La Naturaleza no negocia
El reciente temporal, bautizado con el nombre de mi tocaya de Emilia, parece haber sido un suceso extraordinario, único y raro. No es cierto, y creo que somos demasiado irresponsables cuando, entre un cortado y un chupito, nos cachondeamos de los anuncios de la AEMET y de las alertas de distintos colores emitidas por el Gobierno de Canarias. Casi nunca es grave, pero en ese “casi” se agazapan grandes tragedias de las que la Naturaleza nos ha hecho víctimas. No tomar en consideración las advertencias es una irresponsabilidad, porque aquí han ocurrido desgracias terribles, y si antaño venían sin anunciarse, no parece inteligente que, ahora, cuando al menos nos avisan de que puede haber riesgos, deberíamos tomar nota y no hacer chistes de meteorólogos, oceanógrafos y vulcanólogos. No son adivinos, son científicos, y advierten del peligro, y ya hemos visto que, en muchas ocasiones, los tomamos por el pito del sereno, y dejamos coches aparcados en potenciales cauces de riadas, como ha sucedido en estos días en algún municipio del Este de Gran Canaria.

Por otra parte, debido a las características orográficas y geológicas de nuestro archipiélago, los canarios tendríamos que haber tenido más en cuenta nuestro modelo de crecimiento físico. Desde las más remotas crónicas de la conquista, hasta ahora mismo, una y otra vez nuestras islas se han visto afectadas por eventos naturales de gran dureza, algunos con categoría de catástrofe, como las erupciones en siglos pasados del Teide en Tenerife o de Timanfaya en Lanzarote, que se llevaron por delante poblaciones enteras como Garachico, con su puerto comercial, entonces pujante, o el cambio físico de buena parte de la isla conejera tras la orgía de fuego que sufrió. Todo eso parece olvidarse, como la fuerza del océano que dio cuenta de casas, embarcaderos y muelles, como el de Arrecife de Lanzarote en los años 50 del siglo XX.
Otros episodios de enorme envergadura han sido los temporales de viento, lluvia y mar, que han sido los culpables incluso de destruir símbolos insulares como el Garoé herreño original a principio del siglo XVII, que fue levantado por los aires por un huracán, o la más reciente desaparición del monolito del Dedo de Dios (o Roque Partido, como más les guste), en la acantilada costa de Agaete. No podemos olvidar la riada que asoló Santa Cruz de Tenerife el 31 de marzo de 2002, que costó vidas humanas, como consecuencia de una lluvia insistente y brutal de una nube que quedó detenida sobre la ciudad y el puerto. Si les parece que todo esto es motivo de chanza en las conversaciones es que no se han parado a pensar en el coste humano y económico que la desidia siempre ocasiona.
Y si escarbamos en crónicas, documentos y citas de viajeros, encontraremos noticias de los efectos en nuestras costas del maremoto (ahora lo llamamos tsumani, en japonés) que se produjo como consecuencia del Terremoto de Lisboa, el 1 de noviembre de 1755, que destruyó dicha ciudad casi por completo, y que tuvo su epicentro en medio del Atlántico, frente del Cabo de San Vicente, la esquina suroccidental de la Península Ibérica. Aquellas olas creadas por el gran movimiento sísmico, también llevaron la desgracia a las costas españolas del Golfo de Cádiz, y llegaron a nuestras islas, aunque sobre eso no hay mucha documentación; entre el rumor, algún vestigio y la lógica, debemos suponer que, en gran Canaria, debió sentirse ese oleaje en las llanuras litorales que hoy son la parte más vieja de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, y circulan por ahí teorías universitarias en las que se aventura la posibilidad de que las Dunas de Maspalomas (quien sabe si también las de Corralejo, el Cotillo y Jandía en Fuerteventura) son consecuencia de dicho maremoto, porque antes no habían sido mencionadas en crónicas de hechos anteriores acaecidos en la zona, fuese en la aguadas colombinas o en los desembarcos de los piratas que tan bien documenta Rumeu de Armas sin mencionar que hubiera por allí arenales.
En Gran Canaria, los que tenemos juventud acumulada hemos oído hablar de dos sucesos que posiblemente se unieron para que se produjera el desplazamiento de la zona de Rosiana en Las Tirajanas. Primero ocurrió lo que entonces se llamó Episodio Tropical, en octubre de 1955, cuando, durante tres días, cayó agua como en un relato macondiano de García Márquez. Se registraron cifras dignas del Diluvio Universal, entre 400 y 500 litros en distintas zonas del casquete central de la isla, e incluso hay un pluviómetro que recogió más de 700, cifras que dejan en pañales a recientes temporales (ahora se ha llegado a 160 litros en algunas zonas). Frente a semejante furia de los elementos, buena parte de los puentes de la isla se fueron barranco abajo, incluyendo el de los Siete Ojos de la antigua entrada de Telde.
Apenas cuatro meses después, en febrero de 1956, llovió sobre mojado (nada metafórico), y durante diez días se desplazaron 330.000 metros cuadrados (corrimiento de tierras, decían) en la zona tirajanera de Rosiana, que afectó a más de 250 vecinos. Esto fue como consecuencia de una disparate meteorológico que tuvo como origen la Península Ibérica, donde, en aquellas fechas, se registraron las temperaturas más bajas del siglo (-32 grados C en un lago de Lleida).
Y la mayor catástrofe que se recuerda, sucedida en Breña Alta, isla de La Palma, en la que una combinación de viento infernal y agua sin medida destruyó el barrio de Los Llanitos, ocurrida en 1957. Entre la confusión de cifras, es claro que fallecieron al menos 28 personas (otros hablan de 32). Volcanes, incendios forestales (recordemos las 20 víctimas del incendio del 11 de septiembre de 1984 en La Gomera), en nuestras islas poca broma con los elementos.
Está bien ironizar con el vocabulario, que es consecuencia de cambios tecnológicos y avances científicos. Ahora hablamos de danas, antes fue gota fría, pero en los anales que he mencionado se habla de depresión Sudano-Sahariana, vaguada tropical, onda del este y otras denominaciones, pero el peligro es el mismo, es la Naturaleza desatada, sea con fuego, viento o agua. Pero seguimos construyendo donde baten las olas y en las seculares escorrentías de agua de lluvia. Parece que nos hemos creído que esto es en verdad un paraíso de mansedumbre y todo es seguro. Solo hay seguridad cuando hay precaución, Supermán no existe. Así que, cuando aparezca una alerta de incendio forestal, de temporal, de viento, de mala mar o de erupción volcánica, la historia no dice que deberíamos tenerla en cuenta. Y si no se llega a la gravedad advertida, mejor, pero ya deberíamos saber que la Naturaleza no negocia.

