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¡Cuidado con las palabras!

Puede parecer raro que alguien que escribe ficción y opinión, y que por consiguiente es de suponer que fía mucho en la palabra, ponga en entredicho, a favor y en contra, la herramienta que utiliza. Pero es lo contrario, la lengua es un instrumento muy complejo, pues hace que se conforme el pensamiento (si no existieran los términos, ¿cómo podríamos hilvanar nuestras ideas?) y al mismo tiempo el pensamiento genuino se construye con el verbo. Por eso, el habla es la clave del salto que dio la humanidad cuando pudo comunicarse con palabras, y en la dinámica de la evolución los humanos, desde sus primeros días de vida, han recibido el estímulo exterior para ordenar sus descubrimientos. Es decir, la voz va de afuera hacia a dentro, y la más básica demostración es que, desde la más prematura infancia, nos vamos conformando en torno a un idioma. Los salvajes literarios del siglo XVIII gruñían, porque para hablar necesitaban un idioma que nadie les enseñó. Por eso la palabra es la piedra angular. Es el puente entre seres humanos, aunque Nietzsche dijera que el silencio es más demoledor, y aunque sea verdad que, a veces, ninguna expresión alcanza cuando lo que hay que decir desborda el alma, como afirmaba Cortázar.

 

 

Las mentes más preclaras del pensamiento o la escritura, como buenos ingenieros que estudian el material con el que trabajan, se han ocupado de ello, del uso genuino y de la utilización malvada de un instrumento extraordinario. Porque, además, la misma voz puede comunicar cosas distintas, dependiendo del tono, el contexto, la pasión o la desgana con que se use. De repente, una definición inocente se convierte en insulto, o un insulto catalogado puede ser una expresión de afecto (¡pero qué bandido eres!) El verbo es capaz de generar todo lo bueno y todo lo malo. Usar la lengua con cuidado es un signo de bondad, aunque seamos despistados y a veces usemos voces que dañan, no por sí mismas, sino porque en determinadas circunstancias pueden ser como nombrar la soga en casa del ahorcado.

 

 

Cuando se tienen conversaciones en las que se ventilan situaciones delicadas, hay que seguir la recomendación de Lao-tsé, porque los términos elegantes no son sinceros y los sinceros no son elegantes. Y eso es muy duro a veces, cuando nos movemos entre los conceptos de verdad o realidad, que no son lo mismo, aunque lo parezcan, porque, como bien expresó Montaigne, el significado es mitad de quien habla, mitad de quien la escucha. No todos entendemos lo mismo, aunque se exprese de una sola manera, en la comunicación hay otros factores que modifican los conceptos y a menudo están sujetas a interpretaciones que no es raro que sean distintas. El consejo de los expertos coincide en advertir que, en asuntos resbaladizos, frases muy concretas y cortas, esperar la reacción de receptor y así ir comprobando a cada paso que eso tan importante que hay que decir es entendido tal cual se emite. Y no es fácil, porque las emociones con frecuencia nos revuelven el diccionario. Talleyrand lo sabía muy bien: “una palabra y todo se pierde; una palabra y todo se salva”.

 

 

Por otra parte, Maquiavelo aconsejaba al príncipe que, de vez en cuando, las palabras deben servir para ocultar los hechos. Sabemos que este consejo lo siguen los políticos, aunque algunos ni siquiera sepan quién fue Maquiavelo. Y de ahí nace esa pelea en el barro político en el que lleva demasiado tiempo metida la política española. En este asunto, no estoy a favor, ni en contra, ni soy equidistante; o sí, porque me siento muy lejos de esa utilización espuria que hacen, con escasísimas excepciones. Aparte de que se pasan el día con peleas de gallos y gallinas sin ocuparte de las cosas de comer, que es para lo que están ahí, nos están faltando al respeto a la ciudadanía en la política nacional, y especifico porque, afortunadamente, la política canaria sigue siendo tan ineficiente como de costumbre, pero al menos no ha perdido las maneras, ni en los medios, ni en las tribunas institucionales donde tiene voz.

 

 

En el Estado es todo lo contrario, el Parlamento español ha llegado al límite de la falta de respeto a las instituciones en las que se materializa la soberanía popular. Oradores con el aspecto de Boris Karlof en Frankenstein o la niña de El Exorcista son la dieta cotidiana. La rabia, la agresividad o la frustración les desencaja el rostro, y ya ha desaparecido cualquier muestra de oratoria. Encima, patalean los contrarios y no se escucha bien. Esa no es la mejor tarjeta de presentación de la democracia. Kipling decía que las palabras son la más potente droga utilizada por la humanidad, y me parece que en la política nacional hay sobredosis, que empieza a ser muy visible también en algunos medios de comunicación.

 

 

El problema es que el verbo, una vez dicho o escrito, tiene vida propia, y a veces no puede ser sometido por ni quien lo emitió. No se puede llamar felón al adversario político, ni mentir descaradamente sobre la financiación autonómica como hacen algunos candidatos en la campaña electoral catalana. Mienten, siguen a Maquiavelo y ocultan la verdad con voces disfrazadas. Tampoco, por muy ministro que uno sea (o precisamente por eso), puede insinuar en público y con ligereza que alguien es “el puto amo”, o que un jefe de estado extranjero toma “sustancias” antes de dar sus discursos incendiarios. Si hay algo que no va bien, están la diplomacia y el ministerio de Asuntos Exteriores. No es que no salve a nadie, es que no hay manera de explicar esta locura. Luego decimos que hay mucha violencia en la sociedad, pero es que ya no se sabe donde empieza la política, para qué sirven las leyes o por qué se reacciona tan rápido por asuntos peculiares (la tauromaquia), pero nada se mueve por urgencias sangrantes. Y tal vez tenga que ver con la sentencia de Friedrich Schiller: “La palabra es libre; la acción muda; la obediencia ciega”. Buena semana de Eurovisión (¡Uy, sorry, se me ha escapado!)

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Nunca hay demasiados libros

Esta primavera ha sido generosa en publicaciones, cosa que, por otra parte, no es una gran novedad porque es la época en que se celebra el Día Internacional del Libro y abren sus tenderetes las distintas ferias del libro. Por lo pronto, y hablando de autores de fuera, no ha sido poco que nos hayan caído la más reciente y apetecible novela de Paul Auster y la edición póstuma de una de las cinco versiones de esa última novela de García Márquez. Leer a estos dos autores es apostar a caballo ganador, al menos para mis gustos literarios.

 

 

Hablaba de las primeras ferias y celebraciones del libro que abren sus puertas con mucho éxito en distintas partes de Canarias. Ya ha pasado con mucha participación la de Telde, ahora viene la de Arrecife, y siguen las citas en distintos municipios, que suelen dejar muy buen sabor de boca. Parece que la pariente pobre de las ferias del libro en Canarias ha sido en los últimos años la de Las Palmas de Gran Canaria, su municipio de mayor población, porque las de Santa Cruz y La Laguna suelen cumplir con las expectativas. El renacer después de la pandemia parece que ha sentado bien a este tipo de actividades culturales, y ojalá este año la Feria de Las Palmas se sume a esa tónica positiva. Tal vez tenga incidencia negativa el hecho de que se celebre siempre con el Día de Canarias en medio, y no sé si eso ayuda, porque los puentes sacan a la gente de las poblaciones y a veces no compensa el esfuerzo de hacer una gran feria para que luego la gente se vaya a la playa o a un viaje corto.

 

Por lo pronto, este mes de abril ha puesto en mis manos nuevas publicaciones de autores y autoras canarias. Desde la literatura fantástica de la nueva entrega de Elio Quiroga, hasta el rescate por parte de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria de la monumental (en todos los sentidos) obra de nuestro gran renacentista Bartolomé Cairasco de Figueroa, muchas han sido las novedades de nombres ya bien conocidos y que forman partes de nuestra memoria literaria reciente: Juan Ramón Tramunt, José Luis Correa, Santiago Gil, Federico J. Silva, Pepe Junco, Rubén Benítez Florido, Víctor Álamo de la Rosa, Nicolás Melini, Pedro Flores, Luis León Barreto (y esperando el poemario de Iván Cabrera Cartaya), así como la celebración de la progresiva normalización de las publicaciones de nuestras autoras vivas y el rescate de las que ya no están. Cecilia Domínguez Luis,  Tina Suárez Rojas, Teresa Iturriaga, Alicia Llarena, Eva Alvarado, Silvia y Elisa R. Court, Pino Ojeda, Natalia Sosa y el reencontrarse con libros que empiezan a ser clásicos, como la novela de María Jesús Alvarado El Principito ha vuelto, o las voces de Paula Nogales, Olga Rivero Jordán y más palabras que regresan del pasado. Hasta logré hacerme con un ejemplar ya inencontrable de La Isla, un libro incalificable y precioso de Antonio de la Nuez Caballero.

 

Ahora se produce el fenómeno opuesto al silencio editorial de los años 80 del siglo pasado. Resulta que se repite una frase que ya suena a tópico: “Se escribe demasiado”. Es decir, mucha gente, incluso escritores renombrados, se quejan de que hay demasiadas publicaciones, y que sería necesario hacer una criba. Yo no estoy muy seguro de que eso sea del todo cierto, porque en los años 80 se publicaban en España alrededor de sesenta y cinco mil títulos cada año (incluyendo reediciones de los clásicos y libros de toda clase, no solo de creación); pues resulta que, con datos del Ministerio de Cultura en la mano, la cifra de ediciones anuales es más o menos la misma, con lo que cabe preguntarse por qué antes no eran muchos y ahora sí. Eso tendrían que explicarlo los técnicos.

 

El caso es que lo que se percibe es que hay demasiadas publicaciones, y sigue habiendo quienes están a favor de una criba (no sé cómo se hace eso en una sociedad democrática en la que está consagrada la libertad de expresión). Por supuesto, el argumento es la calidad, y cada escritor seguramente piensa que sus obras entrar en el nivel exigido y que los que deben ser suprimidos son otros. Mi idea es que nunca hay demasiados libros, la tragedia es que haya pocos lectores, y en cuanto a la calidad, los propios lectores van poniendo las cosas en su sitio. Es cierto que las grandes promociones editoriales lanzan al mercado mucha basura de se vende muy bien, pero ese es un problema comercial, incluso ecológico, no literario. Por lo tanto, me parece que es muy bueno que la gente escriba, porque el uso del lenguaje escrito es un factor fundamental para la formación y desarrollo del pensamiento, hecho que también se produce cuando se lee.

 

Siento un gran respeto por la escritura, proceda de una voz consagrada o de una nueva voz. Luego ya es cuestión de gustos y de la incidencia que cada obra tenga en el conocimiento de los lectores y lectoras. Pero censurar porque es nuevo, porque es desconocido o porque ha empezado a escribir a una edad avanzada me parece un suicido intelectual. Hay miles de niños, niñas y adolescente que se dedican al deporte, porque es bueno en sí mismo. Unos pocos llegarán a hacer de un deporte su profesión, y de estos y estas surgen nombres como Messi, Nadia Comaneci, Jordan o Navratilova. Eso sí, con la agresividad  e incluso el odio que campa por todas partes, hay quien está esperando a que salga un libro para descalificarlo, hasta el punto de que publicar algo ya te convierte en sospechoso, cuando no delincuente. Y en esas estamos.

 

Y es esa legión de practicantes la que hace posible que surjan las grandes figuras. En literatura la maceración lleva muchas décadas, y a veces ni siquiera da sus frutos en vida del autor, porque para que podamos comernos un dulce mango tropical en plenitud han de pasar entre 20 y 40 años antes de que el árbol dé frutos, o la pulla Raimondi, un árbol andino que da su primer fruto a los cien años. De lo que se deduce que es muy imprudente y temerario decir que hay que apagar determinadas voces, porque tal vez hablen para ser escuchados dentro de mucho tiempo. Escribir y leer es un círculo que se retroalimenta y por ello necesita de nuestro respeto, y es por ello que saludo siempre cualquier libro que ve la luz.

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¿Quiénes son los antisistema?

Los rojillos buenistas y con la mente más abierta de lo deseable por la gente de bien, llevan una diana en la espalda. Resulta muy fácil acusarlos de cualquier cosa, y si tienen coqueteos con el mundo de la cultura, les cae la acusación de paniaguados de los gobiernos, porque por lo visto cuestan mucho dinero a los presupuestos que pagamos todos, ellos también. Sé de uno de esos perroflautas que se gana la vida con su trabajo, aunque, vaya por Dios, curra de profesor y el erario público se ha visto obligado a ponerle en nómina (esa debe ser “la paquita mensual” de que habla la gente de bien, bautizada en la era de un tal Mariano Rajoy).

 

 

En cuanto a lo de cultureta, este tipo se paga los folios, la tinta y la electricidad que consume el ordenador en el que perpetra las atrocidades que pretende literarias, pero que por lo visto están a punto de entrar en el código penal como delito, porque pensar no trae nada bueno. Y esa paguita se la han dado porque, veleidades suyas, se le ocurrió estudiar una carrera, aprobar unas oposiciones y levantarse cada día para intentar que las nuevas generaciones estuvieran armadas, aunque también reconozco que cada vez que daba un paso adelante le soltaban una nueva ley de Educación que iba cerrando los caminos, durante todos los gobiernos estatales desde los años setenta y todos los autonómicos desde la década de los ochenta.

 

 

Ahora, que es un clamor que “Canarias tiene un límite”, recuerda que el 3 de abril de 1985, hace 39 años, publicó en un artículo (porque el tipo, encima escribe en la prensa) que intituló Cemento y cemento, en el que, en tono irónico, se burlaba de los rojos y de los ecologistas y animaba a los constructores y agentes turísticos a acelerar el “progreso” de Canarias, y que se urbanizaran rápidamente Veneguera, Osorio, Pajonales y el césped del Estadio Insular. Por lo pronto, lo del Estadio Insular está resuelto, pero no estoy tan seguro de que los otros tres objetivos resistan mucho tiempo más la voracidad desatada de estos tiempos, y eso que Veneguera es una de las pequeñas victorias de estos hippies, rojillos y buenistas. En los días siguientes a la publicación del mentado escrito, hubo fuegos artificiales en Cartas al Director (a saber qué habría pasado de haber existido las redes sociales) y hasta un patricio jefe de algo se rebajó a escribir un artículo en contestación al suyo, y lo más flojito que lo llamó fue ignorante, se arrogó la bandera de ser de los que sacarían a Canarias de su histórica postración y por primera vez sonó, dirigida a su persona, la palabra antisistema (no sé si antes de holgazán o después de castrista), porque por lo visto también trataba de “cubanizar” Canarias.

 

 

Lo que más lo entristeció fue que mucha gente que él creía que tenía dos dedos de frente aplaudió al jefazo, aunque tengo que decir que, al poco tiempo del episodio, en un acto de esos en los que los culturetas esquilman las arcas públicas mirando algunos cuadros, coincidió con César Manrique, a quien no conocía personalmente; se le acercó muy amable, y le dijo que siguiera explicando lo que pasaría si no se cambiaba el rumbo. Fue así cómo lo conoció. El tiempo le ha dado la razón a César y a muchas personas que llevan décadas predicando en el desierto. No son rojillos, ni azules, ni multicolores, aunque las evidencias hacen que las pancartas de hoy digan lo que estos llevan gritando desde que Franco era cabo. Algo es algo. Tampoco eran iluminados ni adivinos. Es una cuestión matemática: territorio pequeño y fragmentado, escasos recursos naturales, lejanía geográfica, poca agua, mucho espacio construido y muchísima población. Lo curioso es que las cuentas de la tragedia les salían a los de letras y les parecían infinitamente festivas a los ingenieros y a los contables.

 

 

Y ahora viene lo de antisistema. Todo lo contrario, porque siempre han entendido que se ha de convivir conforme a los recursos y avanzar en la dirección que nos conduzca al bienestar colectivo y no a la destrucción. Lo que ahora se llama sostenibilidad y que antes no tenía nombre, pero existía como concepto, y por defender algo tan evidente los trataron de retrógrados, malos canarios, y, en el colmo del disparate, antisistemas, cuando justamente clamaban por la conservación soportable que permitiera vivir en estas islas a muchas generaciones. Llevan medio siglo tratando de conservar un sistema que haga posible la supervivencia. Si el sistema colapsa, los culpables no serán los rojillos-buenistas-hippies-culturetas, sino los que pretenden el crecimiento infinito, llevar a estas islas al estado de una cometa sin hilo. Y ese es solo uno de los pecados, porque no acabaríamos en otros 39 años si hablamos de desigualdad en el reparto de la riqueza, corrupción consentida por un sistema suicida, creación de economías artificiales que mueven millones y que han convertido en mercadeo fiestas, recitales y eventos.

 

 

Pero hablemos con propiedad; los verdaderos antisistemas son los que llevan medio siglo cargándose nuestra tierra, nuestro modo de vida, nuestro sistema, pensando solo en engordar el becerro de oro. Si alguna culpa tienen los rojillos-buenistas-hippies-culturetas es la de no haber sido más insistentes, más duros, mejores defensores del sistema. En cuando a lo de cubanizar Canarias, mejor empecemos a mirar a la vecina África, porque la miseria y los fanatismos están levantando un siroco mucho más terrible que el que solo trae polvo y calor. Pero eso a la gente de bien tampoco le importa, porque seguramente tendrán piso en París. Por eso la gente ha salido a la calle este fin de semana, porque ya no se trata de anunciar un hipotético dinosaurio, sino de certificar que el colapso ya está aquí. Ahora dicen que van a hablar del modelo económico mientras siguen con la depredación. El aviso de ahora no es una posibilidad de que algo pueda ir mal. Ya está yendo mal, no hay tiempo. No vale hablar, hay que actuar. Pregunten a quienes no tienen vivienda propia y les dirán. Eso sí que es ser antisistema.