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El fetichismo del talento

Se pagan cantidades desorbitadas por vertigios del pasado, especialmente si pertenecieron a algún personaje ilustre o simplemente famoso: unas cadenas con las que se ataba Houdini en sus números de escapismo, la espada de Wellington (supongo que tendría varias) o cualquier otro objeto común (unas gafas, un libro, un rosario). Las cartas son otra cosa, porque contienen ideas y a veces noticias, pero curiosamente lo que cobra valor no es lo que dicen, sino el objeto físico, que no deja de ser papel rancio. Se han pagado fortunas por una pluma de Tolstoi, una estilográfica de Scott Fitzgerald o una máquina de escribir de Truman Capote. Pero en realidad son objetos vulgares como hubo cientos iguales en su tiempo. Lo importante es el talento de quienes los usaban, y eso no va incluido en el lote que se subasta. zzxx0DSCN4125.JPGHabía un peluquero que usaba unas tijeras corrientes, pero hacía maravillas con ellas, hasta el punto de que otro peluquero estaba tan fascinado que quiso comprárselas. Tanto insistió, que el primer peluquero se las vendió, y el comprador se dio cuenta muy pronto de que aquellas tijeras en sus manos nunca serían tan buenas como en las de competidor, que seguía maravillando con las nuevas tijeras que se compró, y con cualquiera que usara porque el don no estaba en las tijeras sino en quien las manipulaba. He visto una de las plumas que usaba Galdós (también supongo que usaría muchas a lo largo de su vida)en el escritorio que está en su Casa Museo de Las Palmas de Gran Canaria. Es un palillero con plumín, como tantos, y tal vez de ese en concreto pudieron surgir Marianela, Fortunata o Gabriel Araceli, pero habrían brotado igual con otra pluma, con un lápiz de grafito o incluso dictando como hizo don Benito cuando se fue quedando ciego. Así que ese fetichismo nunca me ha llamado la atención, porque si me dicen que un viejo pincel estuvo entre las manos de Matisse, yo puedo argumentar que cualquier piedra de nuestra costa, que tal vez hayamos tocado, pudo ser asiento momentáneo de Colón, Magallanes o Van del Doez cuando pasaron por aquí. El único fetichismo válido es el del talento.
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(Para que quede claro, no me refiero a un cuadro original de Renoir, a un vestido único especialmente diseñado para una ocasión o a otro objeto especial y único que tiene valor por sí mismo como un violín Stradivarius, hablo de objetos corrientes de los que hay cientos o miles y cuyo única diferencia es que perteneció a una celebridad. Elvis Presley compró más de 600 coches Cadillac y en la mayoría subió una sola vez (o ninguna) y luego los regalaba; sin embargo se subastan como «coches de Elvis», porque un día tal vez los tocó. A eso me refiero).

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Cosas del diablo

zzrDSCN4056.JPGHace unos meses que se habla de las posesiones diabólicas más de lo normal, y he escuchado que hay una corriente en el Vaticano que critica duramente la poca atención que a este asunto le ha prestado La Iglesia en las últimas décadas, concretamente desde la llegada de Juan XXIII al papado. Después de su muerte, libros y películas sobre exoscismos y posesiones diabólicas nos han invadido, aunque ningunas con el impacto de Semilla del diablo (1968) y El exorcista (1973). Luego ha habido historias que rozan ese asunto, como las distintas series vampíricas, que en su mayor parte no se atienen a lo que se supone es el canon del asunto, y nacen así arquetipos de ficción difícilmente encajables en los moldes clásicos. La crítica desde dentro del Vaticano es que al no prestar atención al fenómeno diabólico este ha crecido sin freno, y hace buena la frase de Charles Baudelaire en su relato Le Joueur genereux (1864), donde dice que «El mejor truco del diablo es convencernos de que no existe», cita utilizada luego en la magnífica película Sospechosos habituales (1995). El caso es que por lo visto La Iglesia se rearma contra el diablo, como muestra una información en la que se asegura que la diócesis de Milán ha doblado la plantilla de exorcistas. Mira por dónde, una profesión con buena salida.

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Homenaje a la música

z36-pentagrama[1].jpgCada 22 de noviembre se celebra el Día de la Música. La disculpa es Santa Cecilia, cuya historia proviene de ese difuso tiempo de los primeros siglos del cristianismo, pues no hay una versión clara sobre su patronazgo. Pero es importante que al menos un día al año nos paremos a pensar en la importancia que tiene la música en la vida y la cultura del ser humano. Desde las primeras manifestaciones humanas, la música ha estado presente como vehículo de expresión, fuese de alegría, tristeza o incluso invocación. El ritmo se hizo presente por diversos medios, con tambores, palmadas o inflexiones de la voz, y los sonidos más dispares aparecieron en cada una de las edades del hombre, empezando con las humildes caracolas marinas o las básicas flautas de caña hasta los más sofisticados instrumentos electrónicos, pasando por una evolución paralela al descubrimiento de nuevos materiales y al desarrollo del conocimiento. Y siempre, el instrumento más perfecto, la voz humana. A menudo no somos conscientes de la presencia que tiene la música en nuestras vidas, con significados sentimentales, sociales o rituales: cánticos religiosos, marchas circenses, música militar, himnos de toda índole, canciones infantiles y toda la música en sus distintas manifestaciones. Una canción, incluso aunque no sea gran cosa, puede llegar a conmocionarnos para bien o para mal porque nos traslada a un momento determinado de nuestra vida, y todos tenemos unas músicas personales aunque no las tengamos catalogadas, porque la música se mueve con el ritmo de los latidos de nuestro corazón. Magníficas son las composiciones de los grandes maestros, pero no hay que ir tan lejos, y cualquier musiquilla de aparente intranscendencia puede remover nuestro interior porque conecta con nuestra memoria. De ahí que la música sea tan determinante en la vida y un elemento fundamental de nuestra manera de ser (dime qué música escuchas y te diré quién eres).