Cine y novela
Los cinéfilos siguen empeñados en que el cine influye claramente en los novelistas. No estoy de acuerdo, a mí no me pasa, por mucho que lo diga la parte contratante de la primera parte. Y para que lo entiendas, Milana, bonita, no me influyen los diálogos de Bogart, Brando, Warhol o Vivien Leigh. Cierto es que todo el mundo tiene derecho a sus quince minutos de gloria, pero a Dios pongo por testigo que hasta a esos yo les haré una oferta que no podrán rechazar.
Porque a los enemigos de mis amigos yo los convierto en mis enemigos. A mí el cine no me influye, porque a cada personaje que invento le digo «yo soy tu padre», y aunque piensen que estoy loco, no es cierto, soy mentalmente divergente. Una vez me dijeron que escribir es como amar, y amar significa no tener que decir nunca «lo siento», y hay tres maneras de hacer las cosas: la correcta, la incorrecta y la mía. Estoy convencido de que si no hubiera sido rico, sería un buen hombre, pero cuando escucho a Wagner me entrar ganas de invadir Polonia. ¡Ahí está el detalle! Cuando escribo soy el rey del mundo, y no tolero que nadie me diga «escríbela otra vez, escribe otra vez esa novela». Como ven, soy autónomo, el cine por su lado y yo por el mío, aunque algunos se empeñen en que este sea el principio de una gran amistad. Así que, a los novelistas, siempre nos quedará París como a los rusos el don de tocar la balalaika. Puede que algo que haya dicho suene raro, soy un hombre, nadie es perfecto. Y como es casi de madrugada, buenas noches, buena suerte.
Yo no sé si el novelista José Luis Correa sueña sus historias en abril o noviembre, si se las dictan las sirenas que dejan rastro o se le aparece Nuestra señora de La Luna. Lo cierto es que sus relatos tienen esa magia que seguramente ni siquiera su autor sabe en qué consiste, porque es un don. Se ha hablado mucho del don poético, y a ese caballo se han montado no pocos poetas, que en cierto modo se sienten por encima de cualquier cultivador de otro género literario. Los ensayistas también se han adjudicado para sí la máxima catagoría literaria, y recuerdo la firmeza con que el profesor Rumeu de Armas defendía que por encima del ensayo no hay nada. Y los filósofos, y los dramaturgos y hasta algunos periodistas deportivos. Por lo visto, para hacer cada una de esas cosas hay que tener un don, como el que tenía la madre del doctor Zhivago para tocar la balalaika, pero en su consideración novelista puede ser cualquiera. Y resulta que no, que la capacidad de contar también es un don artístico, que no es frecuente y que ni siquiera todos los que se dicen novelistas poseen. Porque hay que distinguir entre prosa, narración y novela, y resulta que es una escalera en la que el tercer escalón contiene a los otros dos, y así en disminución. Novelista es quien tiene el poder de fundar mundos, crear otras realidades, hacer que vivan otras entidades, y José Luis Correa lo es con todas las de la ley, porque sus novelas, que algunos despachan como una serie protagonizada por el detective Ricardo Blanco (tiene otras, aviso) son mundos autónomos en sí mismos, espacios con vida porque el autor no devora a sus personajes, sino que se esconde para que ellos vivan. Eso es un novelista; por eso recomiendo la lectura de cualquier obra de Correa, y para animar la fiesta lo mejor es que se interesen por la más reciente: Nuestra Señora de La Luna.
Fue mucho antes de sus grandes éxitos de venta Sotiene Pereira o Nocturno indiano. Es un escritor italiano que, desde su amor por la lengua portuguesa, descubre a un escritor portugués nada conocido fuera de Portugal y poco apreciado en su propio país. Puede decirse que Tabucchi es el gran descubridor de Fernando Pessoa para el mundo, lo mismo que los existencialistas franceses pusieron en su lugar a Kafka. Antes de que Tabucchi lo tomara bajo su padrinazgo, Pessoa era solo una curiosidad portuguesa. Pero es que, además, Tabucchi es muy grande, como narrador y ensayista tiene una de las obras más sólidas de la Europa contemporánea. Estoy convencido de que su tamaño literario irá creciendo, y con los años, la gente acabará por no saber si era un portugués que escribía en italiano o un italiano que amó a Portugal a través de su lengua. Tal vez por eso nació en Pisa y murió en Lisboa, sus ancestros están en el luminoso Mediterráneo y su eternidad en la atlántica Lisboa. Antonio Tabucchi, un gigantesco intelectual comprometido con Europa -que era también su gran decepción- era leve, como sus relatos, poco dado al ruido, pero su palabra sonaba y sonará muy lejos en el tiempo y en el espacio. Era un italiano que habría pasado por suizo debido a su discreción, un hombre de pocas y certeras palabras, de la estirpe de Italo Calvino y de aquel Fernando Pessoa de hace un siglo que él ayudó a revivir.