Cuando son ya veintiséis las ediciones del Festival de Música de Canarias empieza a cambiar la perspectiva de tantos años realizando este evento. Después de una primera etapa trabajosa y de una crisis importante, se llegó a un período en el que tal vez se pecó de triunfalismo, y se creyó que se había tocado el cielo. Fue la época dorada en la que se llenaban las funciones, que llegó a su culminación cuando el Festival encontró acomodo en el Auditorio Alfredo Kraus, un espacio tantas veces soñado por los seguidores de la música.
Fue en ese tiempo cuando tal vez se debió poner los pies en la tierra para consolidar realmente una programación que cada año pecaba de más y más grandiosidad, tratando seguramente de imponer una vitola de calidad, pero que, mirado desde hoy, fue a veces un quiero y no puedo, porque la proyección del Festival de Música de Canarias fuera de nuestra tierra es importante, pero no en la medida que se nos quiso vender. O tal vez no hubo engaño, sino que los propios organizadores creyeron realmente que el atractivo del Festival era tan importante como se decía.
Pero el tiempo nos ha hecho bajar a la realidad, y el año pasado fue un aldabonazo que invitaba a la revisión de muchos conceptos que se repetían año tras año como si la trayectoria del Festival fuese ya inamovible. Poco a poco nos hemos dado cuenta de que se había convertido en un programa de música que en gran medida funcionaba para el consumo interno, porque no hemos visto esa gran demanda de visitantes en busca de un concierto, e incluso esa demanda interna empezó a descender, y seguramente el año pasado la crisis hizo de catalizador de la realidad.
Pero sobre todo el Festival se pensó desde el punto de vista económico como un elemento más de prestigio para hacer Canarias más atractiva en el exterior, puesto que nuestro motor es el turismo, y todo lo que se haga para crear imagen de Canarias es bueno. Hace varios años, y con este mismo motivo (comienzo del Festival) comenté que, en unos años, en las vecinas costas africanas habrá complejos turísticos con una oferta de sol y playa muy parecida a la nuestra. Si la imagen de Canarias va a ser solamente sol y playa, nos ganarán por goleada, porque los costes en África siempre serán menores que aquí. Entonces, lo que necesitamos es crear esa imagen, y el Festival es uno de los elementos que nos da ese rango, pues se trata de hacer que Canarias sea el Montecarlo de esta zona del mundo, que no es muy distinto a otras poblaciones de la costa mediterránea pero es Montecarlo, cuestión de imagen.
Creo que todas estas cuestiones debieron resolverse en tiempos de bonanza económica. Cuando algunos pregonábamos que todo lo que sube baja, que la economía se compone de ciclos y todas esas majaderías, nadie hacía caso, porque todo iba sobre ruedas y parecía que lo bueno nunca iba a acabar. Y nos olvidamos hasta de las interpretaciones bíblicas que José, el hijo de Jacob, hacía al Faraón de sus sueños: siete años de vacas gordas (crecimiento económico) y siete de vacas flacas (crisis). No es que los ciclos sean de siete años, ni necesariamente iguales, pero la metáfora estaba clara, porque, además, siempre ocurre.
Pero nada se hizo entonces, y asistíamos a festivales maratonianos, con una programación que estresaba durante los meses de enero y febrero a todos los aficionados a la música. Este año parece que ha habido racionalidad, pues el número de funciones del Festival es menor, aunque esa obsesión por llenar los programas con orquestas y dar menos protagonismo a los solistas y formatos menos grandilocuentes tiene un precio. Este año, los solistas son los grandes directores, que esperemos den en el exterior esa imagen que deseamos proyectar de Canarias.
La rentabilidad de la cultura es de muchas clases. Una es, desde luego, social, pero ya sabemos que este tipo de música es caro en taquilla, a pesar de los patrocinios públicos y privados con que cuenta. Y la crítica que habría que oponer a esos veintiséis años de Festival es no haber sabido integrarlo con la ciudadanía, hacer vivir la música en la ciudad durante el tiempo que dura el Festival, como ya se ha conseguido con el cine en su camino más corto pero creo que más racional. Otra clase de rentabilidad es la económica, de la que hablamos más arriba, y esa hay que mirarla como imagen, no de otra forma, porque en cualquier parte del mundo la música es deficitaria, seguramente porque se han ido exagerando los cachés, que seguirán por las nubes mientras haya quien quiera pagarlos, y eso casi siempre se hace desde instancia cercanas a lo público.
Afrontamos pues esta nueva edición del Festival de Música de Canarias con gran expectación, por dos razones: la primera es el nivel que se espera en general y de algunos conciertos en especial; la segunda razón es ver en qué consiste esa evolución necesaria, porque si es verdad que este año se ha reducido el número de conciertos, no lo es menos que en las dos islas capitalinas siempre veremos sobre los escenarios una orquesta sinfónica, que puede ser una apuesta artística como otra cualquiera, pero que da la impresión de que si el Festival se ha reducido a lo largo ha engordado a lo ancho. De todas formas, este puede ser un paso importante para iniciar una nueva ruta en un Festival importante y necesario, pero que debe ser realista si quiere mantenerse en el tiempo y en el prestigio.
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(Este trabajo fue publicado en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7 del día 13 de enero. La foto es una reproducción de «El pífano» de Manet.)