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Días de julio

zzzzzLas_Largas_[1].jpgCuando llega julio y el calor me entra una extraña zozobra, que debe ser genética porque el levantamiento militar del 18 de julio de 1936 ocurrió mucho antes de que yo naciera. Recuerdo que cuando yo era niño las personas mayores que sí lo vivieron solían decir frases alusivas al calor y a la fecha cuando esta llegaba («hoy hace tanto calor como en el 36», «este 18 de julio está más fresco que del día que estalló el Movimiento»). Sí, llamaban Movimiento (con mayúscula) al golpe de estado de Franco. Luego, siendo un adolescente, leí la novela Tres días de julio, de Luis Romero, que recreaba aquellos días aciagos en los que empezó la guerra civil, con el calor sofocante de julio siempre al fondo. Por si esto fuera poco, en 1976 vi la película de Jaime Camino Las largas vacaciones del 36, y más de lo mismo, mucho calor, gente preocupada en mitad de sus vacaciones y el comienzo de una tragedia. Por eso suelo pasar de puntillas sobre el 18 de julio, sobre todo cuando hay tensiones políticas. Nunca había escrito sobre esta sensación, pero ahora que algunos con presencia y peso empiezan a decir que la situación española se puede enrarecer, me viene esto a la memoria. Y porque es julio. Supongo (y espero) que solo sea un sensación nacida de la literatura y el cine. Ficción. Nada más.

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Un faro que no se apaga

Para los ingleses no hay duda; la fuente moderna de toda su literatura es Shakespeare y la correa de transmisión en la novela Charles Dickens. En nuestra lengua está muy reconocido que la novela moderna española tiene su punto de ignición en el barroco (El Lazarillo, El Buscón y por encima de todas El Quijote), se habla menos de cuál es el puente entre ese barroco que se alarga y la contemporaneidad de nuestra narrativa. Y eso cada vez es más evidente y tiene un nombre propio: Galdós.
zzzzretrato150[1].jpgLa narrativa del siglo XIX tiene sus escarceos en Bécquer y especialmente en Larra, pero sigue pesando ese espíritu romántico que siempre vuelve a los orígenes y se convierte en una noria. Tiene que llegar Galdós para que todo se ponga patas arriba y desde un realismo incuestionable haga el retrato de una sociedad como la española, llena de vericuetos y legados que parecen extenderse hacia la eternidad. Las llamadas novelas contemporáneas de Galdós entran como estiletes en un tiempo muy convulso, que es herencia de siglos de inmovilismo en los que el peso de la Iglesia Católica es tan palmario que casi podríamos hablar de teocracia en sentido medieval. No olvidemos que Galdós es hijo de la revolución de 1868, «La Gloriosa», la misma que da lugar a un laboratorio de nuevas ideas y proyecciones alternativas tan importantes como La Institución Libre de Enseñanza, de la mano de Francisco Giner de los Ríos.
Inmediatamente se implantó una nueva manera de escribir, pero los contemporáneos de don Benito seguían cerrados a Europa, y aunque parecían adoptar las nuevas formas literarias, tenían fobia a Los Pirineos, lo cual no fue obstáculo para que se escribieran magníficas novelas, fueran realistas (La Regenta) o psicológicas, como las de Juan Valera. Todos, en fin supieron de Dostoievski, Balzac, Flaubert, Stendhal, Tolstoi y sobre todos el maestro Dickens, pero no se atrevieron a confrontar nuestro mundo con el europeo, sencillamente porque no tuvieron el espíritu viajero de Galdós. Don Benito, en cambio, abrió los ojos y ya en 1876, con 33 años, no dio su primera obra maestra, Doña Perfecta, y de ahí hacia arriba.
Pero si fundamentales fueron sus novelas contemporáneas, no menos importantes fueron sus Episodios Nacionales. Galdós siguió la línea de Tolstoi en Guerra y paz (1864), que leyó inmediatamente en una apresurada traducción inglesa hecha a toda prisa de la no menos meteórica traducción francesa. Es decir, Galdós leyó Guerra y Paz en segunda traducción, pero le fue suficiente para entender que contar la España del siglo XIX necesitaría mucho más que una sola novela, por extensa que esta fuese; necesitó 46. Así inició sus Episodios Nacionales, cuya primera serie empezó a ver la luz apenas ocho años después de que Tolstoi diese a la estampa su obra maestra.
A partir de entonces (década del 70 del siglo XIX), ya la literatura en español cambió totalmente, entró en la más rabiosa modernidad, y el eco galdosiano retumba hasta hoy en los dos lados del Atlántico, pues influyó en el teatro hasta el punto que abrió también esa puerta europea a las influencias de Ibsen, Strindberg o Chéjov, y herederos de todo eso serían autores como Lorca e incluso Valle-Inclán, él que tanto negaría a Galdós y es tributario claro en sus Luces de Bohemia de la novela galdosiana Misericordia, que luego también fue teatro, como algunas otras de Galdós.
zzzretrato2][1].jpgEs indiscutible por lo tanto la influencia de Galdós en la literatura y aun en la sociedad del siglo XX en cualquier década. Seguir ese rastro sería motivo de varias tesis doctorales, pero se nota inmediatamente en los novelistas de 1900, tan dados sobre todo a la novela corta, con nombres tan importantes como el extremeño Felipe Trigo, autor de Jarrapellejos, o el lanzaroteño José Betancor Cabrera, que es tan galdosiano que hasta firma sus obras con el seudónimo de Angel Guerra, un personaje de Galdós. Pío Baroja tampoco escapa al influjo de don Benito.
Como diría Delibes, en él se alarga la sombra ciprés galdosiano, que alumbra también al exiliado Arturo Barea, al primer Cela, al Torrente Ballester de Javier Mariño y llega hasta a Agustín de Foxá, autor de la excelente novela Madrid, de corte a checa, escrita en el fragor de la guerra civil (1938) desde el bando franquista. Después de los coqueteos experimentalistas de algunos de los escritores de los años cincuenta y sesenta, Galdós vuelve a presentarse en buena parte de la narrativa de la democracia, y en los últimos años hasta puede decirse que su influencia se intensifica en autores como Muñoz Molina, Almudena Grandes, Javier Cercas o Arturo Pérez-Reverte. Ni siquiera autores del recorrido y la talla de Vargas Llosa pueden librarse de la sombra de Galdós cuando tienen que escribir una novela como La fiesta del Chivo, y es que hay cosas que tienen que ser contadas de la mano de don Benito. Se ha dicho que gracias a Galdós tenemos siglo XIX, yo diría que también nos ayuda a entender el XX y se proyecta hacia el XXI. Es lo que tienen los faros como Shakespeare, Cervantes, Dickens y Galdós, que alumbran siempre.
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(Este trabajo se publicó en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7 el miércoles día 12 de junio).

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La generación de la M

A finales de los años 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado surgió lo que se dio en llamar Nueva Narrativa española. Eduardo Mendoza, Juan José Millás, Rosa Montero, Jesús Ferrero, Vicente Molina Foix, Juan Madrid, Manuel Rivas y otros nombres se fueron sumando hasta completar lo que entonces se llamó «los 100 novelistas de Carmen Romero», en alusión desde la derecha a los narradores que por lo visto eran amigos de la entonces esposa de Felipe González, a la sazón Presidente del Gobierno. Este eclosión narrativa coincide en el tiempo con lo que fue en Canarias la Generación del Silencio a la que pertenezco, y mientras en los medios (El País era llamado entonces «La Biblia») sus nombres se agrandaban, en Canarias parecía que querían esconder lo que se escribía por aquí. Curiosamente, la mayor parte de estos escritores y escritoras exhibían un talante progresista y crítico, y por ello siempre me he sentido identificado con ellos, porque venimos de un mismo tiempo y unas circunstancias paralelas.
zprincipal-ande[1].jpgHay muy buenas plumas en esta generación, pero de todos ellos casi nacieron como abanderados Javier Marías y Muñoz Molina, uno más intimista y europeo y el otro más galdosiano, aunque con unas influencias de la novela norteamericana muy evidentes, y un cierto gusto por el jazz que no se corresponde literariamente con esa misma afición musical de Julio Cortázar. Desde el principio, se olía que serían estos dos los novelistas que encabezarían el listado en los manuales y en los galardones (Marías suena como posible futuro Nobel), y en el exterior también ambos han sido bendecidos por premios internacionales de renombre (ahora mismo recuerdo el Fémina, que se otorga en Francia). Y son ambos grandes novelistas, pero también lo son otros, que también gozan del favor de la crítica y del público pero posiblemente no hayan tenido la proyección internacional de los dos mencionados.
Era por lo tanto previsible que, cuando tocase premiar a esta generación con el Príncipe de Asturias, el galardón recayera en uno de los dos abanderados. Y está bien otorgado, con el mismo rigor y justicia que se le puede adjudicar a Mendoza, a Millás y, por supuesto, a Marías. Es evidente que estamos ante la generación de la M, por los apellidos de los autores, pero Muñoz Molina tiene dos emes, y eso debió contar a la hora de la decisión. Estamos por lo tanto cruzando una línea, puesto que es la primera vez que un galardón a toda una vida literaria se otorga en España a un autor que publicó su primera obra en democracia.
Como anécdota personal puedo contar que una tarde de la primavera de 1989 compartí mesa con él en el desaparecido Centro Insular de Cultura para presentar su novela más reciente, Beltenebros, y al finalizar supimos que el Ayatolah Jomeini había decretado una fatwa contra el escritor Salman Rushdie. Rosa María Quintana, entonces directora del CIC, Muñoz Molina y yo improvisamos una nota de solidaridad con Rushdie, reclamando la libertad de expresión. La firmamos, la enviamos a la Agencia EFE y esa nota fue luego firmada por miles de personas en toda España. También por eso, por su defensa de las libertades, me alegro de que Antonio Muñoz Molina sea desde hoy Premio Príncipe de Asturias. Lo merece.
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(Este trabajo fue publicado en la edición impresa del periódico Canarias7 de hoy, miércoles, 6 de junio).