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El esfuerzo por la cultura

 

Aunque la pandemia lo está cambiando todo, hay que destacar el esfuerzo y la inventiva que hace que puedan seguir adelante actividades que, aunque a muchos les puedan resultar inútiles, son importantes. Me refiero a eso tan escurridizo que llamamos cultura, que a menudo es ninguneada como cosa menor, pero es el factor que distingue a los seres humanos sobre el resto de los habitantes de este planeta. Ha habido presentaciones de artes plásticas, de libros y hasta algo que han llamado Feria del Libro en el Parque de Santa Catalina y el Museo Elder. Después de muchos avatares se ha podido hacer realidad, aunque hay que reconocer que lo más destacable ha sido la seguridad.

 

En las circunstancias actuales, la mera celebración sería un éxito, pero también hay que pensar que el entusiasmo o al menos la presencia de los visitantes hace que todo mejore mucho. No todo puede ponerlo la organización. Sé que hay una corriente que considera que la cultura es una pérdida de tiempo y quienes la mueven unos seres que a veces generan tal aversión que se dirían delincuentes. No gusta que haya gente que quiera pensar, que tenga otras maneras de mirar el mundo, pero precisamente por eso es muy importante que la cultura no pare.

 

Por fortuna, no solo el mundo del libro está tirando para seguir adelante. Otras áreas culturales se esfuerzan en seguir poniendo de pie obras de teatro, haciendo exposiciones de artes plásticas, creando funciones de danza. Ese es mucho mérito en los tiempos que corren. Sé que hay actividades vitales (no solo las sanitarias, que también y en lugar destacado) sin las que la sociedad se paralizaría. Es cierto, y también hay ahí mucho trabajo, pero también tenemos que entender que la cultura forma parte de lo humano, aunque haya por ahí quienes solo parecen esperar que se mueva una hoja para echarse encima. No sé a qué tipo de instinto destructivo pertenece esa actitud.

 

Por eso valoro los esfuerzos que se hacen para mantener viva la actividad cultural. Aplaudir a quienes siguen llenando paredes de exposiciones, escenarios, artesanía, salas donde la literatura preside la velada, música que llena nuestras horas y nos ayuda a vivir. Todo eso es cultura, como otras muchas cosas, y romper una lanza por ella en tiempos difíciles es fundamental, porque, no se olvide, también es economía y puestos de trabajo. Pero hasta eso a menudo se olvida. Por eso hay que seguir adelante.

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Los fundamentalismos silenciosos

Aparte de la Covid-19 y la economía, hay otras muchas cosas que preocupan. Lo que está sucediendo en este país es alarmante. La única diferencia con la ola de fundamentalismo que arrasa otras zonas del planeta es que aquí no parece que exista. Pero está. De repente, las fuerzas conservadoras (es una tibieza llamarlas así) se han echado la camisa por fuera y atacan en tromba, como los equipos de fútbol que intentan impedir que el otro arme juego, y lo hacen de forma marrullera, dando leña, tirando en fuera de juego y con el árbitro a favor.

Lo que quieren es que nos bajemos los pantalones. Todos los avances que habíamos ido arañando en décadas muy duras pero muy esperanzadoras se están yendo al traste. Solo falta que, por decreto, se vuelva a instaurar el Santo Oficio, si es que de alguna forma no existe ya. La España federal que sería lo natural por el recorrido histórico de este país, está cada día más lejos, y con ello se radicalizan las posturas periféricas, lo que en lugar de desembocar en un Estado plural pero unitario puede acabar como el rosario de la aurora. Y lo del Poder Judicial es inexplicable en una democracia que tiene sus reglas bien claras en ese aspecto.

La Iglesia vuelve a Trento. Mete las narices en los avances científicos igual que entonces, porque hoy ir contra la biogenética equivale a ir contra el movimiento de La Tierra en tiempos de Galileo. Y se mueve, vaya que si se mueve. Los defensores de la jerarquía eclesiástica (los católicos son otra cosa y merecen todo respeto) argumentan que los no practicantes no debieran escandalizarse porque la Iglesia se pronuncie. Y eso sería correcto en un Estado laico de verdad.

Pero es que la Iglesia está muy metida en el Estado, y si no no se entiende por qué las tropas de un país laico y democrático rinden armas al Santísimo, por qué el Jefe de un estado laico se arrodilla ante el Papa (si es creyente que lo haga en privado, como persona, pero no como Jefe de Estado), y algunos presidentes del Gobierno igual.  La iglesia, fortalecida en imagen con estos gestos y unas subvenciones cuantiosas del Estado, pontifica sobre la vida privada de las personas, y eso tiene efectos generales, porque el Estado se lo permite, y es por eso por lo que también los no católicos se alarman cuando la Conferencia Episcopal saca su manual de Fray Juan de Torquemada. Ah ya, es que España no es laica, es aconfesional.

No estoy preocupado, estoy alarmado, aterrado, como si hubiera entrado en el túnel del tiempo y desembocara en el siglo XV, o peor aún, en el franquismo. Y luego hablan del peligro de los fundamentalismos, a los temo sean del signo que sean. Por la democracia, por la libertad individual y por un futuro cuando menos razonable (no irracional), urge que los partidos políticos y sus dirigentes miren el calendario y vean en qué siglo vivimos. Pues sí, aparte de la pandemia y la economía hay bastantes sosas que no van como debieran. Demasiadas.

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El miedo y las tentaciones

 

Sabemos que la pandemia es una situación muy difícil de controlar, pero se han ido sabiendo cosas en estos meses. Como ya he dicho, soy enemigo frontal del bombardeo permanente, tertulias, opiniones de este o aquella, confusión en lo que es ciencia y lo que es política. Veo un noticiario al día para estar al corriente, pero esa permanente cantinela se me hace insoportable; tengo la sensación (a veces es más que una sensación) de que se está creando miedo continuamente. El virus es peligroso y a veces mortal, eso lo sabemos, pero es que cada día aparece una novedad terrorífica que mañana es desmentida o sustituida por otra.

No consigo comprender por qué hay un gran sector de la población que parece no enterarse de lo básico. No es tan difícil entender el mecanismo de las mascarillas, y que si dejas fuera la nariz es como si no llevases ninguna; tampoco es tan complicado asumir que hay que mantener las distancias, buscar lugares aireados para comer o tomar café, lavarse las manos porque con ellas nos llevamos a la cara el posible virus que podamos tocar. Aun así, puede haber contagios, pero veo que alrededor de una mesa hay media docena (hasta 10) personas y a los cinco minutos de cháchara relajan las distancias, gritan y se olvidan de que para tomar la cerveza antes han tenido que quitarse la mascarilla. Esa indisciplina puede ser propia del carácter de la gente, no de toda, y puede que funcione de manera inconsciente, pero aun así observo que la mayor parte de las personas cumplen con lo establecido. Pero, claro, basta con que una sola persona portadora se olvide de las normas para que se líe.

 

Lo que ya me parece rayano en el delito son esas fiestas organizadas, no solamente por gente muy joven (lo cual tampoco sería una disculpa), esos tumultos sin protección con una alegría como si estuvieran en La Rama. Gran parte de los contagios provienen de esa irracionalidad, porque, aunque se esté en la adolescencia ya se conoce el valor de la vida y de la muerte, la solidaridad con los demás, el respeto a la propia salud. Colegios mayores, llenos de universitarios que se supone tienen información suficiente para valorar el peligro que es un botellón sin freno. Y esa obsesión por la fiesta, el hedonismo sin control. Decía una chica en la radio que si cerraban los bares y locales tendría que buscarse la vida. Pues probablemente no sea la vida lo que se busque en un botellón playero y clandestino.

 

Y luego están los propios medios, con los recordatorios de la fiesta que se suspende y que por lo visto está anclada en el ADN de la gente que no se entera que este o aquel evento ha sido suspendido. Hubo Sanfermines clandestinos en julio y en cada fiesta de pueblo que se suspendía siempre aparecía un grupo que montaba su propio dislate. Es como si no pudieran vivir sin la fiesta, no se piensa en la salud, en la economía, en la vida; hay que pasar un tiempo con restricciones para poder volver a lo de antes, pero así no. Ya empiezan a sonar lo ruidos de Halloween, ya se habla del puente de principio de diciembre, y hay debates sobre las cenas y almuerzos navideños, sean familiares, de empresas o de amigos. Me temo que en alguna parte alguien improvisará una cabalgata de Reyes, y ya no sé cómo imaginar las doce uvas del 31 de diciembre.

 

Y esto me lleva a una gran decepción sobre el género humano. Ya hay comentarios sobre cómo se van a resolver esas comidas multitudinarias de Navidad. Nada hay que resolver, hay una razón de mucho peso que invita a que se suspendan, y ya vendrán comilonas y parrandas más adelante, pero es que, insisto, los medios no ayudan, sino todo lo contrario. Por un lado, cada noticiario, tertulia o reportaje de un periódico parece una película de terror. Pero el rebote de ese miedo no es el cuidado y la reserva, sino ese run-rún sobre Halloween, la Navidad, la Nochevieja y la cabalgata de Reyes como tentadoras manzanas del Paraíso. No sé, miro a mi alrededor y empiezo a pensar que la Humanidad se ha vuelto loca.