Cuenta Juan Rulfo en una de sus escasas entrevistas que Pedro Páramo al principio era una novela muy larga, que él fue podando «hasta dejarla en los puros huesos». No quedó en ella una sola palabra sobrante y así alcanza a duras penas el centenar de páginas. Tengo la impresión de que Eduardo González Ascanio debe funcionar de esa manera cuando escribe, porque a sus historias ya no se les puede quitar una palabra, es la máxima expresión de que menos es más. Relojes suizos.
Lo hizo en Para después de colgar, en Calenturas y, cómo no, en su ya clásico Cuentos de Bárbara Bar. Tengo que decir que ahora, en la publicación digital que hace en ATTK Editores del volumen de relatos Desajuste de cuentas, se relaja un poco y deja que la prosa se salga del estricto carril que él suele trazarle. No sé si gana o pierde, porque a mí su literatura me resulta muy atractiva en cualquier caso, por esa capacidad para reducir a un trazo lo que podría ser una historia rimbombante, o para armar un lío de mil demonios con la simple idea de que a un soldado le gusta la herboristería y el teniente imagina conspiraciones terribles. Esa soltura con la que equipara las andanzas de los soldados con las de los escolares, la equivalencia de los oficiales de un ejército con los cargos directivos de un colegio, consigue que veamos las cosas como realmente son, combates guerreros en el aula y juegos de patio de recreo en una expedición militar. Es la mezcla de la ironía y la certeza de que los seres humanos nunca dejan de comportarse como niños caprichosos.
González Ascanio es simplemente un tipo que escribe, muy bien por cierto, que arrastra la sabiduría del trabajo y el talento para transmitir. Siempre he dicho que probablemente en el futuro su obra será de las que perduren, hecha desde casi el silencio pero con una contundencia estilística y una voluntad de rigor indiscutibles. Por ello no me juego nada al recomendar la lectura de Desajuste de cuentas. En ese futuro imaginado, se verá que yo lo dije.
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