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El síndrome de Tolstoi

 

Por razones que no vienen al caso (juro que son confesables), llevo una semana alrededor de grandes novelas y geniales novelistas que han ido marcando la literatura y, como consecuencia, nuestra civilización, que ahora mismo está sobreviviendo por inercia y con respiración asistida. Una relectura de Guerra y paz, novela cuyo autor es Liev Nikoláievich, conde de Tolstoi (1828-1910), es hoy un ejercicio de revisión de un momento en el que fue puesto patas arriba el mundo conocido (ha pasado demasiadas veces). Cuando, en 1869, se publica la novela completa (venía publicándose por fascículos desde 1864), nació una de las obras literarias más apabullantes de la Historia de la literatura, y sin duda una de las que funda la contemporaneidad en Occidente.

 

 

No es solo una novela histórica, o una magistral ficción de personajes, es la Biblia del conocimiento, la razón y la emoción, como pilares de las personas y de los pueblos. Como El Quijote, es una obra que nunca se termina de leer, siempre hay detalles, matices que, además de novedosos, son trasladables en el tiempo. Si para entender la España del siglo XIX y la que se destila de su lectura para el futuro es imprescindible leer a Galdós, para entender Occidente, sus equilibrios, sus vicios y su locura periódica hay que volver una y otra vez a Guerra y Paz (no son palabras mías sino del propio Galdós, que tenía a Tolstoi por un titán de la novela).

 

Como ahora está de moda ponerle nombre a casi todo, los sociólogos han bautizado a ese miedo a la crítica libre y la subsiguiente autocensura por miedo a ser devorados por las redes sociales. Lo llaman el Síndrome de Tolstoi, no porque el maestro ruso callara por miedo, sino porque, precisamente por no hacerlo, fue tildado de loco, hasta el punto de que trataron de encerrarlo en un manicomio.  En 1894, en su libro El reino de Dios está en vosotros, Tolstoi escribió: «Los temas más difíciles pueden ser explicados al más torpe si todavía no se ha formado una idea sobre ellos; pero la idea más simple no se puede explicar al más inteligente si está convencido de que ya sabe, sin duda alguna, lo que se le presenta». Y en esas estamos, y por eso he vuelto a Guerra y paz, para tratar de entender qué está pasando ahora mismo en el mundo.

 

 

Tolstoi, con Dostoievski, forman una dupla imbatible, pues si el primero nos muestra las relaciones humanas y sociales desde la inocencia hasta la mayor corrupción, Dostoievski entra en las personas y las disecciona casi cruelmente, aunque finalmente las cubra de compasión. No los comparo con nadie, solo digo que son unos gigantes que en estos tiempos se me antojan inalcanzables. Siguiendo con Tolstoi, le negaron el Premio Nobel porque el presidente de la Academia Sueca decía que sus obras eran textos folclóricos. Aunque estamos al filo del verano, me viene a la memoria su muerte, dicen que de frío. Hay distintas versiones y fechas, aunque suele aceptarse mayoritariamente el 10 de noviembre de 1910. Está documentado que murió en el pueblecito de Astapovo, pero unos dicen que en la cama de una habitación que le había dejado el jefe de estación en su humilde casa junto a la vía, y otros que murió en el apeadero, como un vagabundo, y que solo fue identificado cuando llegó su esposa Sofía.

 

La versión más literaria nace de una filmación de la factoría de los Hermanos Lumière, que, entusiasmados con su invento del cine enviaron camarógrafos por toda Europa para filmar documentales que entonces llenaban las salas de proyecciones. El caso es que se conserva una película de un par de minutos, que el cineasta canario Elio Quiroga incluyó en uno de sus documentales, supuestamente filmada ese10 de noviembre en la estación de Astapovo, y es ahí donde nace la leyenda. Se ve el apeadero de trenes, con un banco y un toldo que apenas resguarda de la ventisca esteparia del frío otoño ruso. Un anciano, con aspecto de mujic, camisa de cosaco y luenga barba blanca, está sentado en el banco, aterido de frío. A mitad de la filmación, el hombre cae hacia un lado y queda inmóvil. Se acercan a él y comprueban que acaba de morir. Esta filmación fue exhibida en París meses después, y allí se databa la fecha y se dijo que el hombre cuya muerte fue filmada en directo era nada menos que el gran novelista Liev Tolstoi, adorado por las masas lectoras francesas de entonces.

 

 

Esta filmación, como la foto de la muerte del miliciano de Robert Capa en Cerro Muriano, siempre ha estado bajo sospecha. Se dijo entonces que la filmación fue realizada por los Hermanos Lumière en persona. También dicen que en Astapovo se enteraron de que Tolstoi acababa de morir en la casa de jefe de estación y filmaron una muerte falsa. Se mire como se mire, la historia es muy novelesca, sea verdadera o sea truculenta, y durante años se tuvo como la versión oficial y cierta de la muerte de Tolstoi. Ahora mismo existen muchas dudas sobre su autenticidad, pero es tan increíble que por eso mismo puede que sea verdadera.

 

Y el nuevo síndrome de Tolstói es el caldo de cultivo del populismo, de las teorías de la conspiración, y del extremismo. Hay que ir a la novela, hay demasiado intérprete interesado. Tolstoi fue un gigante de la literatura, un hombre rico de cuna con profundas convicciones religiosas que contenían una idea social, hasta el punto de que Vladimir Lenin quiso enrolarlo para su causa revolucionaria cuando en 1908 publicó un trabajo sobre las ideas socialistas de Tolstoi en el periódico El Proletario del partido comunista ruso, entonces todavía en la clandestinidad. No consta ninguna reacción de Tolstoi, todo es humo, la fuente que nos alimenta es su grandiosa obra magna que a veces suena como un oráculo.

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Es la canariedad, estúpido

 

El próximo viernes es Día de Canarias, que debe ser cosa buena, porque incluso se hacen actos en los que se reconoce a quienes han hecho aportaciones importantes a la sociedad. Esa parte me tiene contento porque homenajean a personas y entidades muy cercanas, queridas y admiradas, como Juancho Armas Marcelo, Olga Cerpa y Mestisay y el Centro de la Cultura Popular Canaria. También a Yolanda Arencibia y Andrés Sánchez Robayna, dos grandes figuras de nuestras letras que nos han dejado recientemente, Como la cabra tira al monte, me fijo en la cultura, término equívoco, ambidextro y, como diría Cantinflas, intransigente, intransferible y que no es lo uno ni lo otro sino todo lo contrario. En otras épocas, la cultura tenía más que ver con el capricho de un rey, un papa o una duquesa que con el mercado. Los pintores, escultores y arquitectos se hacían con una clientela entre los más pudientes, y esto fue determinante, por ejemplo, en la pintura flamenca, pues, en Flandes, los ricos comerciantes encargaban cuadros y tapices, y de esta manera se establecía una oferta y una demanda.

 

 

En el siglo XXI la cultura también es un nicho de empresas y un surtidor de puestos de trabajo. Este mercado es cada vez más globalizado, controlado a menudo por multinacionales o, en el caso de España, por grandes empresas que a su vez son tributarias de otras de mayor calado. Es raro encontrar hoy una discográfica que marque el ritmo, una productora de cine potente o una editorial importante que empiece y acabe en ella, suele formar parte de un grupo empresarial multimedia en el que hay cadenas de radio y televisión, editoriales de libros de todo tipo, productoras audiovisuales y empresas paralelas dedicadas a la distribución y al marketing. Lo demás viene a ser testimonial y deficitario, aunque casi siempre sea lo mejor, pero eso al mercado le da igual.

 

Canarias es una terminal de ese mercado global, y funciona un mecanismo similar al de las muñecas rusas hasta que llegamos a la más pequeña: el mercado canario-canario. Entonces nos tropezamos con el problema de que este es un territorio pequeño y fragmentado, y el público a quien están dirigidas las producciones culturales es muy reducido. Pero no existe ni ha existido nunca un proyecto serio y argumentado, más bien al contrario, porque esas actividades en las que se hacen fotos los políticos siempre son flor de un día. Cada vez que alguien trata de poner a funcionar alguna idea que vaya en esa dirección, la desidia se alía con los que quieren mantener el statu quo y con los dinamiteros. Estamos en un territorio en el que dar a conocer la cultura es complicado porque hay un desprecio endémico, y palabras como artista, poeta o intelectual suenan a menudo como un insulto, porque así se propicia.

 

Decía el escritor norteamericano John Updike que, por la tendencia a premiar minorías, a él nunca le darían el Premio Nobel porque reunía todas las características desaconsejadas por la Biblia del multiculturalismo: blanco, anglosajón, varón, heterosexual y cristiano. Y, efectivamente, no se lo dieron. Traigo esta referencia porque ya cansa tanta canariedad de usar y tirar, tanto ombliguismo retumbante que en nada se concreta y que suena muy fuerte cada año alrededor del Día de Canarias, entre una romería y un pasacalle. Parece ser que es obligatorio sentirse orgulloso de ser canario, como si eso fuese un logro personal que necesitara un esfuerzo. Se es tonto o listo, rubio, moreno o pelirrojo, saludable o enfermizo, hábil o patoso por genética, y se es canario por nacer en Canarias, lo mismo que quien nace en Helsinki es finlandés. Me pregunto qué es eso que hace que los canarios debamos ufanarnos de serlo, y que no tienen los pobres y desventurados catalanes, asturianos, ingleses, mexicanos y japoneses. Yo se lo digo: nacer. Por eso siempre invocamos a la madre que nos parió.

 

Como mucha gente de estos muladares, como Updike, soy blanco (si no retrocedemos mucho, porque la mayoría ignora por dónde va el guisante de Mendel), además de varón y toda esa ristra de características que también tienen extremeños o baleares, y que por lo visto me hacen especial sin yo saberlo. Puedo añadir en mi favor que sé tocar el timple y la guitarra (nivel Somos costeros). Sé diferenciar una alpispa de un guirre y un cherne de una vieja. Cuando los urbanitas se ponen la chaqueta de estameña y demás atributos que por lo visto nos pertenecen por etnografía, tal vez homenajeen a sus ancestros, pero en mi caso, campesino de nacimiento y niñez, están en mi memoria de lo cotidiano, como la quesera y el farol. También forman parte de esa memoria las nasas y el chinchorro, el azufre y las despedidas en el muelle a los emigrantes a Venezuela, los bailes de taifas y las partidas de envite. Y aunque no pudiera acreditar nada de eso, seguiría siendo canario. Ya saben, nacer.

 

Se me activa el cabreo en fa sostenido cuando aparece alguien que trata de darme lecciones de canariedad, enarbolando precisamente cosas que apenas conoce de oídas. Decía el mencionado Sánchez Robayna que desconocía qué atributos hacían que un canario fuese más canario que otro canario.  Lo suscribo, porque a esos eminentes teóricos de la identidad, que son los que han llenado nuestras calles de franquicias y multinacionales que han laminado el pequeño comercio, se les llena la boca en Fitur hablando del queso de media flor sin haber visto ni una sola vez cómo se cuaja la leche con la flor de un cardo. Pues miren, aprovechando esa furia domesticada, les digo que por culpa de estos que se disfrazan (vestirse es otra cosa) de canarios tenemos las tasas de paro más altas de la UE, los salarios más bajos de España, una economía concentrada mayoritariamente en una sola actividad, y tengo que aguantar lecciones de identidad porque ellos han sacado del armario «el traje de típico», aunque siguen creyendo que el plátano y la esterlitzia son plantas autóctonas.

 

Esa memoria de nuestros antecesores, no solo es respetable, es venerable, pero se olvidan de la memoria que puede hacernos avanzar y que es olvido consciente: hemos sido los primeros en España en usar cubiertos para comer, en alumbrado público, en agua corriente en cada vivienda, en usar cuarto de baño en cada casa… Todo eso nos vino por el mar, y no se quiso aprovechar. Con el contacto con Gran Bretaña, si nuestra clase dirigente del siglo XIX hubiera sido otra, hoy estaríamos a la altura industrial de Cataluña, que sí supo y quiso. Resumiendo: empiezo a estar hasta los epidídimos de tanto disfraz. Ah, sí, Feliz Día de Canarias; como dirían en la campaña de Bill Clinton, “¡Es la canariedad, estúpido!”.

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La pedrada

 

Los que ya vivíamos cuando el mundo, especialmente el español, era en blanco y negro, hemos recorrido un camino muy largo, que parece que va haciéndose cada día más azaroso, porque descubrimos el mundo el color, e incluso me atrevería a decir que contribuimos a pintarlo, y ahora nos damos de bruces con unas tendencias que llaman al escalofrío, porque se han ido atrincherando y cerrando las mentes, y las mentes cerradas solo producen sufrimiento propio y ajeno. Alguien dijo (pudo ser cualquiera, porque se le atribuye a diferentes voces) que la mente es como un paracaídas, si no se abre, no funciona, y cada vez cuesta más tirar de la anilla, porque el mundo de las relaciones y la tolerancia se ha ido oxidando.

 

 

Yo no soy un liberal en lo económico; ese juego tiene, para mí, las cartas marcadas. Pero sí que podría serlo en lo social, porque esta idea consagra la suprema libertad de la persona, que avanza con sus decisiones a cuestas, su albedrío insobornable y por consiguiente con la responsabilidad de administrarlo. Recuerdo que Lothar Siemens me decía que ninguna tendencia, doctrina o forma de pensamiento es más libre que la liberal (está claro por el nombre), y entonces (esto fue hace más de treinta años) su afirmación me pareció exagerada o cuando menos discutible.

 

El tiempo y la vida me han enseñado que el discurso Lothar estaba muy ajustado. Siempre digo que todos tenemos la huella de una pedrada que, en muchos casos, no sabemos cuándo, cómo y por qué se nos produjo y que solo se ve cuando te cortas el pelo o lo pierdes. También arrastramos una mochila, en la que han ido entrando cosas buenas y malas y que se ponen a funcionar simultáneamente en cualquier circunstancia, alterando la percepción de las cosas, de manera que, cuando dos personas se cruzan con un animal en la niebla, una ve la silueta de un ciervo y para la otra el animal puede ser un potro, un becerro o incluso un unicornio. Y siempre hay niebla.

 

Con el paso de los años, nos vamos quitando y poniendo capas y viendo las cosas de otra manera. La niebla es persistente, tenemos que fiarnos de los instrumentos que llevamos en la mochila para determinar con qué animal nos cruzamos. Así que, ahora percibo que estamos volviendo a ese mundo en blanco y negro del que tanto nos costó salir, que poco a poco los colores se van desvayendo hacia el gris. Y es ahora cuando cada cual se vale de su mochila y se palpa la cicatriz de la pedrada, porque no puede haber sido en vano todo ese periplo que necesariamente debe conducirnos a la libertad, que ahora empiezo a ver en peligro porque cada cual descalifica todo aquello que no sea fiel reflejo de su propia historia. Así desaparece el diálogo y es imposible el acuerdo, porque para ello es necesario ensamblar ideas contrapuestas o por lo menos distintas.

 

Y ese es el reino del mesianismo, porque todos esperan a alguien que los lleve a la Tierra Prometida. La democracia se tambalea porque resurge la mentirosa necesidad de los caudillos. Los ingleses ansiaron durante años que Ricardo Corazón de León volviese de Las Cruzadas para poner orden en su reino amenazado por su hermano Juan Sin Tierra; los alemanes esperaron el regreso desde Tierra Santa de Federico Barbarroja, y se les imaginaba montando un luminoso alazán (cada uno el suyo, que dos monarcas poderosos es mucho peso para un solo caballo). Los portugueses, siglos después, esperaron la vuelta del rey Don Sebastián, pero este nunca volvió. Por supuesto, también lo imaginaban a lomos de un albo y brioso corcel (un poco de cursilería hace que el asunto suene más legendario). Ingleses, alemanes y portugueses ponían su fe en el regreso de un salvador de la patria (es que no se puede gobernar un reino desde la quinta puñeta). Tanto creían los portugueses, que esperaron al jinete salvador mucho más tiempo de lo que alcanza la vida humana, pero como la cosa iba de magia, nunca perdieron la esperanza.

 

Después de oír a tanto Moisés de un lado y de otro proclamar su disponibilidad para liderar el paso del Mar Rojo, ya solo falta el caballo blanco. En Estados Unidos se han conformado con un tipo color naranja que en vez de caballo tiene un avión que le regalaron los infieles. Que haya gente que crea que la salvación de un país está en manos de una sola persona es fanatismo, pero si ese mismo ser cree de sí mismo que es la única solución, entonces estamos hablando de otra cosa, y no digo la palabra porque mi madre me decía que calladito soy clavado a Gary Cooper.

 

Ya sabemos que en la zona de lo que llamamos derecha, el mesianismo suele ser marca de la casa, y más mesianismo cuanto más a la derecha. Pero no se den por ganadores los de la llamada izquierda, que aquí todos cojean de lo mismo, y si no miren lo que le pasó al poeta Roque Dalton. Las palabras que los Evangelios ponen en boca de Jesucristo me parecen en general integradoras, pero hay una frase que me suena excluyente e intolerante, y es cuando dice “quien no está conmigo está contra mí”. Vaya, dirán algunos, otro equidistante. Pues no, porque como consecuencia de mi pedrada, entiendo que puedo tener criterio propio, que no esté a medio camino de ninguna parte, sino que es diferente. Hay muchas propuestas que siempre se nos presentan como una dualidad. Y no es así; puedes estar en desacuerdo con las únicas premisas que se presentan, porque una mente libre crea sus propias opciones (negociables, por supuesto).

 

Además, sentirse equidistante es la soberbia máxima, porque sería considerarse el centro de un círculo, algo parecido a la verdad absoluta e indiscutible. Ese es el problema, que no se permite la discusión y el acuerdo. Y quienes escribimos puede que no hablemos más que los que no, pero la palabra escrita queda, y estamos siempre en el banquillo, porque dos renglones más abajo, en el mismo Evangelio de Mateo, Cristo dice: “Por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado”. Disculpe, Santidad, que usted es nuevo, no me meto en lo suyo, Wojtyla, Ratzinger y Bergoglio sabían que son mis secuelas de la pedrada. Un amigo suele decir: “Hoy todo el mundo va a lo suyo, menos yo, que voy a lo mío”. Pues eso.