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La novela de género

La palabra novela viene del italiano novella (noticia) y con el tiempo se ha convertido en un cajón de sastre en el que cabe casi todo, desde juegos ficticios de correspondencia hasta la experimentacón poética de Paradiso de Lezama Lima, o facturas y recetas médicas como ocurre en Pantaleón y las visitadoras. Pero hay algo que es inexcusable en una novela, hay que contar una historia, que a veces es grandiosa y prolija, y otras leve, casi mínima, pero en la novela, como en el mito, ha de haber un relato sustentador. Si no es así, estaríamos hablando de otra cosa, aunque cada vez es más frecuente que haya intersecciones entre géneros literarios diversos, pues no anda lejos el ensayo en muchas narraciones, así como los componentes dramáticos del teatro en otras. Sin embargo, hay una idea de novela que se corresponde con la narración como eje central, aunque es obvio que en su decurso hay descripciones, diálogos o referencias filosóficas, pero esencialmente novela y narración en prosa vienen a ser lo mismo, hasta el punto de que ahora mismo se suele hablar de narrativa cuando queremos decir novela al uso clásico.
La novela moderna nació ya como novela de género, pues a finales de la Edad Media se distinguían novelas pastoriles, picarescas, bizantinas y sobre todo las de caballerías, que eran las más populares. Los héroes de papel de entonces eran Amadís, Palmerín, Zifar y otros caballeros ocupados en ayudar a viudas, huérfanos y desvalidos. La cosa se puso más sería cuando Joanot Martorell escribió en el siglo XV Tirant Lo Blanch, y cien años después El Lazarillo de Tormes fijaría el género picaresco, El Quijote el de caballerías (dicen que también lo agotó) y también Cervantes remacharía su aportación a la literatura con Los trabajos de Persiles y Segismunda, un clásico de la novela de género bizantino.
gerardo montesdeoca 1.jpgPor eso, no es una moda reciente hablar de novelas de género, aunque durante varios siglos esa distinción quedó sepultada, y renació con las novelas góticas propias del Romanticismo (vaya lío de conceptos), y ya se embaló con el género fantástico (La guerra de los mundos y todo Julio Verne), de detectives (Sherlock Holmes), psicológicas (Dostoievski), históricas (Galdós, Tolstoi, Flaubert) de aventuras (Salgari), ciencia-ficción (Huxley y Orwell), y casi al final se acuña la expresión «novela negra». Luego se han vuelto a confundir los géneros, pues andan por ahí novelas que se dicen negras que no lo son, y se lían mezclando relatos detectivescos con historias de espías o novelas en las que simplemente hay un crimen, pero cuya resolución no es el objeto central del relato.
Ahora se han puesto de moda las novelas de género y hay tres tipos que funcionan muy bien en las librerías: las negras, las de ficción histórica con toques esotéricos y las propiamente históricas. Este es un asunto muy complejo en cuanto a su clasificación, y ya escribí hace unos años en una página de El rey perdido:
«Si Marguerite Yourcenar escribe las memorias apócrifas del emperador Adriano, si Flaubert narra la destrucción de Cartago en Salambó, si Uslar Pietri nos muestra una parte de la imaginada historia de Venezuela en Las lanzas coloradas, decimos que estamos ante una novela histórica; pero no se incluyen en este género Por quién doblan las campanas, que está ambientada en la guerra civil española de 1936 como otros centenares de relatos, o las novelas de Arturo Barea que cuentan la encarnizada guerra de Marruecos en el primer tercio del siglo XX. Enfrentado a la visión mental del relato, me veo sitiado de preguntas: ¿Por qué es novela histórica cualquiera de los Episodios Nacionales de Galdós y no lo es Doña Perfecta, en la que se refleja un momento convulso de la vida española? ¿Son novelas históricas textos tan celebrados como Bomarzo, El siglo de las luces o El gatopardo? ¿Los criterios que debe cumplir una novela histórica tienen que ver con que traten de reyes, inquisidores, conspiraciones, dictadores o imperios? ¿Influye en la calificación la distancia en siglos del hecho narrado?»
gerardo Montesdeoca 2.jpg Hay novelas de ambientación histórica que en realidad no lo son aunque lo parezcan. Casi siempre son una apuesta intelectual del autor, generalmente versado en una época y que trata de indagar sobre distintos asuntos. Suelen ser libros que hablan de otros libros reales o a su vez inventados dentro de una ficción verosímil. El caso más paradigmático es El nombre de la rosa, que tenía que ser escrita por un erudito del tamaño de Umberto Eco, conocedor de textos, bibliotecas y autores desde la patrística hasta el Renacimiento. En realidad no es una novela histórica, sino un libro-juego que tiene varios niveles de lectura, y lo curioso es que contenía párrafos enteros en latín que no se traducían, y así y todo fue un éxito de ventas.
Dan Brawn también ha tenido éxito con El Código Da Vinci, pero su libro no resiste un ventarrón, mientras que el de Umberto Eco sí. Pero así y todo, hay que decir que Eco, como Sartre, usó la novela como soporte para exponer sus ideas sobre diversos asuntos, pero no son narradores natos. La mayor parte de las novelas que hoy pueblan los escaparates con la etiqueta de «históricas» son flor de un día, aunque hagan millonarios a sus autores, editores y agentes. Lejos están del nivel alcanzado en su día por Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, o el Yo, Claudio de Robert Greaves. En todo caso, me remito a la definición que hacía el viejo José Manuel Lara con su oratoria pedestre: «sólo hay dos clases de novelas, las buenas y las malas».
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(Este trabajo fue publicado el pasado miércoles en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7, y las fotos fueron tomadas por Gerardo Montesdeoca durante uno de los temporales del invierno pasado, y publicadas en el mismo medio)

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Por lo visto soy escritor

Ahora que ando con una muñeca inmovilizada y veo las estrellas para escribir este post, me resulta curioso cómo las demás personas tienen una imagen de nosotros que nos sorprende. Yo escribo y publico hace muchos años, pero tengo otras parcelas en mi vida. Pero a la gente lo que les ha calado es que soy escritor, porque cuando me ven con el brazo en cabestrillo primero me preguntan cómo sucedió el accidente y luego se acuerdan de que escribo y casi siempre dicen que menos mal que, siendo diestro, sigo teniendo hábil la mano derecha para escribir. Es decir, no se plantean otras actividades mías, con lo cual deduzco que me consideran escritor.
amescr.jpgLo siguiente es evocar a dos gloriosos mancos de nuestra literatura, a cual más admirable: Cervantes y Valle-Inclán. Y enseguida surge la lista de ilustres que alcanzaron la gloria con una discapacidad. Borges se fue quedando ciego, el Homero legendario dicen que tampoco veía, Galdós perdió la visión en los últimos años de su vida y dictaba. Músicos como Ray Charles o Stevie Wonder fueron o son ciegos, pero tienen oído. El colmo es Beethoven que se fue quedando sordo y dicen que, al final de su vida, cuando compuso la Novena Sinfonía -una obra maestra- ya estaba como una tapia.
Pero los escritores mancos de otras épocas no usaban computadoras y con una mano se arreglaban. El ordenador es un gran avance pero una lata para los que tratamos de escribir en un teclado con una sola mano. Por eso he vuelto momentáneamente al bolígrafo para escrituras largas.

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La república de las letras y otras ferias

Como abril es un mes republicano, viene al pelo hablar de la república de las letras, que por una parte es la revista de la Asociación Colegial de Escritores de España y por otra es la memoria de una edad dorada de nuestra lengua, rebosante de poetas, dramaturgos, ensayistas y hasta novelistas, aunque no sean las novelas lo más recordado de la aquella generación del 27 (luego se han reivindicado Ayala, Chacel y otros).
afer21.JPGEstamos en vísperas de la feria del libro en casi todas partes, que llegan con la primavera como las golondrinas (permítaseme esta cursilería como homenaje a Bécquer). Se supone que es el momento de las novedades, aunque hoy, con el desarrollo de los medios, la feria del libro es permanente en los escaparates mediáticos, y el problema es que siempre están los mismos, y por eso hay que pedirle a las ferias tradicionales que nos expongan los libros que no nos muestra la televisión.
La novedad contemporánea viene de la mano de los medios cibernéticos y audiovisuales; ya sabíamos hace quinquenios de la informatización de enciclopedias, de la visualización por magnetoscopio de Las Soledades de Góngora y de la grabación en desfasado microsurco de vinilo de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Después se vendieron como novedad los libro-cassettes de El Principito en la voz de Marsillach o El maestro de esgrima leído por José Sacristán, algo que ya hizo la Disney para que los niños aprendiesen las machadas de Periquito Tragapepes (va sin segundas) y las niñas esperasen un príncipe azul, bajo la supina ignorancia de que los matrimonios morganáticos cuestan siempre una corona.
¿Son libros esos artilugios que debieran ser presentados en ferias audiovisuales? Y lo pregunto, no vaya a ser que suceda que sea en las ferias del libro donde se haga la competencia al libro. Ya estamos hablando de Internet y del libro digital, otro avance tecnológico que las asociaciones que se dedican a gestionar derechos de autor no saben cómo manejar. Puede ocurrir la paradoja de que en tiempos informáticos se vendan más libros de papel que antes, pues así ha ocurrido con la informática en general. Pensábamos hace quince años que los ordenadores suprimirían gran parte del uso del papel, pero vemos que con las impresoras se gasta más que antes con las máquinas de escribir. El caso es que sigue habiendo libros en este bosque de artilugios digitalizados, aunque es posible que esto vaya cediendo a medida que desaparezcan las generaciones que no conocían otra forma de leer que en libro tradicional y encuadernado.
Uno sigue preguntándose si las Ferias del Libro son en realidad iniciativas para la difusión o se convierten en meros espectáculos que, paradójicamente, alimentan campos ajenos al libro. En el entorno de la feria hemos visto marionetas, música folklórica y entrega de galardones, pero queda siempre la pregunta de si todo eso ha servido para que la gente lea más. El esfuerzo que supuestamente hacen las instituciones públicas, los libreros y los patrocinadores comerciales es grande. El trabajo que genera una feria es inmenso, y a veces el público no se da cuenta de toda esa labor, y siempre surge el mismo comentario descalificador.
Sin ir más lejos, yo suelo ser muy crítico con las ferias del libro que se hacen en Canarias, porque son siempre más de lo mismo, y no ayudan a que se conozca nuestra literatura. Y es que la feria, como Hacienda, somos todos. Los poderes públicos ponen las casetas, la organización contrata espectáculos y hasta traen a escritores de mucha imagen, y todo para dar a entender que el libro es un objeto cultural de suma importancia. Luego la gente responde según su parecer, pero hay que advertir que el éxito o el fracaso de una feria depende tanto del público como de la organización.
afer1.JPGComo el público es «el respetable» en el teatro y el cliente en la tienda, resulta que siempre tiene la razón, lo cual es mentira. El público es la sociedad y una sociedad que mira hacia otro lado cuando ve un libro no tiene mucho futuro, al menos futuro decente. En cuanto a los organizadores, hay que pedirle que exijan a las los libreros participantes un espacio para el libro de autores canarios, no es mucho pedir, un mueblecito con libros de la tierra, que hay espacio en las casetas. Con que pongan un libro de Pérez-Reverte es suficiente para que vendan cincuenta, ya está promocionado, no hace falta poner una torre para atraer compradores.
Y como es tiempo republicano, hay que recordar en esta feria a los escritores y escritoras que tanto nos dieron en sus obras llenas de libertad con mayúsculas y de autoconocimiento de nuestra sociedad. De Lorca a Agustín Millares, de Francisco Ayala a los novelistas canarios actuales. No conviene olvidar que en este último año nos han dejado dos grandes de nuestras letras en el siglo XX. José María Millares y Rafael Arozarena pusieron muy alto el listón de nuestras letras. No hay que imitarlos, pero sí seguir su rastro, porque son autores de una gran obra y de dos de los libros que ya son leyenda en nuestra cultura: el extraordinario poemario Liverpool y la mágica novela Mararía.
Pues mira por dónde, para mí que creo más en las obras que en los autores, no estaría mal que en las ferias del libro de Canarias tuvieran lugar especial estos dos libros, que nos han enseñado el interior de nuestra alma y nos han abierto los ojos para mirar el mundo. Pues sí, esta sería las ferias de los nuevos libros y de la memoria de Mararía y Liverpool.

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(Este trabajo fue publicado en el suplemento Pleamar de la edición de Canarias7 el 14 de abril)