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Renacer cada solsticio de invierno

 

Mañana es Nochebuena en Occidente. Por encima de las creencias está la tradición, que se enlaza con el solsticio de invierno, que es la noche más larga del año y el día más corto, porque lo que, a partir de ese punto, cada jornada el Sol tendrá un poco más de presencia. Celebramos el inicio de una nueva etapa, en la que tal vez podamos crecer, porque aumenta la luz, el principio en todos los relatos que en su mayoría devinieron en religiones, que, como sabemos, tienen la tendencia a reinterpretar lo que siempre estuvo.

 

 

El ser humano suele convertir lo sencillo en complicado. Lo reescribe una y otra vez, y lo reviste de filosofía, política, religión o ciencia (la ciencia tampoco es neutra). Somos incapaces de definir eso aparentemente tan inocente que es la realidad. En nuestro ámbito, nos han iluminado las calles y sembrado la ciudad de belenes, nos ha visitado la lluvia y el mar se ha embravecido. Es Navidad, y nos llaman a la alegría, aunque a veces nos inunde la tristeza. Es un ajuste de cuentas con el tiempo, esa máquina inexorable que no necesita reloj. Suele sorprendernos lo que llamamos Navidad sin habernos preparado para que nos deseen felicidades por sistema, ni para soportar la solidaridad programada, que nos viene a decir que somos culpables de las penurias ajenas, y en un supremo acto de generosidad acuden quienes tienen su residencia fiscal en Mónaco o en Miami, porque allí casi no pagan impuestos, y luego hay que darles las gracias porque rifan una camiseta o una foto firmada. Lo que deberían hacer es pagar impuestos en España, eso sí que es solidaridad.

 

Estas cosas me irritan y a la vez me descorazonan, pero no es la Navidad lo que disgusta; es la hipocresía. Sobran solidarios con carnet que vive como marajás, que van de progre y se permite darnos lecciones de ética, o van de gente de orden y se presentan como samaritanos en los rastrillos. Los nombres los ponen ustedes, que hace mucho frío para pasar por el juzgado. Porque miles de personas mueren de frío en Sudán o el desierto de Tinduf, y en otros lugares donde hiela la indiferencia. Hace mucho frío, no solo el que impone la estación invernal, sino el frío del desamor, el odio y la insolidaridad. Se han congelado los cerebros, y hay quien hace negocio hasta de las catástrofes. Hace frío en las ciudades, donde los sin techo tiritan de soledad, en las costas donde los cayucos arriban llenos de miedo, en el corazón de los palestinos, los kurdos y los tibetanos, sojuzgados por otros pueblos en aras de no se sabe qué privilegios. Hay frío en todas partes, pero donde más frío hace es en el corazón de los que hacen ostentación de opulencia, insultando a los desposeídos.

 

Queda tan solo el calor de la familia, con la memoria de los que se fueron. Encima nos montan la cantinela anual de la lotería de Navidad, algo que no acierto a comprender, porque tiene tirón mediático algo que se retransmite por todos los medios simultáneamente. Es como la sublimación colectiva de una esperanza que nunca llega, y eso no hay tradición que lo salve. Supongo que los niños del Colegio de San Ildefonso ya estaban en el Plan Maestro mucho antes de que ni siquiera hubiese vida en La Tierra. Y hay historias, mitos a la postre, que resultan incomprensibles, pero que nos tragamos sin pensarlos. Por ejemplo, los pastorcillos de Belén. Siempre me he preguntado por qué solo adoraron a Jesús hombres que se dedicaban al cuidado de rebaños. Se me dirá que eran los que estaban en el campo y vieron la estrella de Belén, pero todo eso es rebatible con el Evangelio en la mano y con el sentido común.

 

Para empezar, la estrella debía guiar a los magos de Oriente, y por lo tanto andaría lejos de Belén, señalando el camino. Es verdad que había por la zona un ángel anunciando gloria a Dios en el cielo y en La Tierra paz a los hombres de buena voluntad, pero los clamores del ángel podían ser escuchados por cualquiera, especialmente por los panaderos, que son los que tradicionalmente trabajan de noche. También podían oírlo los campesinos agricultores e incluso los urbanitas de una ciudad pequeña como Belén, pues no creo que hubiera mucho ruido de motores en aquella época. Además, se supone que los rebaños pastan de día y por la noche vuelven a los corrales, donde se hace el ordeño y se fabrica el queso. De manera que eso de los pastores de Belén no resiste un análisis medianamente serio, porque arrieros, repartidores, soldados, carpinteros que tienen atrasado el trabajo y otros profesionales suelen trabajar de noche o sin horario, y no es precisamente el caso de los pastores. En fin, que hasta los evangelistas andaban en Belén con los pastores.

 

Hace años que ya ni se respetan las famosas treguas bélicas de Navidad; a comienzos de la Gran Guerra, en diciembre de 1914, a pocos meses del comienzo de las hostilidades, se produjeron batallas muy sangrientas, como la del río Marne en Francia y la de Ypres en Bélgica (octubre/noviembre de 1914) en la que murieron 200.000 soldados.  Horrorizado por la noticia, el Papa Benedicto XV, que acababa de ser elegido en septiembre de ese año, pidió el 7 de diciembre a las naciones contendientes al menos una tregua por Navidad. Tanto el Káiser germano Guillermo II como el primer ministro británico Asquith, el presidente francés Poincaré o el rey Belga Alberto I hicieron oídos sordos a la petición del Papa porque el primero de ellos pensaba que eso daría ventaja a los aliados, y los otros también estaban convencidos de que no era el momento de parar. Pero la noche del 24 de diciembre, desafiando las órdenes superiores, soldados alemanes empezaron a cantar villancicos, que fueron coreados en las trincheras enemigas, especialmente por los británicos, luego se hablaron a gritos, dejaron sus armas y salieron a campo abierto. Se saludaron, brindaron, intercambiaron tabaco y materializaron una tregua que ha pasado a la historia, pues hay versiones que cuentan que en la mañana de Navidad hasta jugaron al fútbol.

 

Ahora,  la palabra tregua ha perdido su significado. Por eso me apunto a la idea de renacer cada Nochebuena, porque hemos de renovar al niño que finalmente somos. Y reincidir en aquel romance que se quiere perder en el anonimato: “Celebrar otro solsticio / es costumbre bien pagana, / universal porque indica / renacer, y la campana / es llamada de atención / porque la vida se pasa”. ¡Feliz Navidad!

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La Naturaleza no negocia

 

El reciente temporal, bautizado con el nombre de mi tocaya de Emilia, parece haber sido un suceso extraordinario, único y raro. No es cierto, y creo que somos demasiado irresponsables cuando, entre un cortado y un chupito, nos cachondeamos de los anuncios de la AEMET y de las alertas de distintos colores emitidas por el Gobierno de Canarias. Casi nunca es grave, pero en ese “casi” se agazapan grandes tragedias de las que la Naturaleza nos ha hecho víctimas. No tomar en consideración las advertencias es una irresponsabilidad, porque aquí han ocurrido desgracias terribles, y si antaño venían sin anunciarse, no parece inteligente que, ahora, cuando al menos nos avisan de que  puede haber riesgos, deberíamos tomar nota y no hacer chistes de meteorólogos, oceanógrafos y vulcanólogos. No son adivinos, son científicos, y advierten del peligro, y ya hemos visto que, en muchas ocasiones, los tomamos por el pito del sereno, y dejamos coches aparcados en potenciales cauces de riadas, como ha sucedido en estos días en algún municipio del Este de Gran Canaria.

 

 

Por otra parte, debido a las características orográficas y geológicas de nuestro archipiélago, los canarios tendríamos que haber tenido más en cuenta nuestro modelo de crecimiento físico. Desde las más remotas crónicas de la conquista, hasta ahora mismo, una y otra vez nuestras islas se han visto afectadas por eventos naturales de gran dureza, algunos con categoría de catástrofe, como las erupciones en siglos pasados del Teide en Tenerife o de Timanfaya en Lanzarote, que se llevaron por delante poblaciones enteras como Garachico, con su puerto comercial, entonces pujante, o el cambio físico de buena parte de la isla conejera tras la orgía de fuego que sufrió. Todo eso parece olvidarse, como la fuerza del océano que dio cuenta de casas, embarcaderos y muelles, como el de Arrecife de Lanzarote en los años 50 del siglo XX.

 

Otros episodios de enorme envergadura han sido los temporales de viento, lluvia y mar, que han sido los culpables incluso de destruir símbolos insulares como el Garoé herreño original a principio del siglo XVII, que fue levantado por los aires por un huracán, o la más reciente desaparición del monolito del Dedo de Dios (o Roque Partido, como más les guste), en la acantilada costa de Agaete. No podemos olvidar la riada que asoló Santa Cruz de Tenerife el 31 de marzo de 2002, que costó vidas humanas, como consecuencia de una lluvia insistente y brutal de una nube que quedó detenida sobre la ciudad y el puerto. Si les parece que todo esto es motivo de chanza en las conversaciones es que no se han parado a pensar en el coste humano y económico que la desidia siempre ocasiona.

 

Y si escarbamos en crónicas, documentos y citas de viajeros, encontraremos noticias de los efectos en nuestras costas del maremoto (ahora lo llamamos tsumani, en japonés) que se produjo como consecuencia del Terremoto de Lisboa, el 1 de noviembre de 1755, que destruyó dicha ciudad casi por completo, y que tuvo su epicentro en medio del Atlántico, frente del Cabo de San Vicente, la esquina suroccidental de la Península Ibérica. Aquellas olas creadas por el gran movimiento sísmico, también llevaron la desgracia a las costas españolas del Golfo de Cádiz, y llegaron a nuestras islas, aunque sobre eso no hay mucha documentación; entre el rumor, algún vestigio y la lógica, debemos suponer que, en gran Canaria, debió sentirse ese oleaje en las llanuras litorales que hoy son la parte más vieja de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, y circulan por ahí teorías universitarias en las que se aventura la posibilidad de que las Dunas de Maspalomas (quien sabe si también las de Corralejo, el Cotillo y Jandía en Fuerteventura) son consecuencia de dicho maremoto, porque antes no habían sido mencionadas en crónicas de hechos anteriores acaecidos en la zona, fuese en la aguadas colombinas o en los desembarcos de los piratas que tan bien documenta Rumeu de Armas sin mencionar que hubiera por allí arenales.

 

En Gran Canaria, los que tenemos juventud acumulada hemos oído hablar de dos sucesos que posiblemente se unieron para que se produjera el desplazamiento de la zona de Rosiana en Las Tirajanas.  Primero ocurrió lo que entonces se llamó Episodio Tropical, en octubre de 1955, cuando, durante tres días, cayó agua como en un relato macondiano de García Márquez. Se registraron cifras dignas del Diluvio Universal, entre 400 y 500 litros en distintas zonas del casquete central de la isla, e incluso hay un pluviómetro que recogió más de 700, cifras que dejan en pañales a recientes temporales (ahora se ha llegado a 160 litros en algunas zonas). Frente a semejante furia de los elementos, buena parte de los puentes de la isla se fueron barranco abajo, incluyendo el de los Siete Ojos de la antigua entrada de Telde.

 

Apenas cuatro meses después, en febrero de 1956, llovió sobre mojado (nada metafórico), y durante diez días se desplazaron 330.000 metros cuadrados (corrimiento de tierras, decían) en la zona tirajanera de Rosiana, que afectó a más de 250 vecinos. Esto fue como consecuencia de una disparate meteorológico que tuvo como origen la Península Ibérica, donde, en aquellas fechas, se registraron las temperaturas más bajas del siglo (-32 grados C en un lago de Lleida).

 

Y la mayor catástrofe que se recuerda, sucedida en Breña Alta, isla de La Palma, en la que una combinación de viento infernal y agua sin medida destruyó el barrio de Los Llanitos, ocurrida en 1957. Entre la confusión de cifras, es claro que fallecieron al menos 28 personas (otros hablan de 32). Volcanes, incendios forestales (recordemos las 20 víctimas del incendio del 11 de septiembre de 1984 en La Gomera), en nuestras islas poca broma con los elementos.

 

Está bien ironizar con el vocabulario, que es consecuencia de cambios tecnológicos y avances científicos. Ahora hablamos de danas, antes fue gota fría, pero en los anales que he mencionado se habla de depresión Sudano-Sahariana, vaguada tropical, onda del este y otras denominaciones, pero el peligro es el mismo, es la Naturaleza desatada, sea con fuego, viento o agua. Pero seguimos construyendo donde baten las olas y en las seculares escorrentías de agua de lluvia. Parece que nos hemos creído que esto es en verdad un paraíso de mansedumbre y todo es seguro. Solo hay seguridad cuando hay precaución, Supermán no existe. Así que, cuando aparezca una alerta de incendio forestal, de temporal, de viento, de mala mar o de erupción volcánica, la historia no dice que deberíamos tenerla en cuenta. Y si no se llega a la gravedad advertida, mejor, pero ya deberíamos saber que la Naturaleza no negocia.

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Cosas que se nos escapan a los mortales

 

Como alguien ha dicho en estos días, es de parvulario pensar que el franquismo fue algo que se le ocurrió a Franco y los demás a callar. Está claro que Franco era el mascarón de proa de un navío siniestro en el que navegaban diversos intereses, y les convenía hacer que seguían a un líder. Es más, le daban mucha coba para tenerlo siempre en la picota y así ellos poder vivir a la sombra de ese poder, haciendo lo que les daba mayor beneficio.

 

 

Durante buena parte de mi vida, Franco fue siempre un punto de referencia inexcusable. Su retrato, junto al de José Antonio Primo de Rivera y el crucifijo utilizado como un emblema más del Imperio, estaba en el frontispicio de cada aula, en los edificios oficiales y hasta en las oraciones de la misa. Nos lo mostraban como ejemplo de virtudes que hoy me parecen tristes, hasta que, viciado por los libros, supe que existían la democracia, los partidos políticos, la libertad de expresión, las críticas al gobierno, la pluralidad. Entonces supe que Franco me consideraba su enemigo; para él, yo era peligroso, todos éramos peligrosos para la patria, y por eso nos vigilaban. Si en nombre de la patria se puede matar a miles de personas, perseguir la cultura, destruir ciudades y arrasar campos, la patria no es la gente, ni la tierra, ni la cultura; entonces, ¿qué es la patria? Para mí era una abstracción militar con uniforme de cruzado. La patria entonces no era la suma de mujeres, hombres, ideas, costumbres y territorio, sino su resta. Y era triste.

 

Después he entendido lo sombrío de aquel mundo donde la alegría era delito. Se respiraba un aire tan lúgubre, que durante años he dudado de si Franco existió realmente o fue una ficción. Y no era una ficción, porque no se trataba del hombre bajito que se erigió en dictador, sino de una idea de España en la que los españoles no cuentan. Franco era el logotipo, y ahora aquella patria se ha convertido en cifras, dinero y estadísticas, y sigue sin tener en cuenta a los españoles. En el aniversario de la Constitución, vemos que lo que significaba el franquismo no solo no fue una ficción, sino que se prolonga y hoy sigue vivo, condenando a la cárcel de la miseria a millones de españoles, jugando con la vida y con la muerte de la gente indefensa, expulsando a los jóvenes como antaño.

 

Yo me siento miembro de una España solidaria, justa y abierta, pero cuando me hablan de patria empiezo a temblar, porque detrás de esa palabra no está la España en la que creo. Dicen que la Constitución necesita reformas; si no hay un sentimiento colectivo, va a dar igual. Bastaría con que se cumplieran la lista de derechos y la doctrina de justicia solidaria que ya están escritas en esa Constitución de 1978 que dicen que es vieja. Siempre lo fue, pero lo peor es que ha sido papel mojado porque nunca se ha cumplido para el conjunto de la población. Y siento que cuando hablo así se me tiene por enemigo, porque quieren volver a esa España en blanco y negro en la que la alegría vuelve a ser sospechosa.

 

Los resultados de las elecciones, que unos demandan y otros retrasan, se relatan hoy en encuestas, que empiezan a ser menos fiables que nunca, porque es bien sabido que hay un porcentaje de la población que no quiere perder y vota a quienes las encuestas dicen que ganan. Por eso no hay que fiarse. Se supone que, en una democracia, las dudas se resuelven votando, pero resulta que luego los votos se interpretan según y cómo, de tal manera que dicen saber hasta las intenciones de los votantes. Y eso no puede saberse, solo son cifras, pues el sentimiento o el impulso de cada persona al depositar su papeleta o al decidir abstenerse es un arcano. Eso sí, luego está la sociología, pero ya sabemos que las ciencias exactas no existen.

 

Ahora, que estamos en una campaña electoral en sesión continua, se incrementa el griterío que uno no sabe cómo digerir, porque, según se mire, si prestas atención y sigues la lógica interna de estos discursos, resulta que todos tienen razón; o al revés, todos tienen agujeros por donde cabe cualquier interpretación contraria. Pero tienen algo en común, demasiadas mentiras. Y es que estamos inmersos en una fase muy curiosa, porque hay tanta información y a la vez tantas manipulaciones que ya no puedes fiarte de casi nada. Vemos cada día cómo noticias, fotografías y vídeos son falsificados o datados según conveniencia.  O se inventa directamente, por lo visto vale todo. Y conviven diversas maneras de ver el mundo, que van desde la ingenuidad hasta el delirio, y que podríamos agrupar de muchas maneras. Por ejemplo, así:

 

Conspiranoicos.- El mundo está dirigido por grandes fuerzas económicas y políticas, y estas se reúnen periódicamente para diseñar estrategias de dominio, quitar y poner reyes y crear estados de opinión que favorezcan sus actuaciones.

 

Antiimperialistas.- Muy parecido al anterior, pero el centro de gravedad de estas decisiones está en Estados Unidos, más concretamente en Washington, y se ejecutan a través de las muchas agencias del gobierno federal de ese país.

 

Estándar.- La realidad es exactamente la que vemos en los noticiarios; ocurre de esa manera porque sí, y cualquier opinión o aclaración responde a intereses muy oscuros.

 

Revolucionarios.- Hay que cambiarlo todo, pero cada cual tiene en su cabeza su propia revolución, y es fácil que piense que la del otro es fascista, comunista o del Atlético de Madrid.

 

Utópicos inactivos.- Entramos en la Era de Acuario y las tensiones actuales son las propias de un cambio en el que va a haber paz y amor.

 

Espirituales.- El mundo se mueve por fuerzas superiores a las que hay que ligarse (re-ligare: religión), y desde el Yin y el Yang hasta los millonarios predicadores televisivos, hay todo un muestrario para elegir.

 

Esotéricos.- Hay unas sociedades secretas que son las que impulsan y detienen los procesos. Según estos, es asunto de francmasones, iluminatti, rosacruces, realianos y otras minorías, algunas de las cuales se creen “los elegidos”, donde no son descartables teorías surrealistas, fantásticas o delirantes en las que se agarran de Einstein para explicar la curvatura del tiempo y la relatividad del espacio, además de conexiones incluso con fuerzas alienígenas. Hay más gente de la que pensamos que cree ciegamente en este tipo de discursos.

 

Y hay unas lógicas raritas, como la de que España no irá a Eurovisión si participa Israel, pero jugará sin problemas el Mundial de fútbol de 2026, en el que, por cierto, también participa Israel. La incoherencia es obvia, o los dos o ninguno. Cosas que se nos escapan a los mortales.