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Demasiado debate estéril

 

El debate sobre la prohibición de las manifestaciones feministas por el delegado del Gobierno en Madrid es muy delicado, porque si bien es cierto que el derecho a manifestarse es básico (lo consagra La Constitución), también lo es el peligro que entraña hacerlo en una ciudad como Madrid, porque es la más grande de España y porque precisamente allí se están dando las peores cifras del covid.

Esa idea de hacer varias concentraciones pequeñas en distintos puntos de la ciudad es teóricamente buena, pero, si se decide que han de ser 500 asistentes, se plantea el problema de a quién parar cuando ya hayan contado 499. Si vemos que en otros lugares han autorizado las manifestaciones, parece un agravio comparativo, pero en cualquier caso no se trata de un teatro en el que hay butacas que se pueden marcar, porque a ver quién controla el movimiento y las distancias en una vía pública o una plaza. Controlar el aforo es muy complicado en la calle, por no decir imposible.

 

Luego están las utilizaciones políticas de estas decisiones. Por supuesto, si hablamos de la presidenta de la Comunidad de Madrid o del alcalde de la ciudad, enseguida vemos cómo se aprestan a victimizarse ante el Gobierno Central y pasan por encima de otros razonamientos de tipo técnico y sanitario. Y es que ser la víctima debe tener muchos beneficios políticos, porque en cualquier circunstancia se apresuran a hacerse los dañados. Resulta pintoresco que se lleve hablando de las manifestaciones del 8 de Marzo días y semanas antes de la fecha, mientras siguen las protestas en Cataluña (que son más que manifestaciones) y el día 6 se apelotonaron los fieles para visitar al Cristo de Medinaceli en Madrid (ignoro si se suprimió el contacto físico con la imagen).

 

La propia Irene Montero, ministra del asunto en el Gobierno de Sánchez, ha dado una de cal y otra de arena, porque si bien asumía la no asistencia a las manifestaciones como medida sanitaria, también dejaba caer que se trata de un ataque a las mujeres, porque no ocurren estos debates cuando los motivos para manifestarse son otros.  Y así, puede que todos tengan su parte de razón, pero lo que es incuestionable es que, en plena pandemia, cualquier medida que impida la expansión del virus es recomendable.

 

La derecha vuelve a sacar a pasear la manifestación del 8 de marzo de 2020, tildándola una y otra vez de causa para la primera ola del virus. Solo la manifestación feminista fue la peligrosa, porque no se habla de los militantes de VOX reunidos en Vistalegre esos mismos días, con besos, abrazos y sin hacer caso al virus, como tampoco se lo hicieron a las mareas de aficionados al fútbol, fuera en Madrid, Italia, Valencia o Inglaterra con equipos y aficionados españoles. Para ellos solo fue contagiosa la manifestación feminista, que lo fue, ni más ni menos que los otros eventos. Pero repiten la misma cantinela intentando que se convierta en verdad, siguiendo uno de los principios de Goebbels.

 

Así que, una vez más, los políticos han dado una lección de irresponsabilidad, y la mentira ha salido a pasear. Veremos en qué termina y qué consecuencias trae esta Semana Santa que se empeñan algunos en salvar. Hasta que la vacuna no haya hecho sus efectos en un alto porcentaje de la población, aquí vamos a seguir bailando el pasacate (dos pasos pa´alante, dos pasos pa´atrás). Y esa es otra, porque cada comunidad autónoma lleva su ritmo y su orden, incluso cada isla en Canarias. A ver si terminan de vacunar a israelíes, británicos y norteamericanos, pues entonces va a haber vacunas de sobra, pero habrá que esperar. Mientras tanto, en España nos quedan los debates interminables e inaguantables sobre las regularizaciones del Rey Emérito, la formación alambicada de un posible pacto en Cataluña, las renovaciones de instituciones como el CGPJ, las discrepancias del PSOE y UP desde el mismo gobierno o las perlas que sigan soltando Villarejo y Bárcenas. Demasiado debate estéril.

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Morir en soledad

 

Parece que la sociedad ha asumido que quienes mueren por covid han de ser despachados con diligencia. De alguna manera, en el inconsciente colectivo está la idea de que el covid es algo que sucede pero que le es ajeno. Solo perciben la terrible soledad de estos enfermos cuando se acerca a su familia, y entonces se da cuenta de que  hemos automatizado la muerte, como en los telediarios, cuando dan por buenas las cifras de muertos que son más que si se cayera un avión grande cada día.

 

 

Es especialmente triste el final de quienes están en residencias o en establecimientos hopitalarios privados, donde no es posible acompañar al enfermo. Si bien hay que dar todos los parabienes y agradecimientos a los sanitarios que se dejan la piel, también es cierto que a menudo se dan hechos que habría que revisar. Porque es muy triste que un miércoles digan a los hijos por teléfono que el anciano o la anciana está bien, y el jueves a primera hora llamen con urgencia para decir que ha muerto, y que hay que hacer los trámites del entierro con rapidez.

 

La persona que ha fallecido no estaba en ninguna residencia, simplemente era nonagenaria y vivía en su casa, pero enfermó, y nunca fueron claros con la información. De esa manera, esa persona, que siempre tuvo muy en cuenta los ritos de despedida, fue enterrada con la sola y urgente compañía de sus hijos, que ni siquiera pudieron velarla. Pasan cosas muy raras y es muy triste que, a quien ha vivido siempre teniendo en cuenta a los demás, se le despache como  si fuese un paquete.

 

Son muy malos tiempos para morirse, pero al menos habría que observar el respeto que un hecho como la despedida merece. Hoy me lo han contado y luego he sabido que estas circunstancias alrededor del covid no son tan raras, que están pasando con demasiada frecuencia. Es inhumano convertirse en un paquete que viaja en ese avión que se cae a diario y que es solo un número en un periódico. Duele e indigna la desvergüenza de quienes hace política interesada con los muertos, como si no fueran seres humanos que merecen todos los respetos.  Qué tristeza.

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Claudio de la Torre en tiempos de Covid

 

En tiempos de Covid, conviene recordar la novela Verano de Juan El Chino, de Claudio de la Torre (1895-1973), autor grancanario, nacido en el Carrizal de Ingenio, que está claramente adscrito a la Generación del 27, y desarrolló casi toda su obra y su vida en Madrid, mayoritariamente en el teatro. Sin duda, su novela más conocida, y uno de los grandes textos narrativos canarios del siglo XX es Verano de Juan El Chino, una novela corta de una gran intensidad que se lee sola porque está escrita con una gran maestría.

 

 

Esta novela tiene como telón de fondo la epidemia de cólera que asoló la ciudad de Las Palmas en los años 1850/51. Juan el Chino es un pobre inmigrante que consiguió un trabajo muy peculiar: conducir un carro que todas las mañanas de aquel fúnebre verano recorría las calles de la ciudad para recoger los muertos de la acera, que los familiares ponían en la puerta de sus casas. Juan los llevaba al cementerio y lo enterraba.

 

Tirando de su carro, Juan el Chino sube a su triste vehículo a pobres y a ricos, porque nadie quería tocar aquellos cadáveres infectados. Las calles estaban ardiendo del sol de un verano especialmente duro, en el que había por doquier montones de cal viva. La muerte se ha enseñoreado de la ciudad y el único que se atreve a desafiarla es él.

 

Con la disculpa de este argumento terrible, que está basado en la realidad, Claudio de la Torre hace un retrato de la sociedad decimonónica de una ciudad provinciana de ultramar como era Las Palmas en aquella época. Y quedan claros los estratos sociales y los comportamientos humanos egoístas o generosos, sinceros o hipócritas, que no tienen un anclaje en el tiempo, porque son inherentes a la naturaleza humana. En definitiva, Verano de Juan El Chino es un texto especialmente terrible y literariamente muy atractivo, porque Claudio de la Torre sugiere más que cuenta, no se recrea en la miseria, pero esta aflora a través de la sensibilidad del lector. Es un texto cómplice y una denuncia del egoísmo y la pobreza.

 

La novela nos dice que estas pandemias ya han sucedido en nuestras islas, y que luego hubo que rehacerse del desastre. Debemos pensar que Canarias no siempre fue como la recordamos hace apenas un año. También viene a decirnos que la muerte, paseándose sin freno por nuestras calles, hace finalmente justicia porque ante ella todos somos iguales, y la muerte en una epidemia de cólera es implacable. Posiblemente puedan sacarse algunas enseñanzas metafóricas, trasladables a nuestra sociedad actual, porque el ser humano sigue siendo igual de racista, xenófobo, clasista, y egoísta que en el tiempo en que transcurre la novela. También igual de generoso y solidario.