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Las trescientas tonalidades del blanco

 

No sé si me da risa o tristeza cuando escucho a alguien del mundo de la literatura decir que no es de derechas ni de izquierdas, que es apolítico. Le compro lo de derechas o de izquierdas, porque entiendo que son palabras manidas y desgastadas, que tienen más que ver con ideologías que impregnan todo lo que hacemos, y entiendo que eso no es bueno, porque el pensamiento debe discurrir como un río. Lo que no compro es que se puede ser poeta, narrador o dramaturgo y a la vez ser apolítico. Ya decía Antonio Machado: “hay que hacer política, porque si no otros la harán por ti, seguramente contra ti”. Cuando se escribe literatura, se hace política en cada renglón, desde la poesía mística más profunda hasta la más trepidante novela de acción. La cabra tira al monte, y se escapa del camino sin darse cuenta. Y quien se esmera en no pisar charcos, se está fabricando su propio barrizal, el de acomodarse a la realidad imperante. Y eso también es hacer política.

 

 

En 1939, el poeta y dramaturgo alemán Bertolt Brecht escribió un poema con el título de “Malos tiempos para la lírica”. En él decía que no gustaba que él dedicase sus versos a las mujeres campesinas que caminaban encorvadas por el trabajo, que lo que la gente quería es que le hablaran de quien es feliz. En la década de los 80, el grupo gallego Golpes Bajos popularizó una canción en la que la frase se repetía muchas veces, y la idea era la misma que la del escritor alemán. Escribir ahora es un trabajo de sorriba, porque cuesta centrarse, pero quien tiene un compromiso con el pensamiento y la razón debe que sacar fuerzas de donde sea porque el pensamiento se construye con palabras, y hay que hacerlo, aunque se corra el riesgo de equivocarse, porque en un momento como el actual pensar es muy complicado porque los elementos con los que se arman los conceptos son inciertos.

 

Para seguir adelante, pienso en una escena de la película Casablanca en la que Rick (Humphrey Bogart) le dice a Ilsa (Ingrid Bergman): “El mundo se desmorona a nuestro alrededor y nosotros nos enamoramos”. Entonces era la II Guerra Mundial en el cénit de la incertidumbre, pero incluso en medio de ese horror se encendía una luz. Ahora pasa igual, al escribir y al vivir, porque en medio de una desgracia colectiva en la que nadie había pensado es necesario que se enciendan las luces. En Casablanca era el amor entre dos personas, ahora tiene que ser el de la creencia en la vida y la solidaridad por encima de cualquier cosa. Así trato de construir el andamiaje de mi pensamiento.

 

Los seres humanos tememos por la familia, por los amigos, por la gente desconocida y, por instinto de supervivencia, por uno mismo. Y es que hemos de sobrevivir como individuos, como sociedad y en última instancia como especie. Cuando todo eso está en riesgo, sería de inconscientes no tener miedo. Alguien ha dicho en estos días que quienes no tienen miedo son el mayor peligro. Pero hay que sacudirse ese miedo, porque la valentía consiste precisamente en eso, los temerarios no son valientes porque nunca tienen que vencer al miedo. Así que, si en estos días el miedo nos atenaza en algún momento, no debemos avergonzarnos, pero tampoco debemos dejarnos paralizar, porque hay quien sabe utilizar el miedo para conseguir propósitos que casi siempre son inconfesables.

 

Tampoco debemos cerrar los ojos. Lo que está ocurriendo en el mundo en estos momentos es tremendo, pero también debemos pensar que nuestro aliado más importante ahora mismo es el pensamiento. La política también es importante porque hay que generar respuestas y en estos momentos es una grave irresponsabilidad la de quienes anteponen otros intereses al problema principal. Es impresentable que haya quien siga jugando al ajedrez con la vida humana, porque si antes no están las personas todo carece de sentido. Vemos cómo se especula con las influencias, con el precio al alza o a la baja de materias primas y con asuntos que pueden ser importantes en otro contexto, pero que hoy pueden esperar. También es muy triste que sea ahora cuando nos demos cuenta de la tragedia de millones de personas en la pobreza de un África explotada y de la indiferencia hacia el drama de los refugiados que huyen de las guerras que llenan muchos bolsillos. Pero ese dolor sigue ahí, y nos sigue llegando en patera.

 

Estoy seguro de que al final la Humanidad superará este embate, pero hay que tratar de que sea de la forma menos dañina posible. Cuando pase todo esto, quedarán retratados los que trataron de hacer su juego de tronos. Siempre se ha dicho que la memoria de los pueblos es frágil, pero hay cosas que no se olvidan porque con la vida humana no se juega. Y aunque sean malos tiempos para la lírica, es necesario hablar y pensar en quienes más sufren. El dolor no es un tema muy atractivo, pero, como decía el mencionado Bertolt Brecht, es lo que ahora mueve a escribir.

 

Estamos viviendo unas semanas muy delicadas, que ojalá se encaminen a territorios más seguros. La mentira, la hipocresía, la diplomacia más sinuosa y la más brutal se combinan para manejar el miedo. Una amiga me decía hace unos días que está tan asustada que su cerebro se ha puesto “modo avión”, no emite ni recibe. Lo entiendo, pero no lo comparto, no podemos cerrar los ojos, y dejar de mirar qué hay detrás de la siguiente curva del camino. El pensamiento ha de ser el último reducto de la libertad. No se trata de posicionarse al lado o en contra de algo o alguien, se trata simplemente de posicionarse sin más, algo tan sencillo y a la vez tan difícil, porque de todas partes lloverán piedras, y no es lo que se dice, sino cómo los demás lo interpreten.

 

¿Tan difícil es de entender que se puede ser solidario con los civiles palestinos y a la vez condenar las atrocidades perpetradas por Hamás, o que se puede ser crítico con la violencia criminal ejercida por el gobierno israelí sin ser antisemita y simpatizar con el sufrimiento histórico de los judíos? Claro que se puede, pero una manera de combatir la razón es tergiversarla. No todos los progresistas son estalinistas ni todos los conservadores fascista. Dicen que la sociedad está polarizada. No es cierto, se trabaja para polarizarla, para que todo sea blanco o negro. Pues resulta que los esquimales discriminan hasta 300 clases de tonalidades del blanco, porque ese conocimiento puede significar la diferencia entre vivir o morir en un entorno hostil. Pero nadie escucha, solo rebota.

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Luis Roca, Galdós y Buñuel

 

Hace unos meses, con la producción de Marta de Santa Ana, se estrenó el documental de Luis Roca Arencibia Benito Pérez Buñuel, en el que establece un diálogo entre dos figuras fundamentales de nuestra cultura, Galdós y Buñuel. La cinta está respaldada por la participación de figuran tan importantes como Jerónimo Saavedra, que da voz a Galdós en el documental, y Yolanda Arencibia, eminente profesora gracias a la cual sabemos mucho más de don Benito, autora de la biografía más completa que existe del novelista y conocedora como pocos de su obra. Yolanda Arencibia aparece también en la pantalla por lo que, además de profundizar en la obra galdosiana, es también un homenaje inesperado a ella y a Jerónimo Saavedra, pues ambos han fallecido recientemente. La cinta recorre las islas y, precisamente ese jueves, puede ser vista en la Casa de la Cultura de la ciudad de Telde.

 

 

A primera vista, conociendo el recorrido literario de Galdós y la carrera cinematográfica de Buñuel, no parecería que fuesen dos creadores que tuvieran algo en común. Tampoco pudiera pensarse que un realista/naturalista como Galdós pudiera ser de interés para un creador como Buñuel, que es pura vanguardia de su adolescencia. Sin embargo, aparte de su intensa proyección con aires surrealistas, Galdós es uno de los pilares de la obra cinematográfica de Buñuel. Han sido muchas las adaptaciones cinematográficas de la obra galdosiana, ya desde la época del cine mudo, aunque ninguna en vida del novelista. Siempre han sido cineastas realistas, siguiendo la línea del propio Galdós, de las que son historia importante del cine español Fortunata y Jacinta, de la mano de Mario Camus, tanto en cine como en televisión, El abuelo, de José Luis Garci o Tormento, con Pedro Olea al timón. Y tenemos imagen de personajes galdosianos en los rostros de Ana Belén, Emma Penella, Concha Velasco, Fernando Rey, Paco Rabal o Fernando Fernán Gómez.

 

Buñuel, con su mirada de vanguardia irreverente, tendría que estar en las antípodas de Galdós, pero a veces se da la magia, el milagro, porque el de Calanda fue un intelectual polifacético que, aunque proyectó su talento sobre todo en las películas, su capacidad era davinciana, y todo ese conocimiento, desde su pasión por los insectos a su carácter de lo que llamaríamos un espectador profesional, fuese en música, pintura o literatura, lo llevaron a convertirse en uno de los más grandes y respetados directores de la historia del cine. Por lo tanto, desde que se tropezó con la obra de Galdós, durante la dictadura de Primo de Rivera o cuando, en plena efervescencia republicana de la Generación del 27, cuando Galdós era incluso denostado por los que pensaban que eran ellos los que traían la modernidad, Buñuel quedó atrapado en la obra de Galdós y, en ese asunto, se convirtió en un disidente de esa magnífica generación a la que pertenece con todo mérito. Hay que decir, para ser justos, que el poeta Luis Cernuda también quedó atrapado en la obra de Galdós, sobre todo cuando tuvo que exiliarse después de la guerra civil y encontró en la obra galdosiana las claves para tratar de entender en laberinto español. Ambos, Cernuda y Buñuel, fueron galdosianos para los restos.

 

En Luis Buñuel había, además un factor común con Galdós; ambos criticaron el fariseísmo de la clase social a la que pertenecían por nacimiento. Ninguno de los dos habría podido lanzarse sin el paracaídas familiar para abrazar el Madrid que era capital de un imperio moribundo o el París de las Vanguardias que era entonces la capital artística del planeta. Galdós provenía de una familia acomodada y pudo escapar de la mediocridad de una sociedad paralizada por las apariencias, Buñuel era hijo de un hombre de enorme fortuna, porque de otra forma no habría podido estar siete años en la Residencia de Estudiantes, que era todo lo avanzada y krausista que se quiera, pero tenía un alto coste. De hecho, los componentes de aquellas generaciones tan brillantes eran de familias adineradas, como Dalí, hijo de un prestigioso notario de Figueras, o Lorca, un señorito andaluz con todas las de la ley. Y así, la mayoría.

 

Galdós, como Buñuel, cometieron el pecado de airear la hipocresía de su clase, la alta burguesía, pusieron a la vista las grandes mentiras sociales y eso los llevó a ambos a establecen amistades con personalidades que, cada cual en su momento, trataron de cambiar esa enorme desigualdad que, por lo visto, es una enfermedad social incurable. Ese pecado nunca le fue perdonado por su propia clase, de alguna manera fueron considerados traidores, por mucha gloria literaria o cinematográfica que tuvieran. Y ambos pagaron el alto precio que eso supone, y en el caso de Buñuel agravado por el franquismo, al que ni Galdós ni Buñuel le gustaba. El cineasta fue en la práctica un exiliado voluntario, como Fernando Arrabal o Juan Goytisolo. Sus refugios fueron París y México, con alguna temporada en Hollywood, donde tampoco era bienvenido en tiempos de macartismo.

 

De manera que, finalmente, si hurgamos, no es tan raro que la sombra de Galdós sobrevolara a Buñuel, tanto como las Paul Éluard o Gertrude Stein. Tal vez esa mezcla es la que hizo distinto al cineasta aragonés. La primera adaptación que hizo de don Benito fue Nazarín (1959), en México, aunque con un nutrido grupo de actores y actrices españoles, además de los mexicanos. Pocos años después, en 1961, Buñuel rodó en España Viridiana, e incorporó un nuevo rostro a la memoria de Galdós, el de la actriz Silvia Pinal; esta película es un claro trasvase de la novela galdosiana Halma. Toca decir que, cuando la cinta ganó grandes premios internacionales, en España trataron de destruirla porque la Iglesia la tildó de blasfema, y se salvó porque su protagonista, la mencionada Silvia Pinal, logró sacar una copia del país y llevarla a México. En España no se pudo ver hasta después de la muerte de Franco.

 

Y a los rostros galdosianos de Buñuel, hemos de añadir el de otra gran actriz, la francesa Catherine Deneuve, protagonista de la adaptación de Tristana. Y aquí toca decir que, en estas adaptaciones de Buñuel, no hay que buscar al pie de la letra el texto de Galdós, porque Buñuel se tomaba grandes licencias, sin faltar al respeto a don Benito, pero con la cometa surrealista siempre tirando del hilo. Por eso, en estos tiempos tan turbulentos, también hemos de mirar hacia los maestros que nos enseñan a ver la vida, y el documental que nos ocupa es siempre una opción segura.

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Octubre, el amor y la muerte

 

Ya es tierra batida que los dos argumentos fundamentales del arte, especialmente de la literatura, son Eros y Tánatos, es decir, el amor y la muerte. Del amor sabemos poco, cada vez menos, a juzgar por lo que vemos a nuestro alrededor y sobre todo por lo que nos llega por los noticiarios, los viajeros y los medios. Es un tema que a menudo se confunde con el erotismo, aunque son cosas distintas, porque puede haber atracción en lo que odiamos. El amor es otra cosa, que se esconde bajo las alfombras, como el camaleón del título de una novela de J.J. Armas Marcelo, pero de esto no voy a tratar, porque parece más urgente tratar de la muerte.

 

 

“Lo que está sucediendo” en Gaza es casi innombrable. Los humanos nos creemos por encima de los animales, y uso las comillas para recordar que algunos dirigentes escurren el bulto de la precisión y usan esa expresión, así como masacre, y también podrían usar exterminio, entre ellos el Jefe del Estado español en la ONU, a pesar de que el comité de ese organismo encargado de evaluar estas situaciones, aplicando determinados criterios, ya ha dicho que es un genocidio. Y la RAE española lo define como exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad. Lo más triste es que sucede a los ojos de todo el mundo y la comunidad internacional sigue de brazos caídos, cuando no apoyando claramente la locura que capitanea Netanyahu. Europa, la vieja Europa, ha quedado retratada, aunque si raspamos un poco la pintura nunca ha estado legitimada como ejemplo de nada.

 

Con esa definición académica cohabitan otras terribles situaciones en el planeta, las haya declarado o no la ONU, como la que lleva años ocurriendo en Sudán, donde distintas etnias se eliminan unas a otras con las armas que les suministran las naciones industriales, o en el silencioso centro de África alrededor de las minas de coltán, o en el norte de Nigeria, o en los crímenes colectivos originados por los diamantes en Liberia, o en las comunidades indígenas de América, sea en Centroamérica o en la Amazonia brasileña. Asia en casi un secreto, pero sabemos del reciente genocidio perpetrado contra los musulmanes rohinyá en Myanmar (Birmania), con más de 25.000 muertos y 700.000 desplazados, dejados de la mano de Dios en tierra de nadie.

 

Los crímenes, masacres, genocidios o como se llamen mencionados en el anterior párrafo son el vomitivo argumento que usan los inmovilistas para mirar para otro lado cuando se le presentan los muertos de Gaza. O alegar la salvajada ocasionada por Hamás el 7 de octubre en el sur de Israel. Condenar a Netanyahu no equivale a apoyar a Hamás, hay que cercenar la violencia venga de donde venga. No se le ocurrió al gobierno alemán arrasar cualquier ciudad alemana en la que se escondían los componentes de la Baader-Meinhof, a España bombardear Euskadi para acabar con ETA o a Italia hacer lo propio cuando operaban las Brigadas Rojas. La persecución del terrorismo es policial, no militar, porque no se combate el terror con el terror, y es paradójico que utilice la brocha gorda el estado que tiene los mejores servicios de inteligencia del mundo, lo cual demuestra que no se trata de lucha antiterrorista sino de una especie de “solución final” decidida políticamente, en imitación a la ideada por Hermann Göring en la Alemania Nazi, que culminó con el Holocausto, posiblemente la vergüenza más miserable de la historia.

 

No me olvido de Ucrania y de las provocaciones de Putin violando el espacio aéreo europeo, con el peligro que eso supone con la OTAN en liza. Tampoco de la situación en nuestra vecina África, ahí enfrente (“De Tuineje a Berbería se va y se viene en un día”), y nosotros discutiendo carteles de carnaval. Así que, cualquier comparación es una disculpa para justificar lo injustificable. La guerra convencional es una brutalidad que se envuelve en el celofán del honor patrio, siempre es muerte y desolación. Pero hay una especie de reglas, que se incumplen a menudo, pero que al menos conservan un mínimo de equilibrio. Pero cuando no son dos ejércitos que se baten, sino que una parte fuertemente armada masacra a otra parte indefensa, no es una guerra, no hay legítima defensa, es puramente un exterminio.

 

El cantautor, poeta y Premio Nobel de Literatura Bob Dylan ha hablado y se ha preguntado por cuántas muertes más serán necesarias para darnos cuenta de que ya han sido demasiadas. Me temo que no harán el menor caso a Dylan, y menos con el poco respeto que esta nueva barbarie multimillonaria tiene por la cultura. Ya solo falta que Trump diga que Bob Dylan carece de talento, como ya lo dijo de Meryl Streep, Bruce Springsteen, Taylor Swift y toda aquella persona que critique el disparate americano actual que está afectando a todo el planeta.

 

Como decía hace unos días el escritor Juan Gómez-Jurado, en un artículo publicado en este medio, tanta muerte nos está anegando nuestros afectos y el duelo social que merecen personas que nos han servido como referencias de muchas cosas, como el actor Robert Redford o la actriz Claudia Cardinale, dos guapos oficiales, pero grandes actores, que forman parte de nuestro imaginario colectivo, y se van casi en silencio porque el ruido de las bombas no deja siquiera hacer el duelo social a los muertos que  han puesto su grano de arena para dibujar nuestra vida.

 

También se ha ido José Caballero Millares, un poeta de la generación de Poesía Canaria Última, que se ha ido en silencio, con la misma discreción con la que vivió, agravada por el vendaval de noticias que lo envuelve todo. En este remolino, partió Dulce Xerach, casi sin tiempo, como si ya hasta morirse debiera hacerse deprisa. Volveremos sobre sus películas y sus libros, tanta amenaza mediática permanente no nos deja otra opción. Y llega octubre, que, aunque es el mes de mi cumpleaños, tiene un currículum histórico poco esperanzador. Esperemos que este año empiece a lavar su mala prensa, y así tal vez un día podamos hablar del amor. Ya hay demasiada muerte.