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Primavera y esperanza

Ha entrado la primavera, que es el tiempo en que los romanos hacían comenzar el año. Contaban los meses a partir de marzo, por eso septiembre debe su nombre a su séptimo lugar en el listado (ahora es el 9), y lo mismo pasaba con los otros tres meses del otoño, hasta llegar al décimo que por ello llamaron diciembre. De esta manera, enero y febrero eran los últimos, por lo que los meses tenían mucha relación con las estaciones. Pero como en muchas cosas, llegó Julio César y planteó una nueva distribución del año, que es el actual, con algunos ajustes auspiciados por el papa Gregorio XIII (siglo XVI), que es el actual calendario.

 

Así que, la primavera es el comienzo de un ciclo en el que todo vuelve a revivir, aunque las sociedades han ido organizando arbitrariamente otras distribuciones del año, como el curso escolar, que comienza en otoño y acaba en verano. Este año, la primavera nos llega casi por sorpresa, porque el ambiente pandémico tiene a la sociedad algo despistada. Aunque todavía queden los últimos fríos atribuidos al invierno, la primavera astronómica está aquí desde el sábado 20 de marzo.

 

Creo que debemos afrontar la estación primaveral como un tiempo nuevo. Es verdad que sigue ahí la pandemia, y que hay restricciones porque el virus no tiene más límites que nuestra prudencia, pero estamos en una fase en la que las vacunas traen una nueva esperanza, y estamos confiados porque de las inmunizaciones depende la aminoración de la capacidad del virus para transmitirse. También nos ilusionamos con la idea de que entonces se podrán hacer más cosas porque habrá una defensa biológica. Por eso son tan importantes las vacunaciones, cuya evolución hacia la inmunidad colectiva será la señal de salida de la reactivación económica y de otra óptica social.

 

Este año comienza de verdad con la primavera. Es verdad que las primeras vacunas se comenzaron a administrar casi al comienzo del invierno, pero esa masiva inmunización no ha sido posible por el acaparamiento de los países anglosajones. En unos meses, esa avaricia vacunal habrá terminado porque tendrán a toda la población pinchada. Y entonces sí que habrá vacunas en cantidad suficiente para Europa. Lo que tenemos que hacer es prepararnos para tener capacidad de vacunación masiva, menos burocratizada, y de eso podemos tomar ejemplo de los países anglosajones, porque de ellos poca solidaridad vamos a aprender.

 

Tendríamos que afrontar este tiempo como si fuera un Año Nuevo, y creo que ahora es cuando deberíamos extremar las precauciones, y olvidarnos de esos objetivos que, uno detrás de otros, han ido fallando porque no han aportado gran cosa a la economía y encima nos han generado una segunda y una tercera ola de contagios. Por eso deberemos ser delicados con esta primavera en la que se anuncian vacunaciones in crescendo, hasta llegar al verano en el que vamos a depender más de nuestra capacidad organizativa que de la llegada de vacunas. Por eso saludo a la primavera y espero que sea lo que siempre ha significado poéticamente: el florecimiento de lo que serán frutos en verano, una población con un porcentaje de inmunización que haga posible soñar con esa vida que nos arrebataron hace ahora un año.

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Algo no va con la migración

 

Es obvio que la avalancha de migrantes a las costas canarias está creando muchos problemas, y más en tiempos de pandemia. Pero no está claro porqué estas dificultades se resolvían hace unos años, cuando hubo otras crisis migratorias con números parecidos a los actuales. Sin duda, algo va mal en todo el operativo, y me temo que depende sobre todo de los despachos, estén estos en Canarias, Madrid o Bruselas.

 

 

Es indignante la inacción de los ministerios del gobierno Central que intervienen en el asunto. Es impresentable que haya inmigrantes abandonados, sin cobijo, sin comida y en unas instalaciones que dejan mucho que desear, tal vez porque en otros momentos anteriores se decidió el cierre de centros de acogida, que, por inactividad, se han convertido en ruinas.

 

Tampoco se entiende esa rigidez del ministerio del Interior para tramitar traslados, y uno se queda perplejo cuando se entera de que impiden subir a un avión a migrantes que tiene sus papeles en regla y un destino peninsular concreto porque allá viven familiares o amigos. Hemos visto que, semanas anteriores, la policía francesa impidió que migrantes que estaban en Euskadi cruzaran el puente de Irún, lo nos lleva a pensar que esa idea de mantener a los migrantes en el filo sur de Europa es una decisión que proviene de Bruselas.

 

Las pateras llegan a las costas canarias y sus ocupantes parecen condenados a quedarse siempre en Canarias, con lo que se crean problemas de ubicación y de otra índole. Y Grande Marlaska viene a Canarias, dice dos tonterías y se vuelve a Madrid sin alumbrar soluciones, o en su caso resuelve a su manera porque está tomada la decisión: nada se mueve y todo a la buena de Dios. Y no podemos olvidarnos de las vidas que se traga el océano en viajes tan arriesgados.

 

Luego oyes comentarios sobre la recuperación del turismo cuando la pandemia vaya cediendo. El cartel que se está creando de Canarias no invita a que alguien se plantee venir de vacaciones a un lugar que está en los medios europeos con el mismo atractivo que Lesbos o Lampedusa, terminales de refugiados y migrantes que huyen de la miseria.

 

Porque una cosa está clara: quienes vienen en patera a nuestras islas no quieren quedarse en ellas, sueñan con saltar al continente, sea España o bien Francia por el pasado colonial francés de algunas naciones de las que provienen. Y parece que hay una orden de que de aquí no se muevan. Es que no es un problema de Canarias, lo es de toda Europa, pero miran para otro lado y dejan que las cosas se pudran. La pandemia no justifica tanta desidia, a no ser que sea programada.

 

Y el pueblo canario sigue perplejo por la incapacidad que manifiestan las autoridades para afrontar el problema. Sabemos que por el camino hay intereses de otros estados que juegan la carta de las migraciones como chantaje, y mafias que organizan el éxodo del que sacan terribles y sangrantes beneficios. Todo eso los sabemos, pero también que el peso de España y sobre todo de Europa es enorme, pero de nada sirve si no se actúa.

 

Vemos al presidente del gobierno de Canarias clamar en el desierto, pero el gobierno central, aunque los ministerios implicados sean del mismo partido que  nuestro presidente se hacen los sordos. Y eso, además de una falta de respeto a nuestra comunidad autónoma, es una terrible falta de humanidad. Es hora de que la sociedad civil canaria levante su voz y exija soluciones a un problema, que es grave, pero que lo será más si quienes pueden tomar decisiones siguen mirando hacia otro lado. Es hora de actuar, por interés propio, por solidaridad y porque es la única manera de que los problemas vayan encontrando soluciones. Da la impresión de que Madrid y Bruselas no solo no aportan salidas, es que parece que son el problema.

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El año del peligro invisible

 

La mayor parte de las generaciones que habitan este planeta no encontrarán en su trayectoria un año tan señalado como el que acabamos de cumplir con la presencia del covid. Es verdad que tuvieron que ser tremendos los años de la Guerra Civil, y por todo el mundo se han sucedido etapas muy concretas en un territorio. Pero que todo el planeta esté patas arriba al mismo tiempo por algo que parece sacado de una novela o película de ciencia-ficción, pocas veces habrá sucedido.

 

Tenemos en España, aparte de la mencionada Guerra Civil, épocas muy duras en la que el terrorismo marcaba las agendas. Pero en estos casos había peligros reales, gente que disparaba en la nuca o ponía bombas. Ahora, el enemigo es silencioso, sutil y a la vez devastador. Porque cuando asesinan a alguien se produce un abismo en las personas cercanas a las víctimas, pero es que este virus ha marcado la forma de vida de naciones enteras (todas las naciones), y lo que se hace o se deja de hacer está siempre en función del virus.

 

Ha pasado un año desde que aquel decreto de Estado de Alarma del 14 de marzo de 2020 fue una especie de acta oficial de que había un peligro colectivo, contra el que no había remedio, salvo las llamadas medidas sociales, guardar la distancia, lavarse las manos, usar gel hidroalcohólico y ni con así había seguridad de defensa. Las mascarillas vinieron meses después como obligación, y así hemos consumido un año de nuestra vida en el que recordar lo que había sido la cotidianidad parece un sueño.

 

Aparte de la consiguiente crisis económica que las medidas han desencadenado, también se ha producido una crisis social, pues la forma de relacionarnos ha cambiado, y, como he dicho alguna vez, siempre sobrevuela el miedo cuando te sientas a tomar un café con alguien querido. Es desarbolante, y ya lo mencionaba en las primeras semanas de la pandemia. Un año después, parece que lo medios se han puesto de acuerdo para hablar de que la cuarta ola de la pandemia será la de la salud mental.

 

Veo a mis amigos muy de tarde en tarde, hablo con ellos por teléfono, pero hay gente que solía frecuentar en determinados círculos a la que hace un año que no veo. Duele y marca, y menos mal que ahora, aunque a paso de tortuga, existe la esperanza de la vacuna, que puede ser una de las formas de acabar con esta pandemia, pero no será mañana ni el mes que viene, eso va a llevar más tiempo del que deseamos, pero nada podemos hacer para acelerar el proceso.

 

Todas estas carencias seguro que nos marcan, pues resulta muy duro no ver a quienes amas, o no poder compartir una cena de Nochebuena. Me pregunto qué pensarán los niños que ahora están empezando a ver el mundo, cuando se les restringe las visitas a sus familiares, cuando ven a los adultos con mascarillas y, ya en el colegio, cuando están sujetos a una disciplina sanitaria inflexible, porque con el virus no se puede bajar la guardia. ¿Qué pasará por esas cabecitas y cómo influirán esos pensamientos en su futuro?

 

Después de un año tremendo, tenemos una esperanza difusa de que todo esto acabe; tardará, pero acabará. Lo que ya no tengo tan claro es qué sociedad es la que resultará de estos años terribles en los que el miedo ha estado siempre ahí. Si al menos hubiera liderazgos políticos y conductas constructivas, pensaríamos que a nuestros dirigentes les importamos. Sí hemos visto que saben jugar muy bien con nuestros miedos. Pero cada día queda más claro que tenemos que contar con nosotros mismos y exigir acciones a quienes pueden ejecutarlas. Si lo dejamos de su mano, la sociedad va a salir aun más herida. Pero quiero pensar que avanzamos, aunque sea lentamente, hacia una salida. No perdamos la esperanza y rescatemos la ilusión.