en 1975, cuando, con la coartada del nebuloso Acuerdo Tripartito de Madrid, se entregó a Marruecos la antigua provincia del Sahara.

Estoy convencido de que, si estas apetencias de expansión del dominio del océano se produjeran en las costas cercanas a La Península Ibérica, la reacción de Madrid sería otra, y es ya un status quo sellado hace mucho tiempo la línea divisoria entre ambos países en aguas limítrofes a Este y Oeste del estrecho de Gibraltar. ¿Por qué no se ha hecho lo mismo con las aguas canarias, como ha hecho Portugal con Madeira? Y se reduce al absurdo un problema que está ahí desde hace mucho tiempo y tiene visos de que será recurrente en el futuro, porque los fondos marítimos ahora son más apetecibles por las noticias de que en ellos hay minerales valiosos, además del petróleo y el gas que pudieran explotar si se adueñan del control de las aguas. Puede que llegue el día en que la piedra de Sísifo, que hay que empujar una y otra vez por la ladera, sea tan pesada que no haya fuerza suficiente para subirla otra vez. Y contra esa ya conocida política de hechos consumados, ya sabemos que se acudirá a la ONU, que resolverá el problema con la misma rapidez y diligencia que ha resuelto el conflicto del Sahara Occidental. Es decir, lo que nos cuentan sobre las aguas canarias empieza a pertenecer al absurdo, porque es una sinrazón que no concuerda con la lógica más elemental. Pudiera ser que, en el futuro, la piedra de Sísifo gane mucho peso por intereses de países terceros; entonces no habrá forma de moverla. Ahora es el momento. Como Catón, me limito a advertirlo.

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El Siglo Internacional del Idiota

 

Ya es costumbre que, cada tercer lunes de enero, los medios insistan en que se trata del día más triste del año. Esta deducción procede de un psicólogo británico; imagino que si fuese esloveno o paraguayo no habría Blue Monday planetario, porque lo que marca el paso es lo que tiene procedencia anglosajona. Este señor llegó a tal conclusión por diversos motivos muy obvios, como que a mediados de enero se desinflan los propósitos de Año Nuevo, se han acabado las fiestas (debe desconocer que aquí ya está la gente cosiendo sus disfraces para carnavales) y otros elementos depresivos. La verdad es que para llegar a semejantes conclusiones no hace falta ser un eminente doctor universitario, se lo podría decir una pastelera de Lisboa o un albañil de Birmania. Lo que da más risa es que incluso aporta una sofisticada fórmula matemática, basada en gran parte en razones que no son universalmente válidas, porque una es que el tiempo es gris, lluvioso y frío (en Gran Bretaña, claro), y desestima a todo el Hemisferio Sur, donde ahora es pleno y luminoso verano; la otra es que lo coloca en lunes porque es el primer día laboral de la semana, después del festivo domingo, y desprecia costumbres de otras culturas en las que los sagrados días de descanso son el viernes o el sábado. Es decir, proclamar que el tercer lunes de enero es el día más triste del año en el planeta Tierra es una majadería cósmica y cómica.

Desde hace medio siglo o más, organismos internacionales o estatales han ido señalando fechas para recordar asuntos importantes para la convivencia, la salud, la cultura o cualquier otro aspecto importante de nuestra vida en común. Y se hace porque es necesario recordar la lucha contra la violencia machista, velar por los derechos del niño y por la igualdad de todos los seres humanos, visibilizar determinadas enfermedades, apoyar la cultura en distintas vertientes o estimular la búsqueda de la paz. Hay fechas que todos tenemos presente, e incluso se declaran años dedicados a asuntos fundamentales. Así, tenemos muy claro que hay jornadas importantes, y solo pongo tres ejemplos, aunque hay otras con parecida relevancia: el 8 de Marzo, el 30 de enero o el 23 de abril, porque son recordatorios para la igualdad de géneros, la paz o el libro como transmisor de cultura. De este modo, hay bastantes días en los que tratamos de renovar nuestro compromiso humano con distintos asuntos cruciales para el avance y el beneficio de la Humanidad en su conjunto.

Y en el mismo listado, resulta vergonzante que aparezcan días, incluso internacionales, dedicados al tequila, al chiste, a la tapa o la cerveza, que se igualan en el ránking con aquellos que llaman nuestra atención sobre asuntos tan graves como la trata de seres humanos, el Alzheimer o el ictus. Bien está que se reivindique que se pueda llevar el perro al trabajo, o que haya gente que encuentre importante promover la broma, pero eso no debería estar mezclado con asuntos como el cáncer, el comercio de armas o el agua potable como elemento vital. El caso es que son tantos los días de esto o de lo otro, que el año no puede contenerlos a todos, y por ello es frecuente que en cada fecha del calendario coincidan varios. Lo que se consigue con esto es que las cosas verdaderamente importantes queden diluidas en un cajón de sastre en el que tienen el mismo rango los días dedicados a la croqueta y el que nos recuerda que la voz es un instrumento fundamental para la comunicación y que es, además, una herramienta de trabajo en muchas profesiones importantísimas.

Y ahora también aparecen apéndices no oficiales pero sí muy mediáticos como el mencionado Blue Monday, una estupidez que no resiste el menor análisis, por muchas fórmulas matemáticas que aporte el iluminado psicólogo inglés al que se le ocurrió semejante chorrada. Me temo que muchas de estas iniciativas no surgen por generación espontánea, sino que se fabrican por encargo, y por ello necesitan una autoridad científica que las respalde para que tengan cierta credibilidad. Y como ya todo se compra y se vende, con tanta memez institucionalizada lo que se pretende es que apartemos la mirada de lo importante y nos entretengamos en mamarrachadas. Como ahora la incidencia de los medios se multiplica a través de las redes sociales, nos pasamos el día con sandeces inútiles. ¿Creen que es necesario decretar el Día Internacional del Retrete o del Gin & Tonic? Pues existen, y ya se encargarán los noticiarios de recordárnoslos. No sé si por culpa de otros o por nuestra propia inercia para seguir la corriente, pero está claro que hoy estamos más idiotizados que ayer pero menos que mañana. Si no ocurre un milagro que nos despierte de esta hipnosis colectiva, habría que proclamar no el día, la semana ni el año, sino el Siglo Internacional del Idiota.

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…O ya no pasa lo que estaba entendiendo

 

La sabiduría popular repite que nadie da duros a cuatro pesetas. Ahora hablamos de euros, dólares o incluso criptomonedas como el bitcoin, y para las nuevas generaciones hay que decir que llamaban duro a una moneda de cinco pesetas. Esta es la manera de decir que esas soluciones simplistas que se nos ofrecen desde distintos púlpitos políticos no suelen corresponderse con la complejidad de los problemas que dicen querer solucionar. La mayor parte de las veces no se detalla cómo se va a salir del laberinto en cuestión, simplemente se pregona que nos van a sacar de ahí. Me temo que esa falta de explicaciones, aunque a menudo se ocultan porque se ven imposibles, obedece también a que quienes aseguran poseer la varita mágica que convierte el agua en vino no han entendido realmente cuáles son los distintos aspectos que inciden en un asunto.

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Y de lo popular saltemos a don José Ortega y Gasset; al tratar sobre la simplificación casi mágica de las soluciones, decía que son los intereses los llevan a una visión restrictiva y reduccionista de los problemas y a que las soluciones sean cada vez más exóticas; luego recomendaba que, lo menos que podemos hacer en servicio de algo, es comprenderlo. Creo que, como dijo don José, quienes venden soluciones no comprenden los entramados sociales, y es posible que crean que, porque ocupan un cargo, al que incluso pueden haber accedido con el apoyo de unos votos democráticos, poseen una especie de ciencia infusa que les hace saber más que el común. Esa soberbia intelectual, que suele ir aparejada al ejercicio del poder, es la que hace que, con frecuencia, se desestimen advertencias bien fundamentadas. Lo terrible es que sucede continuamente, ha pasado mil veces en la historia del mundo, y siempre hay un grupo (a veces multitudinario) dispuesto a creer lo que dice alguien, que es posible que actúe de buena fe, pero que ni conoce ni comprende en toda su dimensión los elementos que conforman algo que afecta al conjunto de la ciudadanía.

Otras veces la buena fe no existe, y lo que nos cuentan es el disfraz de otros intereses que nunca confesarán. Por ejemplo, ahora mismo una de cada cinco personas que tratan de trabajar en Canarias se encuentra en paro, aparte de que quienes trabajan lo hacen en un alto porcentaje a cambio de los salarios que están entre los más bajos de la UE, y eso que no figuran los que no están apuntados, por aburrimiento, porque son autónomos en la ruina (emprendedores se dice ahora), o emigrados forzosos en muchos de los cuales nos hemos gastado una fortuna para formarlos y que ahora aportan en otros lugares sin repercusión en nuestra economía. Se celebran magníficos eventos y se acude a grandiosas ferias de turismo que pagamos todos porque dicen que hay que hacer publicidad de Canarias; luego facturarán los de siempre. Así viene sucediendo en las últimas décadas, pero el paisaje social no varía, salvo en el volumen de algunas cuentas corrientes.

Hace ya varios años, un periodista radiofónico le preguntó a un alto cargo autonómico por qué en un año con récord de visitantes y aumento, además, del gasto por turista, no se reflejaba esta gran noticia económica en la rebaja del desempleo y la subida de los salarios, al menos en el sector. Daba vergüenza ajena escuchar las palabras del político, que no eran una respuesta, sino una laberinto vocal ininteligible que Groucho Marx y Cantinflas confabulados no habrían superado, aunque sí era muy evidente el cuidado que ponía para no decir algo que pudiera incomodar no sé a quienes aunque lo supongo. O no comprendía el problema, con lo cual es un inepto, o sí lo entendía y por lo tanto están claros juicio y sentencia.

En otro aspecto (que al final es el mismo) sigue, ahora recrudecido, el conflicto sobre Cataluña, que no es catalán porque son muchos los que han metido la pata para que se llegue a la delirante situación actual.  Hay teóricos para todos los gustos, que si estado federal, que si aquí no se mueve nada, que si eso una tarde de estas hago lo que se me pone en las gónadas. Y entre tanto ruido plebiscitario de conveniencia y tanta algarabía escandalizada de salón, alguien debe estar beneficiándose, pero nadie se pregunta qué van a comer, cómo se van a calentar en invierno o dónde van a dormir las personas a las que hace ya mucho tiempo les han hecho cruzar a patadas el umbral de la pobreza más dickensiana. Ahora hay nuevo gobierno, que en teoría es amplio para poder ocuparse de todos esos asuntos. Deseo por el bien colectivo que se esté actuando de buena fe y, lo más importante, que se haya comprendido cada uno de los desafíos a los que se enfrenta. Y vuelvo a Ortega porque comprenderlo es el principio de la solución de cualquier problema.

Por lo demás, me encuentro tan desarmado como decía estarlo el gran escritor mexicano Carlos Monsiváis, autor de una frase que él aplicaba a México, pero que ahora cuadra perfectamente con lo que está ocurriendo en el patio de nuestra casa; dijo Monsiváis: “o ya no entiendo lo que está pasando, o ya no pasa lo que estaba entendiendo”.