¿De verdad 2025 va en serio?
Me fascina y me apabulla en la misma medida el uso cotidiano de la lengua que hacen algunas personas. Por encima de acentos, dialectos y vocabularios diferentes, está el habla personal, y eso es lo deslumbrante. Me remito a mi entorno para distinguir dos extremos: el analítico y el sintético. El primero suele practicarlo con una brillantez wagneriana la vecina del 5ºF, que ya tiene una edad y vive sola, por lo que aprovecha cualquier resquicio que le ofrece la vida para soltar juntas todas las palabras que acumula cuando no tiene interlocutor. Me la encuentro en el zaguán cojeando y apoyándose en una muleta, por lo que, después de los buenos día, el protocolo me obliga a preguntarle qué le ha pasado; la buena mujer se detiene, me escruta y empieza:
«Pues esto fue el martes… no, el miércoles por la tarde, es cuando yo voy a casa de mi hija la más chica, que voy a quedarme con el nieto, clavadito al padre, de mi familia no sacó nada, no como la mayor, que tiene dos que son igualitos a mí; sí hombre, mi hija Marta, la que se casó con el sobrino de don Marcial el cardiólogo, no don Marcial el de la panadería, que por cierto ya no hace el mismo pan que antaño, cuando duraba tierno tres días; es que ya ni el agua es la misma, ahora siempre con garrafas porque la del grifo no me gusta para cocinar, que me las trae el del supermercado nuevo, el de la casa azul, oiga y que tiene buenos precios, porque como está la vida…»
Ocho minutos y medio después logro reconducir el asunto y deduzco -nunca me lo dice claramente- que se ha hecho un esguince, y no me quedan claras las circunstancias ni la gravedad del percance. Por ello tengo en estudio si debo subdividir la clasificación de este tipo de comunicación en dispersa, disuasoria y diluida, pero está por ver si debo llamarla habla infinita porque la riqueza de matices y enganches es ilimitada.
Luego está el habla concisa, que llamo aglutinante porque en pocas palabras o incluso una sola se expresa todo un discurso. Puede que incluso ni siquiera sea una palabra, sino un sonido ancestral, con una capacidad polisémica extraordinaria. Es casi una lengua nueva, que se reduce a un vocablo del estilo de «claro», «ajá» o «ya», o bien a un extraño sonido que no acaba de ser palabra, como «Buff», «Wau» y otros de pelaje similar que no determinan diáfanamente con qué vocal se trabaja. Así se expresa el vecino del Noveno B, que por la sonoridad de lo que pone en la placa de su vivienda podríamos pensar que es ciego, pero no, ve perfectamente, y con sus dotes de síntesis va camino de ser mudo.
Hay que decir en su favor que la única palabra… bueno, sí, palabra de su idioma, «Ooooh», suena muy nítida, y no hay duda sobre la vocal que usa. A este te lo encuentras cojeando y apoyándose en una muleta porque tres días antes tuvo un accidente de tráfico y como, otra vez, el protocolo te obliga a preguntarle qué le ha pasado, te queda claro con su diáfana respuesta: «Ooooh». Y se larga sin más. Sublime, un vocablo que lo expresa todo, que cuenta mil historias, que transmite toda la información del universo. Antes de que conociéramos a Donald Trump, el mundo ya estaba desquiciado, por exceso o por defecto. Nos callamos lo fundamental y hablamos por los codos de chorradas, por lo que me viene a la memoria una pintada de los años setenta en la pared de una facultad universitaria: «Aquí no aprueba ni Dios; Jesucristo 4,5».
Y es que se ha perdido eso que unos llaman terquedad y otros firmeza. Me viene a la memoria Florence Foster Jenkins (1868-1944), que fue una rica heredera norteamericana que cantaba muy mal, pero se empeñó en ser soprano y dar recitales que eran fustigados por la crítica. Su frase fetiche fue «Podrán decir que no sé cantar, pero no podrán decir que no canté». Aguantó más de 30 años en esa carrera imposible y lo curioso es que llenaba salas porque la gente iba a burlarse de ella. El público puede ser cariñoso, exigente, generoso, crítico o entregado, pero como toda masa también puede ser muy cruel.
Esto me lleva a la misma historia, pero sin millones, la de una anciana cantante de cabaret, cuyo nombre me reservo por humanidad. Actuaba en una capital latinoamericana como telonera y aparecía en el escenario con un vestuario sofisticado, intentando aparentar treinta años menos de los que tenía. No asumir su edad resultaba patético, porque todo aquel intento de glamour la envejecía aún más. Pero de algo había que comer, y la seguían contratando porque el público iba a reírse, aunque ella actuara en serio. Los cosméticos que se empastaba le daban aspecto de ciudad bombardeada. En otro tiempo fue una buena cantante, siguiendo la estela de las primeras mujeres tanguistas, pero la vida había sido muy dura con ella; desafinaba, susurraba estrofas inaudibles y se convertía en una parodia de cantante. Esta mujer sí era consciente de que se mofaban de ella, pero como necesitaba el dinero para sobrevivir salía al escenario acompañada de un pianista-cómplice, que intentaba acometer la tarea, previamente condenada al fracaso, de ocultar tanto error acústico. En una ocasión, la crueldad del público tomó tintes de humor negro, cuando la cantante destrozó el tango Caminito, un clásico que estaba en la memoria de todos en las voces de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, y cuando llegó al último verso se apoyó en el piano, miró al pianista y cantó desgañitándose:
«…Y que el tiempo nos mate a los dos».
El espontáneo que siempre hay en el público no perdió su oportunidad y materializó la crueldad colectiva gritando:
“¿Y qué culpa tiene el pianista?”
Los seres humanos podemos ser muy generosos, pero también muy sádicos, y a veces la misma persona puede ser ambas cosas dependiendo del ambiente y las circunstancias. Más de lo mismo, por lo que cabe preguntarse si de verdad este año 2025 va en serio o va a ser la misma chapuza a que nos han acostumbrado sus antecesores.