El crepúsculo de los dioses
La verdad es que, en los últimos tiempos, no hay demasiados motivos para escribir un artículo esperanzado, porque la lista interminable y entrecruzada de desgracias y amenazas que nos acechan es pavorosa: el cambio climático que ya es indiscutible, la guerra en la que cada día damos un paso más hacia el abismo, la inflación que deja inermes a los más débiles, las enfermedades y la muerte que se pavonean en nuestras narices como plagas bíblicas, incluyendo más íntimamente la sucesión exagerada de gente que nos importan por el trato personal, o seres que no nos son cercanos pero que pertenecen al mundo y que admiramos porque con sus aportaciones han influido para que seamos como somos… No nos dejan muchos espacios para los aleluyas, pero hay que hacer de tripas corazón y buscar la sonrisa propia y tratar de transmitirla a los demás. Porque la sonrisa en tiempos difíciles es un acto de rebeldía, y pocas cosas son ambivalentes para el pensamiento y la alegría como el sentido del humor.
Una de las particularidades de nuestro tiempo es que parece que estas turbulencias que lo envuelven todo surgen precisamente cuando tenemos al frente de los lugares de decisión a las personas menos adecuadas, y poco podemos creer en la destreza en el rumbo de la nave cuando dependemos de la locura de Putin, la ambición de Biden, la debilidad y el entreguismo de la Unión Europea y el olvido institucionalizado de la gran catástrofe que es cada día lo que ahora llaman países en vía de desarrollo y que antes llamábamos directamente Tercer Mundo. Víctor Ramírez, uno de nuestros escritores imprescindibles, viene diciendo hace cuarenta años que Canarias está en el Cuarto Mundo, porque vivimos una fantasía en el aire y nadie parece darse cuenta. La muestra la hemos tenido durante la pandemia del covid.
Mirado de otra manera, podríamos pensar que no es mala suerte que tengamos ineficaces dirigente cuando estamos en el balcón del precipicio, sino que hemos llegado a este grado de peligro, confusión e incertidumbre precisamente porque llevamos unas décadas en las que estamos en manos de incompetentes. Ya sé que la Guerra Fría no fue un camino de rosas, pero si entonces no saltamos por los aires fue porque, aun en la paz armada, quienes iban al timón tuvieron la suficiente habilidad política para que este planeta no se partiera en dos. No es que Brézhnev, Den Siao Ping, Nixon o Miterrand fuesen unos seres justos, humanitarios y generosos (todo lo contrario), pero, comparados con los irresponsables de ahora, eran unas hermanitas de la caridad y unos lumbreras. Cuando se juntan torpeza, avaricia e incompetencia, puede pasar cualquier cosa.
Todo esto me recuerda a la gran película de Billy Wilder Sunset Boulevard (1950) en la que una famosa actriz del cine mudo, que perdió su estrellato cuando apareció el sonoro, se ha creído su papel y ya no distingue la realidad de sus delirios. La actriz protagonista era nada menos que Gloria Swanson, y el argumento parecía autobiográfico, aunque no lo era realmente. La escena final de la película es antológica, cuando el personaje ya en puertas de la ancianidad (una licencia porque Gloria Swanson tenía entonces 50 años) es llevada a un manicomio, creyendo que iba a rodar otra vez a las órdenes de Cecil B. De Mille, como en sus glorias del cine mudo. Por cierto, el gran director De Mille hace de sí mismo en la película y está magnífico, como todos, incluido el entonces jovencísimo William Holden, que empezó gran carrera cinematográfica en esta película, flotando muerto en la piscina de la diva.
El recuerdo me lo ha despertado Ramón Tamames hace una semana, cuando fue un surrealista candidato a la Presidencia del Gobierno de España en la moción de censura que le pusieron a Sánchez. Siempre pensé que la traducción al castellano de la película mencionada fue demasiado creativa, y se conoce en España como El crepúsculo de los dioses. No es que Ramón Tamames fuese un dios hace años, pero sí que tenía un prestigio académico y se hizo popular en la transición por su hablar sereno y armonioso, que descolocó a mucha gente porque imaginaban que, con la traca que habían consumido durante la dictadura, los comunistas debían tener cuernos y rabo, y expulsaban azufre por la boca. Lo de comunista le duró poco, fue dilapidando su merecido prestigio como economista, pero no dejaba de ser un icono de segunda fila de la Transición. Su entrada en el Congreso de los Diputados, apoyado en un ujier y rodeado por Abascal y su gente haciendo de guardia pretoriana, era la viva imagen de Gloria Swanson cuando posa lánguida y pide al señor De Mille que la filme como cuando era una estrella del cine mudo. Luego tuvo otras actitudes de divismo, como cuando reprochó a Sánchez que leyera un tocho, y de desnudarse ideológicamente cuando presentó a Isabel la Católica como una mujer empoderada.
Y en esas estamos, entre estrellas fugaces de otro tiempo que ya solo son rocas de meteorito y figurones empeñados en mostrar una y otra vez su incompetencia. Mentiras con las patas cortitas, gestos que muestran una soberbia incurable y puestas en escena que consumen horas y horas de palabrerío inútil. La moción de Censura, los desafíos de Putin, el encuentro de Sánchez con China y otros países del Pacífico en calidad de próximo presidente semestral de la Unión Europea, la puesta en escena de la Cumbre Iberoamericana y la perdida oportunidad para el silencio de algún dirigente de la oposición… A un político lo mínimo que se le debe exigir es que al menos sepa de lo que está hablando. Cuando tratan de desarrollar un asunto, largan un rosario de vaguedades que siempre son las mismas y al final no se sabe muy bien a qué se comprometen. Me temo que, como le pasó a William Holden en Sunset Boulevard, aparecerán sus cadáveres políticos flotando en la piscina de la casa de Gloria Swanson. Hay precedentes muy notorios.