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Apolonio, el colega con el que fui a La Luna

Me dicen que ha fallecido el profesor Apolonio Domingo García del Rosario, un compañero que ha dedicado su vida a la enseñanza y al ajedrez, y fue capaz de combinar ambas cosas, con lo que fue un pionero indispensable en abrir nuevas vías para hacer del conocimiento la base de nuestra convivencia. Pero no es verdad, se ha ido a La Luna, con el colega Neil Armstrong, porque precisamente fue Apolonio la persona que compartió conmigo uno de los momentos inolvidables para nosotros y para nuestra civilización; me refiero a la llegada del hombre a la Luna, que convirtió a nuestra generación en unos frikis de los viajes espaciales.
En el verano de 1969, los alumnos de 3º de Magisterio (oficiales y libres) tuvimos que pasar tres semanas en el campamento de Tamadaba, para realizar el curso intensivo que nos habilitaba como instructores de Educación Física, que completaba nuestra formación como profesores y que era también un mecanismo para que los monitores, vestidos con camisa azul y escudo de La Falange, trataran de lavarnos el coco, cosa que, al menos en aquella hornada, no consiguieron, porque entonces todos estábamos entusiasmados con la llegada del hombre a La Luna, y al mismo tiempo que nos peleábamos por la rivalidad entre seguidores de los Beatles y los de los Stones, seguíamos los proyectos Mercury, Géminis y Apolo.
Así que, el 20 de julio del mencionado año 1969, nos mandaron a dormir al toque de Silencio, como siempre. Compartíamos la tienda 6 compañeros, destinados a cada una de ellas por orden alfabético, de manera que el García de Apolonio y mi González cayeron juntos. Curiosamente, tanto él como yo, sabiendo que se esperaba que el comandante Neil Armstrong (para nosotros como de la familia) sería el primer ser humano en pisar la superficie lunar el día 20 a medianoche (hora canaria), nos habíamos llevado un transistor diminuto para seguir la hazaña en directo. Entonces no había satélites de comunicaciones y en Canarias no se podía ver por televisión (eso ocurriría varios años después). La radio era nuestra salvación, Radio Nacional de España y los periodistas Cirilo Rodríguez y José María Carrascal como apoyo (Hermida hablaba en Tve.
El cansancio por tanta Educación Física hizo mella en mí y me quedé dormido como una piedra. Apolonio aguantó despierto, y cuando nuestro amiguete Neil empezó a bajar la escalera del módulo lunar, me despertó («¡Emilio, Emilio, que ya bajamos a las Luna!») y así «bajamos» a pisar el polvo lunar los tres, aunque el colega Armstrong creía que iba solo. O sea que, en uno de los privilegiados lugares de mi memoria, tengo una noche de verano de 1969, a la 01:05 de la madrugada, a Apolonio y a mí, sentados en una tienda de campaña en Tamadaba, abrazados y con el corazón a mil por la emoción, porque «habíamos llegado a La Luna», ¡toma ya!
Neil se fue definitivamente a La Luna en 2012, y ahora Apolonio se ha ido a hacerle compañía, aunque estoy convencido de que, en poco tiempo, el viejo astronauta habrá aprendido a jugar al ajedrez, porque Apolonio lo va a enseñar sí o sí. Ahora, cada vez que haya Luna Llena, tal vez pueda ver a Neil y Apolonio moviendo las fichas en el tablero del infinito. Buen viaje, amigo.
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Ruido visual, como suena

Aquí donde me ven, estoy entusiasmado con el año que acabamos de estrenar. Todo parece distinto, pero todo es igual que siempre, un logro que más parece obra de un ilusionista, que saca de la chistera palomas y sombreros, que de una sociedad que dice ser racionalista porque queda mejor encomendarse a Descartes que a Nostradamus, pero que vemos que funciona a distintos niveles, barnizando con palabras de seda verdaderas atrocidades, o al revés, poniendo mucho hierro en asuntos nimios, tratando generar inquietud que juegue a favor. Por eso, como amante apasionado de la elasticidad de la lengua hablada, creo que pocas veces hemos estado en un escenario en el que se lleven al máximo las posibilidades infinitas de la lengua. Todo un festival desde el punto de vista de la técnica, que poquito tiene que ver con la ética.

 

 

Ya sabemos que en el lenguaje vale tanto el texto como el contexto, o tal vez este más. Después de que un taxi hiciera una maniobra peligrosa, un motorista gritó al conductor: «¡Taxista!», a lo que este respondió: «Sí, pero de padre reconocido». Es decir, el taxista entendió que la palabra que comúnmente lo denomina y que es completamente inocua, en aquella ocasión significaba otra cosa. El lenguaje es dinámico y polivalente. Tan es así, que un afamado director teatral decía que, usando el mismo texto, se podrían hacer dos obras distintas sin cambiar una sola palabra del mismo: «Si juegas con la entonación, con los silencios y con todo el aparataje humano y material de un escenario (contexto), puedes salvar a Don Juan Tenorio o mandarlo al infierno siguiendo en ambos casos al pie de la letra el texto de Zorrilla». Y es que las palabras son escurridizas, y encima el lector o el oyente interpreta según su propia historia, de tal forma que Borges decía que cada cual escribe su propio Quijote cuando lo lee, porque aplica al texto cervantino su perspectiva, que siempre es diferente en cada persona.

 

Antaño, al discapacitado psíquico se le llamaba bobo o tonto, y cada pueblo tenía su tonto particular. Tonto se convirtió en insulto, y en los años sesenta se creó la palabra subnormal para designar a estas personas. Era una variante técnica que describía al sujeto con facultades por debajo de lo normal. Pronto, subnormal fue un insulto, y se creó la palabra disminuido, y cuando esta empezó a usarse de forma ofensiva nació lo de discapacitado psíquico que es la que ahora está en vigor, y por eso van a mejorar la redacción del artículo 49 de la Constitución para eliminar el término “Disminuido”. Pero ya evolucionará, y habrá que buscar otra denominación, y otra, y otra… Eso ha pasado y pasará también con otras vertientes del lenguaje, en las que van dejando su impronta el machismo, la gordofobia, el racismo y todas las carencias discriminatorias que seguimos tratando de eliminar en una sociedad más justa.

 

Aparte de los extranjerismos que invaden nuestra lengua, que antes llamaban barbarismos y que, en los últimos años, proceden en su mayor parte del inglés, que sigue siendo un arma de penetración y dominio, parece que estamos empeñados en llevar las cosas a extremos. En las redes sociales se llega a lo peor, y los insultos, los calificativos y las infamias sonrojarían al famoso bolero “Rata de dos patas” de Paquita la del Barrio. Pero a la vez, se intenta dar lustre y adorar las apariencias en el uso casi cómico de palabras y expresiones, que unas provienen de otras lenguas y otras se construyen con un uso interesado y a menudo diabólico de la propia.

 

En los años setenta del siglo pasado, los modernos de entonces, tomaban del francés la palabra “Surmenage” para definir el cansancio mental. Como siempre, no se entiende que se busquen palabras en otra lengua para expresar algo que puede hacerse perfectamente en español. Pero somo así de papanatas; con el ya masivo bombardeo del inglés, estamos llenando nuestro vocabulario con innecesarias palabras inglesas (o norteamericanas, igual da), y eso que, cuando hay que hablar inglés de verdad, estamos a la cola del planeta. El listado de palabras inglesas que usamos en la construcción de nuestro español a veces asusta. La mayor parte tiene su correspondencia en nuestra lengua, y está muy de moda últimamente el término “coach” (entrenador o asesor, ambas también en femenino), que para colmo incluso hay quien lo escribe mal en inglés y se presenta como “couche”, que viene de una mala pronunciación en la lengua de Dickens, y que suena a papel couché. Hace años, un personaje de una de mis novelas mencionaba a Sigmund Freud. Cuando el editor me envió las galeradas (pruebas de imprenta) vi con horror que me había corregido el apellido del célebre psiquiatra vienés. Puso en rojo “Froid” y tan feliz. La discusión fue tan ardua (la ignorancia es atrevida) que finalmente quité a Freud del diálogo, ante el peligro de que su obcecación hiciera que apareciera de aquella manera en la publicación final.

 

El último logro de la estupidez es la nueva expresión “ruido visual”, que es la incomodidad que nos produce el desorden de las cosas que nos rodean. Es decir, cuando se encuentren una habitación hecha una leonera, digan que hay mucho ruido visual. Yo para esto no tengo tragaderas, porque nuestra lengua tiene expresiones más precisas para eso; en lugar de ruido visual, lo que yo siento es que estoy en un espacio desastrado, desordenado y hasta sucio.  Es lo mismo que, cuando alguien aplaza algo que podría hacer ahora mismo, se dice que es un procrastinador, porque procrastinar es sinónimo de postergar, diferir, dilatar, y se supone que finalmente se hará, aunque eso ya no es seguro. Nunca se me ocurriría definir a nadie como procrastinador, iría al grano y usaría una palabra que se ajusta más a la realidad: gandul. Como me ven, mi entusiasmo no tiene límites. Claro que hay demasiado ruido visual (Don Emilio Lledó nos asista). Y eso (¡?)

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Insisto en lo mismo, Magos de Oriente

 

Señores magos, reyes, sabios o lo que sea de Oriente: Llevo años pidiendo que traigan armonía, que paren las guerras, que dejen en esta sociedad algo de justicia. Y, la verdad, me he cansado, porque siempre lo dejan todo perdido de carbón, seguramente porque debe habérseles acabado la magia, y a estas alturas sabemos que no son reyes, y se discute sobre si son sabios, magos o meros charlatanes de feria. El caso es que estoy convencido de que son incapaces de regalar algo que valga la pena, y lo de la estrella es un cuento chino, porque ya nos cobran hasta por la luz del Sol.

 

 

Como veo que no tienen poderes para traer cosa alguna de cierto valor, no les pido que traigan esto o lo otro, sino que se lleven a los inútiles que nos gobiernan, porque están ahí haciendo el paripé y dejando que se vaya conformando una sociedad infame, porque hay enfermos en lista de espera, cuyo retraso significa la muerte, porque se muere la gente a causa de los recortes en sanidad y políticas sociales. Y cuando alguien causa deliberadamente la muerte de otro es un criminal, así de claro.

 

No quiero alargarme con los desmanes en justicia, educación o energía, y la tremenda tragedia de los inmigrantes en la letal ruta de Canarias.  Por no hablar del genocidio de Gaza, o la muerte de inocentes en Ucrania, Sudán, Yemen y cualquier parte del planeta en el que los vampiros del capital hincan el pie. Así, que, señores magos, reyes, sabios o lo que sea, llévense a estos conspiradores de la miseria, creadores de la injusticia, vergüenza de una sociedad que se autoproclama democrática. Y disculpen que no les deje comida para los camellos, la que tenía se la he dado al Banco de Alimentos y a la Casa de Galicia. Llévenselos a la quinta puñeta, o mejor a la sexta, que está más lejos; pero llévenselos, por favor.