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Carta a Pinito

 

Señora María del Pino de Teror:

En estos días de septiembre, la isla de Gran Canaria (y otras islas aledañas) tienen por costumbre caminar hacia la Villa de Teror; ese camino, real o metafórico, se materializa en distintos actos y en diversas formas de mirar. Porque no todo el mundo ve, siente y piensa lo mismo, pero Teror está ahí. Para muchos, es usted la madre de un Dios omnipotente que escucha las peticiones que le traslada de sus peregrinos; para otros es una talla de madera que representa a una mujer que se apareció a los aborígenes entre las ramas de un pino. Para los descreídos es una tradición que forma parte de la cultura secular de una isla. Para mí es usted Pinito, como la llamaban las mujeres de mi ascendencia, una referencia de más de medio milenio de historia colectiva, y que ha estado presente en la memoria de los grancanarios, que repiten su imagen en Venezuela, en Cuba o cualquier parte del mundo cada 8 de septiembre.

Y le escribo hoy porque hay miles de personas que este año sienten la propia ausencia frente a usted, aunque solo sea a través de la pantalla de un televisor que emite su romería. Es algo que va más allá de las creencias, porque su imagen, hoy siempre cubierta por mantos bordados para cada ocasión, no es la primera que vieron en el pino, pues aquella desapareció (dicen que alguien la robó) y fue sustituida por una talla de la escuela sevillana, tan de moda en el siglo XVI. Esa talla lleva ahí 500 años, varias docenas de generaciones de canarios y canarias que han creído que es la madre de su dios, o que piensan en abstracto que es la representación de algo más poderoso que nosotros, o que simplemente es el vértice en el que confluyen tiempo y espacio de millones de canarios durante siglos. Solamente por eso, conociendo la energía de todos esos pensamientos concentrados en esa talla sevillana de Teror, no puedo considerar que sea un simple trozo de madera.

Esa madera fue tallada por fuera por unos escultores hispalenses, pero en los nudos de esa madera están impregnados miles de pensamientos, sentimientos, costumbres, alegrías y también decepciones de mucha gente. Pinito ha sido testigo de otras epidemias, de guerras, de sequías terribles, de la emigración dolorosa de miles de canarios, y también de asuntos aparentemente tan banales como un ascenso de la UD Las Palmas y de la alegría que cada día 7 de septiembre reúne a los romeros en la hermosa plaza de Teror.

Por ello, hoy me he acordado de usted, que me trae la memoria de mi madre, caminando descalza para cumplir una promesa por un favor que se cumplió. Aquellas madrugadas en las que los caminos reales eran un desfile de hachones, linternas y luces de carburo, que se apagaban con el amanecer justo a la entrada de Teror. Todas esas ilusiones, esa fe de unos y la esperanza de otros por si acaso florecen cada 8 de septiembre. Sé de gente que no es creyente y que sin embargo se presenta en Teror a saludarla cuando tiene un hijo, cuando ese hijo le da una alegría o simplemente cuando cambia de coche, cuyo primer viaje es siempre a Teror. Eso no es religión, es tradición, pero ambas se mezclan cuando se la nombra a usted.

Y no le ocupo más tiempo. Soy de los de la esperanza por si acaso, porque hay mucha energía en esa talla sevillana que siempre nos mira desde Teror. Es parte de nuestra memoria colectiva, pero más de la memoria de los sentimientos. Supongo que, a estas alturas, ya habrá deducido que, como miles de habitantes de esta isla, le pido que ejerza esas energías para que nos ayude a salir del lío en el que estamos. Es lo que le pedirían hoy mis bisabuelas, mis abuelas y mi madre, pero como ellas no están le traslado su petición, porque ellas, como usted, querían el bien de los suyos.

Así que, Pinito, ya pasaré a saludarla en cuanto sea posible hacerlo sin aglomeraciones. Feliz Día del Pino.

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Este es un objetivo como sociedad

 

Parecía que en Canarias vivíamos una situación de privilegio y ahora los titulares nos recuerdan que el índice de contagios en Las Palmas de Gran Canaria supera a los del centro de Madrid. Estábamos en guardia contra un peligro que casi no se veía, porque nadie que conociéramos había contraído la enfermedad. Pero las estadísticas son inflexibles, y al final, cuando hay tantos contagios al final sabes de personas contagiadas que has conocido, y que incluso son cercanas en los afectos, aunque pasen meses en los que solo has hablado con ellas por teléfono o WhatsApp, y esa hipótesis de que la gente se contagia se vuelve real, porque tiene nombres y apellidos.

El miedo es probablemente el arma más poderosa que existe. No tengo la preparación ni la información para pontificar sobre las decisiones que se están tomando, pero sí que me llama la atención la facilidad con la que el miedo nos desarma. Un amigo dice que hasta el miedo hay que administrarlo, tener miedo hasta donde marca la prudencia, porque centrarlo todo en el miedo es vivir en el pánico. Y eso no es vivir. Luego está el debate de si son adecuadas las medidas, si se quedan cortas o si se han pasado. Ponen los ejemplos de países asiáticos fuera de China, como Corea del Sur, Japón o Singapur, que están remontando esta crisis sin parar la economía, pero sí con un control absoluto y digitalizado de los contagios. En ese sentido, está claro que estos países van por delante. Por lo tanto, al miedo añadimos la confusión, y la luz que vemos es la insistencia de los responsables en decir que esto pasará. Es un mantra que nos repetimos para conjurar el miedo.

Lo que más pesa y más miedo da es que, aunque en porcentajes muy pequeños de infectados, está muriendo gente, y pretenden que sea una especie de mensaje tranquilizador cuando dicen que la mayoría de los fallecimientos corresponden a personas de edad avanzada o con patologías previas. Posiblemente sirva de respiro a la mayoría, pero me parece de una crueldad tremenda. Y lo que muchos ignoran es que portan una patología que tal vez desconocen. Es una obviedad que las personas mayores son más frágiles porque tienen un organismo cansado, así como aquellas más jóvenes que tienen algún padecimiento grave o crónico. Por lo tanto, son más sensibles a cualquier situación que entrañe riesgo, aunque solo sea ponerse en corriente entre ventanas. Ya se sabe, no hace falta repetirlo una y otra vez.

Y es muy triste. Molesta esa repetición constante en los medios que parecen disculpar las muertes en esta pandemia porque en un alto porcentaje son de personas mayores de 70 años. La vida es un ciclo, y es lógico que, en cualquier circunstancia, las personas de más edad mueran en mayor número que las más jóvenes. Esta crisis no iba a ser una excepción, pero si ya la naturaleza hace su trabajo, nadie tiene el poder de decidir sobre quién debe vivir o morir. Y precisamente hablamos de hornadas de mujeres y hombres que han construido con su esfuerzo ese mundo en el que tan cómodos nos sentíamos. Esta sociedad no se levantó sola, lo hicieron estas generaciones, y en condiciones a menudo muy complicadas. Las personas mayores se han ganado el respeto y el cuidado, porque nadie puede saber cuánto tiempo de vida le queda a una persona; también por una cuestión ética: cada cual tiene derecho a vivir el tiempo que le ha marcado la biología. Y ese es un derecho inalienable.

Ahora que hemos visto que gente que significa algo en nuestra vida cotidiana también se contagia, tenemos que tomar conciencia de que es necesario poner de nuestra parte para que esto pare. Las normas son claras y sencillas, que es verdad que hace que todo funcione más despacio y que no hay que bajar la guardia. Pero es que nos jugamos la salud, la nuestra y la de los demás. Y eso es importante, porque de esto tenemos que salir como personas, pero sobre todo como sociedad.

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¿Qué pasará con los afectos?

 

Viendo cómo van las cosas, miramos al futuro y resulta agobiante pensar en el recorrido que nos espera. Si para realizar cualquier gestión hay que hacer cola, cuando no usar cita previa, me imagino cómo será la etapa en la que, por fin, llegue la vacuna y haya que administrarla a millones de personas. En el mejor de los casos, quedan meses en los que la sociedad será puesta a prueba, y espero que ya se acaben las vacaciones del gobierno central y se ponga un poco de orden en el liderazgo de este momento de la historia. Todo el mundo tiene que hacer su parte, pero debe haber un orden y que la gente lo note para adquirir confianza. Pero justamente eso nos está faltando.

 

Con la llegada del curso escolar sale a colación un hecho obvio: el ser humano es eminentemente social, y las clases presenciales son necesarias porque los más pequeños y quienes van entrando en la adolescencia tienen en la socialización un factor determinante de aprendizaje. Y esto ocurre en todos los niveles de relación, sean amicales, familiares e incluso profesionales. Te encuentras a una persona con la que sueles tener una relación fluida, y el saludo es con los ojos, detrás de las mascarillas, unas palabras rápidas, casi siempre para interesarnos por la salud de las familias, y a otra cosa. Ya casi no hay lugar para conversaciones, a menudo insustanciales, pero que son las que cimentan los afectos.

 

Luego está el teléfono y la videollamada, el Skype, etc… Pero no es lo mismo. Es una nueva situación que los adultos asumimos y entendemos, aunque no sé cómo vamos a salir afectivamente de este período, porque ahora nos damos cuenta la importancia que tenían esos cafés, esas palabras directas, ese contacto con otras personas. La Humanidad ha pasado por momentos muy duros que han durado años, y siempre nos dicen que los superamos como especie, pero nunca se sale de la misma manera que se entra. Pero sé que en su momento volveremos a relacionarnos, a normalizar los afectos y a adquirir otros nuevos.

 

Lo que de verdad me preocupa es la más tierna infancia. Hay una niña, hija de una sobrina, que apenas rebasa el año de vida. Se llama Valentina y es una preciosidad, además de inteligente e intuitiva. Antes de la pandemia, cuando la niña tenía meses, la veía con frecuencia, y los bebés establecen vínculos curiosos. Eso me ocurrió con ella, pero llegó el Estado de Alarma y las normas de prevención, y solo hemos visto a la niña por videollamada. Bueno, quiero decir que nos ha visto, porque de ella nos han llegado innumerables vídeos y fotos que nos envía su madre. Hace unos días nos citamos en el Parque Doramas, con nuestras mascarillas y marcando las distancias. Valentina estaba en brazos de su madre, y al verme extendió los suyos para que la cogiera. Imposible cumplir sus deseos, no somos convivientes y hay que evitar riesgos innecesarios. Como suele decirse, se me cayó el alma a los pies, la razón me impedía tomarla en brazos como unos meses atrás, para que se pusiera a tocarme la cara y a jugar con mis gafas.

 

Lo razono y lo asumo, pero me pregunto qué pasó por su cabecita, si se sintió rechazada, si no hacer lo que sin duda recordaba que era habitual en mi comportamiento le dejó alguna mella negativa. Porque esto que le ha pasado conmigo también le pasará con otras personas, y ya sabemos que en estas primeras edades los niños van moldeando su manera de relacionarse con el mundo. Por eso tengo todos los días los dedos cruzados para que en el menor tiempo posible los afectos puedan ser expresados con normalidad. Como no soy un profesional de la psicología, no estoy en condiciones de evaluar científicamente estos factores, pero sí puedo decir que el mundo de los afectos tal vez cambie con todo eso. Y a saber si van a gustarnos los cambios.