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El neogaldosianismo y otras sandeces

Anunciaba en un trabajo anterior la moda que se está imponiendo de atribuirse cierto galdosianismo en algunos autores y autoras de la actualidad narrativa. Galdós es un gigante, uno de esos novelistas supremos como sólo hay media docena en toda la historia de la literatura universal. Solemos decir que es el mejor novelista español después de Cervantes, pero eso no es exacto; yo diría que Cervantes y Galdós forman parte de ese ramillete de media docena de autores incuestionables y que son fuente en la que beben todas las literaturas de Occidente.
zluego1.jpgYa he dicho muchas veces que quienes etiquetan a Galdós de realista a secas es que no han leído su obra. Es verdad que la mayor parte de sus novelas son realistas, pero tamizadas por una imaginación y una capacidad de contar pocas veces igualada. Galdós es también otras cosas: rupturista de los viejos esquemas (últimos cinco títulos de los Episodios Nacionales), renovador del teatro y autor de literatura fantástica cuando se lo propone. Pero él lo que quiere es mostrar la realidad sobre todo; en ese sentido es realista, y al mismo tiempo imprime a sus descripciones, sus diálogos y sus enumeraciones una profundidad tremenda, en la que se filtran de rondón la filosofía, la política, la ética, la religión o las reivindicaciones feministas mucho antes del feminismo. No es Galdós un contador de historia desnudo, es un novelista que funda espacios en los que podemos mirarnos cien años después de haber sido creados.
Sin embargo, cuando un novelista se acerca a la historia, enseguida sale el adjetivo galdosiano, sobre todo si se trata de la historia de España. Ya empiezan a colgarle ese rótulo a Pérez-Reverte porque hizo un remake de Trafalgar, o porque hace poco rememoró el Cádiz atacado por los franceses en la Guerra de Independencia.
zluego2.jpgTambién dicen lo mismo de las últimas entregas de Muñoz Molina, porque trata de reconstruir una época de la reciente historia española, y seguramente se lo colgarán -o quién sabe si él lo reivindica- a Eduardo Mendoza, porque en su novela del Planeta recrea un tiempo madrileño inmediatamente anterior a la guerra civil y salen personajes reales como Franco o José Antonio Primo de Rivera.
Hablé anteriormente de Almudena Grandes en este espacio, y ella misma se reivindica heredera de Galdós al tratar de escribir en seis novelas otros tantos episodios acaecidos durante la dictadura franquista. Ser heredero de un autor tiene más que ver con el estilo que con lo que se cuenta, y ni Pérez-Reverte, ni Muñoz Molina, ni Almudena Grandes (mucho menos Eduardo Mendoza) tienen la menor concomitancia con el estilo galdosiano. Ahora va a resultar que todas las novelas alrededor de la historia de España son galdosianas, y leía hace unos días hablar del neogaldosianismo, puesto al servicio de los novelistas que escriben sobre la guerra civil y la dictadura franquista. Por lo tanto, al final todos vamos a ser neogaldosianos, un palabro que simplemente no significa nada.
Y escribo este artículo porque con estas etiquetas se vuelve a enmarcar a Galdós en un espacio muy reducido, el realismo historicista, cuando Don Benito se valía de él para crear mundos de una forma tan magistral que todavía no ha sido igualado en la vertiente realista (insisto en lo de realista porque seguro que alguien me saca a Juan Rulfo o a García Márquez, pero ese es otro palo). Tendríamos que llamar entonces neogaldosiano a Alexis Ravelo por sus novelas de la serie La Iniquidad, a Juancho Armas Marcelo porque novela en su próxima obra a un personaje histórico de la talla de Francisco de Miranda, o a quien esto escribe porque ha escrito alguna novela apegada a la historia, ha contado a salto de mata el siglo XX canario en los relatos de Crónicas del salitre y reivindica el mito de Juan García El Corredera en La Mitad de un Credo. Y nada de eso es cierto, porque los novelistas citados beben de Galdós como todos (para eso fue un maestro), pero no son neogaldosianos y está bien que así sea. Porque ¿qué es esa majadería del neogaldosianismo?
zluego33.JPGQuienes así se hacen llamar -o pretenden que otros lo hagan- responden más a dictados del márketing, y como ahora decir que se hereda de Galdós queda bien, pues vale. Y ya que estamos hablando de Don Benito recomiendo la lectura de sus obras, cualquiera de ellas, y encontrarán actualidad, reflexión que sirve para este tiempo, situaciones que parece que sucedieron ayer y un placer tremendo al degustar cada secuencia. Maravíllense con ese don de contar muchas cosas a la vez sin que se estorben, sin agobiar al lector con datos y datos (aunque los cuela, de eso sabía mucho nuestro paisano). Por lo que me toca, admiro tanto la obra de Galdós que me parece una insolencia sentirse heredero suyo, y hoy se llaman así quienes ayer procuraban que no los relacionaran con Galdós. Qué fauna literaria, Don Benito.

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(Este trabajo fue publicado el pasado miércoles en el suplemento Pleamar de la edición impresa del periódico Canarias7 de Las Palmas de Gran Canaria)

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Miguel Hernández, viento del pueblo

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Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.


Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra:
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.
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El poeta Miguel Hernández
(1910-1942) nació en Orihuela hoy hace cien años.
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No es que sobre, es que no es

He recurrido muchas veces a la famosa cita de Truman Capote y hoy la cuento un poco más detallada porque viene al pelo de lo que quiero comentar. Capote criticaba en una entrevista concedida a The Paris Review y que más tarde fue publicada en el libro El oficio de escritor, a autores sin estilo -él hablaba concretamente de John Hersey- y decía: «son meros mecanógrafos sudorosos que llenan libras de papel con mensajes sin forma, sin ojos y sin oídos». A veces no se puede escupir al cielo porque acaba cayéndonos en la cara, y frases tan vacuas como las que Capote criticaba formaron parte de las bisagras de su novela A sangre fría, aquel campanazo que inaugura el llamado Nuevo Periodismo y a la vez una nueva forma de hacer novela amparada en la realidad.
zhoy1.jpgTambién es verdad que hay que saber dónde poner las tonterías, y esa es la diferencia entre escritura y literatura. Ahora se han puesto de moda los grandes tochos, en la línea de Millenium y otros bet-sellers. Siempre hubo novelas, novelas cortas y novelones, y su calidad nada tiene que ver con el tamaño. Aquellos libracos del siglo XIX firmados por Balzac, Galdós, Tolstoi o más tarde Proust necesitaban esa extensión, lo mismo que la docena de novelas cortas extraordinarias de mitad del XX tenían la distancia justa y no necesitaban más, y así nacieron verdaderas joyas como El túnel, La Perla, La familia de Pascual Duarte, Pedro Páramo, El extranjero o El viejo y el mar. Como dijo José Manuel Lara, sólo hay dos clases de novelas, las buenas y las malas, independientemente del género y del número de páginas que abarquen.
Ahora parece que la medida de un novelista es sobrepasar las quinientas páginas, y mucho mejor si se aproxima a las mil. Como en cualquier época, eso puede ser necesario para el desarrollo de la novela, pero cuando se hace para llenar páginas y páginas que se vendan al peso es otro cantar. Y me da pena porque, nombres que ya han demostrado su valía como novelistas se metan ahora en jardines de muchas páginas de donde no son capaces de salir, y lo que es peor, no dejan salir al lector (a veces el lector no puede ni entrar). Es entonces cuando me acuerdo de los capotianos mecanógrafos sudorosos que llenan libras de papel, y encuentro que hay muchos mecanógrafos de origen, a la vez que lamento que se hayan convertido en eso novelistas de raza en otro tiempo.
zhoy2.JPGLibros de muchas páginas hay algunos muy conocidos en los tiempos recientes de la narrativa española. Algunos se salvan por su estilo, como 2666, de Roberto Bolaño, aunque ese tamaño milenario no es cosa del escritor sino del editor, que aprovechando el eco mediático de la muerte del novelista metió seis novelas inacabadas en un mismo volumen y lo vendió como una sola, contraviniendo incluso la última voluntad del autor. Pero, ya digo, se salva, porque otra cosa no tendrá la prosa de Bolaño, pero estilo le sobra. Otro que también escapa es Anatomía de un instante, el libro de Cercas que hereda de Capote la idea de gran reportaje escrito con técnicas novelísticas. Es largo, pero es que tenía que serlo.
En la otra orilla está la última novela de Muñoz Molina, La noche de los tiempos, un tocho al que le sobran datos, le rebosan las palabras y ahoga la novela. Y esto me duele decirlo porque tengo a Muñoz Molina como uno de los mejores narradores españoles, que ha escrito magníficos textos, alguno incluso muy largo y magnífico como Sefarat, y que ahora se descuelga con casi mil páginas de las cuales me temo que muchas son mecanografía. Tal vez sea que las editoriales norteamericanas compran más los libros grandes, o que se meten a contar historias de mil páginas que si hubieran sido buenas con la mitad de páginas.
zhoy3.jpgAlmudena Grandes es otra novelista que ha demostrado su talento sobradamente, pero hace dos años publicó El corazón helado, un texto faraónico con temática de la guerra civil, y le pasó lo mismo que a Muñoz Molina: sobran datos, sobran especulaciones, sobra medio libro. No contenta con el estropicio realizado en aquel mastodonte, ahora nos presenta la primera novela de una saga que llama Episodios de una guerra interminable (y hora reivindican a Galdós, qué gracia. Ya hablaré de ello). En la entradilla nos dice incluso qué asuntos van a tratar los cinco restantes, para que nadie ose armar una novela con la misma base histórica. Esta se llama Inés y la alegría, un texto que suma 729 páginas y que tiene los mismos problemas que el anterior. Y es una pena que eso la pase a autores tan consolidados que nos han dado novelas magníficas como Beltenebros o Malena es nombre de tango. Ahora todos quieren ser Orán Pamuk.

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(Este trabajo fue publicado el pasado miércoles en el suplemento Pleamar de la edición impresa del periódico Canarias7 de Las Palmas de Gran Canaria)