Como diría el poeta Miguel Hernández, en Gran Canaria, su isla y la mía, se me ha muerto como del rayo mi amiga la gran artista Sira Ascanio. Fue siempre una mujer singular, que vibraba escuchando Piensa en mí cantada por Luz Casal, metiéndose en las abstracciones de Kandinsky, que coleccionaba copas de cristal y amigos, que sufría por este país machadiano de charanga y pandereta, que en otra vida de ficción fue Ginebra en Camelot o decía que tal vez un pez o un delfín (yo creo que una sirena), esa mujer se ha ido dejando un rastro de luz que se le escapaba en todo lo que hacía. Por cronología, por postulados estéticos y por contenidos vitales, debiera figurar en la generación del setenta, pero entonces la vida personal la absorbía, asunto crónico por desgracia en las mujeres. Despegó como una cometa al filo de los primeros ochenta, y esa cometa voló muy alto apenas se le dio hilo, porque Sira vivía pendiente de las imágenes de su entorno, era pintora veinticuatro horas, y últimamente se aliaba también con la fotografía. Podría decirse que parecía tímida y callada, pero era muy fuerte, sus cuadros así lo delatan, esos torsos hercúleos, eso colores definitivos. Siempre se intuía el océano en el rumor de sus trazos, aunque no lo pintaba directamente; igual que Oramas, dejaba el mar como respaldo, estaba aunque no estuviera. Al compararla con una cometa, me dijo en una entrevista que le hicimos Tato Gonçalves y yo en el Castillo de La Luz despidiendo el siglo XX: «No creo ser de aire, eso me crearía más inseguridad, ni siquiera soy de tierra; mi elemento natural es el agua, metida en ella me siento segura; me gustaría diluirme en agua como una acuarela». Como pintora, Sira trataba el mar a distancia, y tal vez cuando se diluía en él queriendo ser acuarela lo miraba como un dios, en una especie de panteísmo romántico que solo es posible en la contradicción fructífera del arte. Ya Sira es color, acuarela, memoria, arte. Buen viaje, amiga.
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