Separatismo y el País de Nunca Jamás
Vivimos una época en la que los cambios que se están produciendo en todo el planeta aconsejan la concentración, y la UE es un buen argumento para unir las fuerzas de 27 países para poder jugar en igualdad de condiciones la partida del futuro con Estados Unidos, China, las economías emergentes y Rusia, que con su arsenal energético en el Cáucaso y en Siberia sigue siendo un invitado al baile. Ni Alemania, ni Francia, ni Gran Bretaña, ni, mucho menos, cualquiera de los demás países puede soñar siquiera entrar solo en esa fiesta, y como ejemplo hay que pensar que California tiene una economía equivalente a la de Francia. Por lo tanto, lo razonable es pensar en la asociación porque la disgregación es un disparate, y cuanto más separatismo haya en Europa más se frotarán las manos los otros, porque no son solo Cataluña y Euskadi; también son Córcega, Normandía, Escocia, Prusia Oriental, Galicia, la región autónoma de Hamburgo y muchos más territorios continentales e insulares que tienen en su ADN la idea de ser un estado. Y eso Europa hoy no puede permitírselo, sería un lujo muy caro. Pero claro, si en el estado al que perteneces hay un gobierno dislocado como el de Rajoy, una oposición que sigue con sus pulsos internos sin visión de futuro, unas instituciones caducadas en manos de irresponsables que se empeñan en demostrarlo cada día, a uno le entran ganas de salir corriendo. Es que cuando he visto a Soraya y a la Cospedal vestidas de negro, con peineta y mantilla, promocionando con pinta de viudas la marca España en el Vaticano, no vi a mi país, sino a un vieja foto en el que solo faltaba un Torquemada que pasara por allí. Pensé entonces que Canarias debería ser independiente, y luego que Gran Canaria no tiene por qué aguantar las ofensas del ultrachicharrerismo, y después que mi pueblo aporta más papas que las que recibe, y que mi barrio es el que pone siempre el cherne del sancocho. Sin saber catalán, empecé a cantar Els segadors y me creí poseído porque hablaba lenguas que nunca he estudiado, vitoreando en catalán los goles del Real Madrid. Una locura, traté de buscar explicación en el programa de Iker Jiménez, pero salió En clave de ja. Fue entonces cuando me dirigí al consulado del País de Nunca Jamás y solicité asilo político. Oye, y me lo concedieron.
El escritor Alberto Vázquez Figueroa es siempre un invitado interesante y ameno en las entrevistas que concede. Gran viajero desde su juventud, es interlocutor en muchos temas, y hace unos días volvió a capar mi interés cuando hablaba de la maldad. El asunto venía a cuento de su áltimo libro, que tiene como protagonista a Irma Grese, una mujer que existió realmente y que fue brazo ejecutor de las atrocidades nazis del holocausto en varios campos de exterminio, especialmente en el de Belsen. Fue juzgada en 1945 en el jucio de Bergen-Belsen, de similares características al de Nüremberg, y ejecutada en la horca. Tenía solo 22 años, y con tan corta edad figura entre los personajes más sanguinarios, crueles y psicópatas de la historia, hasta el punto de que los medios británicos la bautizaron irónicamente «El ángel rubio de Belsen». Era una joven bien parecida y su aspecto era muy agradable, pues no denotaba que una muchacha tan hermosa fuese capaz de perpetrar atrocidades terribles que pueden calificarse directamente de inhumanas. Comentaba Vázquez Figueroa que es una excepción, porque la mayor parte de las veces la maldad se va reflejando en el rostro. Con 22 años, no hubo tiempo para eso. Como ejemplo contó que entrevistó a Gadafi en 1969, cuando acababa de hacerse con el poder en Libia, y dice que era un joven con una gran presencia, muy carismático y atractivo tanto para las masas como cuando se le trataba de cerca. La maldad que le atribuye el escritor fue reflejándose en su rostro, y en los últimos años era casi una caricatura diabólica. No sé si una cosa es consecuencia de la otra, y no puedo saber qué grado de maldad anidaba en Gadafi, pero sí que daba miedo mirarlo, como si de pronto se hubiese hecho realidad el retrato de Dorian Gray. Lo que sí es cierto es que a veces la maldad se nota al menos en la mirada, que casi nunca engaña.