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La resistencia del libro a morir

Los soportes para transmitir la escritura han ido cambiando a través de los milenios. Desde las inscripciones prehistóricas en diversos lugares y con distintos matices, ha habido escritura esculpida en piedra, que nos dio documentos como la Piedra Roseta, escritura sumeria en tablillas de barro, de las cuales aún hay miles por descifrar, papiros, pieles curtidas y por fin el papel, que llegó desde China y se generalizó en Europa durante la Alta Edad Media y fue utilizado por copistas y autores originales.
Cuando llegó el papel, surgió rápidamente el libro encuadernado, hermosísimos manuscritos en los que se reproducían con mimo obras, tratados y leyes, ilustrados con la misma destreza que se escribía, en miniaturas que tienen por sí mismas un gran valor artístico y documental. Pero faltaba un paso más, una revolución que generalizara el libro y que este pudiera estar al alcance de mucha más gente. Este paso grandioso fue la imprenta, nacida a mediados del siglo XV en Alemania de la mano de Gütenberg.
Una vez la imprenta se hizo instrumento de uso común, el libro se convirtió en el principal vehículo de la cultura, pues si bien había música, pintura, escultura o arquitectura, todo quedaba recogido en libros que extendían el conocimiento por todas partes. No es concebible una eclosión cultural como lo fueron el Renacimiento y el Barroco sin la imprenta, es decir, sin el libro.
Durante cuatro siglos el libro fue el rey indiscutible de la cultura, y es evidente que especialmente de la literatura y de la ciencia, pues los nuevos conocimientos caminaban por toda Europa encuadernados en volúmenes que eran traducidos a todas las lenguas. Nunca en este tiempo se puso en duda la perdurabilidad del libro, hasta que llegó el siglo XX.
Con la generalización del gramófono y el cine se dijo que el libro quedaría reducido a espacios pequeños y muy concretos, porque si, por una parte, se podría tener la voz original de alguien y por otro la imagen en movimiento, nadie iba a interesarse por la escritura, como si Chéjov pudiera contar de viva voz sus cuentos. Se dijo entonces que el libro quedaría limitado a los clásicos muertos, puesto que nunca se podría tener las voces de Cervantes o Goethe.
lectura.JPGPero nada de esto sucedió, y cuando se generalizó la radio ocurrió algo parecido, y mucho más cuando el cine fue sonoro y más tarde la televisión entraba en cada casa, sin necesidad de salir a la calle para estar en contacto con el mundo. Y el libro siguió vivo, y por lo visto peligroso, porque tanto Mao como Pinochet se esmeraron en quemar libros, y no se les ocurrió destruir aparatos de radio o receptores de televisión.
Con la llegada de la nueva sociedad de la información se ha vuelto a poner en tela de juicio el futuro del libro. Internet suena como la panacea, y distintos soportes parecen querer derribar al libro de su pedestal como máximo instrumento de difusión de cultura. Que si lecturas en pantallas en una terminal conectada a una base de datos, que si las pizarras digitales que pretenden incluso sustituir la tiza tradicional en las aulas, que si en lugar de libro se puede tener un ordenador diminuto con posibilidad de suministrarle distintos artefacto cargados con esta o aquella obra literaria o científica.
Todo eso funciona y se usa, pero paradójicamente se venden más libros que nunca, porque el libro no necesita pilas, se puede leer al sol sin que sus rayos nos cieguen la pantallita y se pueden subrayar para destacar un teorema o un verso exquisito. Esta revolución de la comunicación a la que estamos asistiendo, sólo comparable en magnitud a la invención de la imprenta, se ha llevado muchas cosas por delante, desde la máquina de escribir a la carta personal, pero curiosamente el libro no sólo resiste sino que se fortalece ante este nuevo embate de la tecnología.
No tengo vocación de profeta y por lo tanto desconozco qué va a ocurrir en otros diez o veinte años con los avances tecnológicos incorporados a todo tipo de instrumentos, desde ordenadores portátiles a móviles, pero no creo que el libro encuadernado y de papel, tal y como lo conocemos hace más de medio milenio, desaparezca así como así. Hace unos días vi una entrevista con Salman Rusdhie en el que se le preguntaba por el futuro del libro. Él, que es un hombre contemporáneo hasta el punto de hacerle letras a su amigo Bono para canciones de U-2, vino a decir que mucho ha de cambiar el mundo para que desaparezca el libro de papel encuadernado.
Y este mes de abril, que es el mes dedicado a la celebración del libro, es tan buen momento como otro para reflexionar sobre el futuro de los canales por los que la ciencia, el arte y la literatura van a caminar por las redes veloces que hemos creado. Es indudable que cuando escribo un post en mi blog a veces recibo respuestas de lugares tan distantes como Valparaíso (Chile), o que una de mis novelas, publicada en el año 2000 en este periódico en formato digital fue leída por estudiantes de español de Nueva Zelanda.
Pero incluso esas personas que cazan novelas en la red finalmente quieren tener el libro en papel, y acaban pidiéndolo, aunque no exista en ese formato. La prueba es que escritores tan populares como Pérez-Reverte o Vázquez-Figueroa que han publicado novelas en la red, cuando esas mismas novelas fueron editadas en libro se vendieron en la misma cantidad que otras que nunca pasaron por la red. Es decir, el libro se resiste a morir.
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Este trabajo fue publicado ayer en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7.

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La primavera y los libros

Los libros van llegando a mi escritorio, unas veces gota a gota, otras en cascada, y siempre suponen una alegría, una curiosidad, como una carta cerrada que abrimos con expectación por ver qué nuevas nos traen. Los libros tienen vida propia, y a menudo se imponen al lector o se hurtan a nuestra mirada caprichosamente. Cuando conocemos al autor, el libro tiene el añadido de saber en qué anda su creador, y a veces hay más de un creador en un libro, porque hay ediciones que son objetualmente bellas. Si el contenido literario es estimable, doble alegría.
Como acaba de entrar la primavera, y esta suele relacionarse con la poesía, yo relaciono a su vez la palabra poesía con todo lo que está bien escrito, de forma creativa y sólida, y en este caso esos libros que ocupan mi espacio me traen noticias de viejos y nuevos amigos, y de tiempos futuros sugeridos y de pasado que no debemos olvidar.
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Gas Editions es una editora cuidadosa, que se mueve entre la literatura y las artes visuales, pues cada una de sus presentaciones es una apuesta estética. Conocíamos muchas internadas de esta editora en el campo literario, siempre como apoyo de las artes plásticas, pero esta vez ocurre al revés, puesto que es la poesía la que lleva el timón de un libro realmente hermoso. Me refiero al poemario de Macarena Nieves Cáceres que lleva el título de Lo que la tierra alberga, con ilustraciones de José Luis Luzardo, una edición muy cuidada que entra en el territorio de los caprichos bibliófilos.
No se queda ahí, puesto que la poeta serpentea entre lo cotidiano para adentrarse en lo esencial. Porque como dicen los versos de esta obra «Aprendimos a caminar / con piedrecitas / en los bolsillos». La forma en que Macarena construye su discurso poético va de lo evidente a lo ignoto casi de manera imperceptible, y plantea tremendas preguntas sin que lo parezca. Cuando dice «Hoy dejé de amarte / a las cinco menos / cuarto de la tarde», nos conduce a lo intangible que son los fundamentos por los que se produce el amor y el desamor. Será porque la poesía trata de explicar lo inexplicable, y en la voz de la poeta «Todo lo que no es temblor / es tiempo vencido».
Tengo también entre manos dos libros de relatos de José Manuel Brito, que se titulan La niña del malabarista y Trayectos. Brito es un autor silencioso y discreto, que ha ido construyendo una obra narrativa muy solvente. Se ha internado en la novela, pero su fuerte -al menos en su ya larga lista de publicaciones- es sin duda la distancia corta, y forma parte de ese renacer del cuento que hoy tiene magníficos cultivadores, como el propio Brito, Alexis Ravelo, Angeles Jurado o la recordada Dolores Campos-Herrero. Brito es un escritor que practica la idea de Ulises «no hay por qué llegar primero, lo importante es llegar», que suele esgrimir el poeta Pedro Flores, autor también de un magnífico libro de relatos. La trayectoria de José Manuel Brito es como la de algunos de nuestro mejores poetas y narradores, sin algaradas pero insoslayable, y ejemplos parecidos tenemos en nombres como Antolín Dávila o Luis Junco, cuyos libros van construyendo un edificio sólido ladrillo a ladrillo.
Por último quiero reseñar la reedición de la biografía del doctor Domingo Déniz Grek, un libro que don José Miguel Alzola dio a la estampa en 1960 y que ahora se reedita lujosamente y con un diseño impecable con un apéndice gráfico muy interesante. Don Domingo Déniz fue un ilustre médico de esta ciudad, que vivió entre 1808 y 1877, que se distinguió casi como un héroe en la epidemia de cólera que hubo en esta isla a mitad del siglo XIX. Pero este libro no es sólo una biografía, es la foto fija de la ciudad de entonces, con la prosa limpia de gran escritor que tiene Alzola, al que aprovecho para felicitar en sus primorosos 96 años cerrados el 24 de marzo. La obra de este autor es también silenciosa, gota a gota como el agua de una pila de destilar; ha ido indagando, descubriendo y levantando acta de nuestra historia en distintas vertientes, pues se ocupa de los grandes hechos y de los pequeños detalles, del arte religioso o de los patricios que cimentaron esta sociedad y que para la mayoría son sólo el nombre de una calle.
El doctor Domingo Déniz fue uno de estos hombres, que incluso escribió una historia de Canarias que permanece inédita. Tal vez por la complicidad del apellido, me cae bien este personaje, improbable tío-tatarabuelo mío puesto que nunca se casó, y ya sabemos que entonces sin matrimonio no había apellido. Si estamos en la familia será de forma tangencial.
Y hay otros libros que acaban de llegar a mi escritorio, como la última novela de Víctor Ramírez o la nueva edición de Liverpool, obra referencial del poeta José María Millares, también vivamente lúcido a sus 87 años.
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Este trabajo fue publicado ayer en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7.

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DOMINGOS IMPOSIBLES (XIII)

De Tony Curtis a Clint Eastwood
La mayor parte de las carreras cinematográficas son realmente curiosas, por distintas razones. Ha habido actores que han comenzado de manera fulgurante y luego desaparecieron, como es el caso de Sue Lyon que arrasó en el papel de una Lolita adolescente, o Nacy Kwang, la enigmática oriental que nos subyugó en El mundo de Susy Wong.
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A menudo nos preguntamos qué fue de ellas, porque es como si se las hubiera tragado la tierra, y la pregunta se alarga al pensar si mitos como James Dean se habrían mantenido en la cima de no haber muerto prematuramente. Porque hacer una carrera arriba continuamente, como Brando, Newman o Katharine Hepburn no es fácil, puesto que estamos viendo cómo se han desinflado en los últimos años actores que iban para mitos como Robert de Niro o Al Pacino. Sólo Jack Nicholson y Meryl Streep siguen tan potentes como hace 30 años, siempre arriba.
Uno de los casos más negativamente curiosos de Hollywood es el de Tony Curtis. Comenzó su carrera dando la talla de gran actor, con registros dramáticos muy poderoso en películas como Espartaco, Winchester 73 o El rostro del asesino, y dando recitales cómicos en películas tan inolvidables como Con faldas y a lo loco. Curtis era una estrella, y lucía en películas tan pintorescas como La mula Francis. Aparte de estas, hay un ramillete de excelentes actuaciones en películas importantes, pero a mediados de los sesenta, cuando estaba en la cresta de la ola, empezó a elegir mal sus papeles, a meterse en proyectos raros y a hundir literalmente una de las carreras que iba a la par de figurones tan indiscutibles como Jack Lemmon.
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Por el contrario, una de las grandes sorpresas positivas ha sido Clint Eastwood. Un sorpresa relativa, porque, desde que comenzó a dirigir películas desde su productora Malpaso, empezó a verse su talento como contador de historias, su adscripción al clasicismo y su ascenso en la consideración entre los grandes nombres de Hollywood. Empezó con personajes y películas de escaso calado, si bien su colaboración con Sergio Leone en los spaguetti-western rodados en Almería le dio cierto caché de guaperas duro, que no anunciaba llegar mucho más allá que un Burt Reynolds cualquiera. Incluso cuando encarnó al impresentable personaje de Harry el Sucio nadie daba un dólar por su proyección.
Pero nos equivocamos, y desde la dirección ha construido una de las carreras más importantes de las últimas décadas. Habíamos visto su talento desde el principio, que incluso logró imponerse cierta eficacia de actor cuando se autodirigía. Debió aprender de Robert Mitchum que la poca gestualidad puede ser un arma expresiva, el menos-es- más se hizo su bandera. Se consagró en Sin perdón, y luego son innumerables las buenas películas salidas de sus manos, convirtiendo una posible cursilería como Los puentes de Madison en una obra maestra, haciendo películas tan especiales como Medianoche en el jardín del bien y del mal, y luego Million Dollar Baby, Mystic River, Cartas desde Iwo Jima…
Hace treinta años, nadie lo hubiera sospechado, es como si hoy nos dijeran que Steven Seagal se convertirá en un John Huston. Lo de Clint Eastwood es increíble. Increíble y magnífico.