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Que cada cual cumpla con su deber

 

En semanas anteriores, quien más quien menos, todos hemos hecho alguna broma sobre el coronavirus. Cuando alguien expresaba un miedo que generalmente nos parecía exagerado, lo tomábamos a chanza, y le colgábamos mentalmente el cartel de hipocondriaco o catastrofista. Pasaba como, cuando hace un cuarto de siglo aparecieron los primeros móviles analógicos; veíamos a alguien hablando por teléfono y nos entraba la risa, y entonces el cartel era de chulo, enterado o snob. Ahora el móvil es casi un componente más del cuerpo humano y a nadie le extraña. En esta crisis, día a día, las noticias han ido borrando la sonrisa de nuestras caras, porque cuando hay muertos el asunto deja de ser una broma. Ahora, lo que toca es ponerse en manos de los especialistas en diversos campos, sean de ciencias puras como la biología, aplicadas como la medicina o sociales para tratar una situación casi inimaginable en nuestros días. Todo eso ha de ser manejado desde la política con letras muy grandes; se acabó la guasa, que están en juego la salud, la economía, la convivencia y, en muchos casos, la vida.

Podría deducirse de lo anterior que ahora el paranoico y tremendista soy yo. No es así, pero hemos de ser conscientes de que, si se hacen las cosas bien, las posibles consecuencias de esta jugarreta del destino pueden ser controladas. Este es uno de esos momentos en los que sobran agoreros apocalípticos, desinformados que –aun ahora- se lo siguen tomando a  chufla y sobre todo cuñados y cuñadas que no se han preparado en nada y tiene la solución y la crítica para todo, siempre la contraria a cualquier cosa que se haga o se deje de hacer. Y sobran cargos públicos con una irresponsabilidad que proviene de la ignorancia, como alguna concejala canaria de Juventud, que ha batido un récord guinness, el de decir el mayor número de disparates en menos tiempo, y seguimos esperando que su formación política, además de desautorizarla, le retire cualquier responsabilidad pública.

Porque el papel de los cargos públicos no es solo figurar aquí y allá. Tienen que hacerse acreedores de la confianza de la gente, y es en episodios como este cuando tienen la oportunidad y la obligación de dar la talla. Si no llegan o se pasan se genera confusión y desamparo. Al César lo que es del César, un ejemplo cercano y positivo lo tenemos en el Presidente del Gobierno de Canarias, Ángel Víctor Torres, quien seguramente se habrá equivocado en unas cosas y acertado en otras; en los meses que lleva en el cargo ha sabido dar la cara, dirigir las acciones en situaciones muy comprometidas (que no han sido pocas ni leves) y transmitir la sensación de liderazgo. No ha escondido los momentos graves, ha delegado en los expertos las funciones técnicas y ha tratado de informar con la mayor claridad posible. Es eso lo que ahora se necesita en la crisis del coronavirus, por eso decía antes que el papel de la política debe ser parejo al trabajo y las recomendaciones de los científicos.

A los medios les corresponde ser leales con la verdad y a la ciudadanía confiar y seguir instrucciones. De lo que está sucediendo o puede suceder en próximas semanas no tenemos precedentes cercanos, más allá de las ficciones que hemos leído en novelas o visto en el cine. Pero esto es real, ni tan grave como unos se empeñan ni tan leve como otros tratan de decirnos. Y es en esa claridad en la que la política tiene que liderar a la sociedad en una situación nueva. Pedro Sánchez podría consultar el cuaderno de bitácora de nuestro presidente autonómico para ganarse la confianza de la gente, pues solo así se podrá actuar individual y colectivamente con moderación, responsabilidad y eficacia.

En el siglo XVI, unos años después de la muerte de Maquiavelo, se publicó su obra El Príncipe, que algunos tienen como la fuente moderna de la filosofía política. En el libro hay sobre todo consideraciones técnicas de cómo debe actuar El Príncipe, pero algunos de sus contemporáneos escribieron interpretaciones de esta obra; muy celebradas fueron las de Ludovico Guicciardini (por cierto, amigo y corresponsal de nuestro Bartolomé Cairasco de Figueroa), que a menudo se citan como si fueran sentencias de Maquiavelo. Uno  de esos comentarios se refiere al liderazgo durante un episodio grave. En general, quien ostente el mando debe mostrar siempre a los demás que conoce perfectamente la situación; si ve que hay inquietud, nerviosismo o inseguridad, debe mostrar tranquilidad y seguridad; si, por el contrario, ve que a su alrededor no se es consciente de la gravedad, debe procurar dinamismo y activación (es el ABC de cualquier coache de liderazgo). Es decir, siempre se mostrará una actitud distinta a la del entorno, para pisar el acelerador o el freno según convenga.

Como dijo el Almirante Nelson antes de empezar la batalla de Trafalgar, que ahora cada cual (ciencia, política, medios de comunicación y ciudadanía) cumpla con su deber.

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8 de Marzo, de la utopía a la realidad

 

En 1975, la ONU declaró el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer y en 1977 Día Internacional por los Derechos de la Mujer y la Paz Internacional. En esta lucha por la igualdad ha habido momentos importantes protagonizados por mujeres como Olympe de Gouges, que en plena Revolución Francesa redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana y que ha inspirado recientemente una magnífica novela a nuestra paisana Isabel Medina. Luego ha habido valentía, lucha y sufrimiento, y en esta cadena los nombres de mujer que se entregaron a la causa son innumerables: Flora Tristán, las Sufragistas, Clara Zetkin, Virginia Wolf, Rosa Luxemburgo, Clara Campoamor, Simone de Beauvoir (autora de un libro imprescindible, El segundo sexo) y tanta y tantas que han sido despreciadas, humilladas y asesinadas. Es un camino muy largo que merece admiración y solidaridad, y por lo que vemos a nuestro alrededor queda mucho para alcanzar la meta de la igualdad. Solo existirá la verdadera posibilidad de justicia y felicidad de hombres y mujeres, sea cual sea su condición sexual, cuando hayamos llegado a esa meta que hoy se nos antoja utópica. Pero las realidades antes fueron utopías.

Esta lucha viene de mucho más lejos, pues ya en la antigüedad encontramos a personajes de ficción como Lisístrata, que organiza una huelga sexual de las mujeres para obligar a los hombres a parar la guerra, y a personas reales como Hipatia de Alejandría, que reivindicó el acceso de la mujer al conocimiento científico (lo que le costó la vida), o la emperatriz bizantina Teodora, que venía del pueblo y consiguió para las mujeres derechos impensables en el siglo VI. Y las mujeres que hoy luchan por esa igualdad han recogido el testigo de tantos siglos. Esa ola actual de algo que pretende ser una especie de fundación del feminismo es solamente el siguiente paso en el camino de la historia, porque la lucha por la igualdad de sexos es muy anterior al Movimiento Me too; siendo muy importante la erradicación del acoso y la preeminencia social (antes lo llamaban estupro) como instrumentos de dominio hacia la mujer, el feminismo es muchísimo más amplio en sus objetivos y en su recorrido.

(De izquierda a derecha, Lola Massieu, Pino Ojeda, Josefina de la Torre y Mercedes Pinto)

Por eso, y como homenaje a las mujeres canarias que están en el día a día de esta inacabable lucha, tengo que recordar a cuatro de ellas (hay más) que son referencias importantísimas en el siglo XX, y de las que tenemos mucho que aprender y admirar: Mercedes Pinto, Josefina de la Torre, Pino Ojeda y Lola Massieu. Ellas fueron siempre por delante, y pagaron por ello la factura que una sociedad anquilosada les pasó, pero su ejemplo y su memoria siguen ahí. No las olvidemos; hacerlo sería tanto como bajar la guardia.

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Y así hablamos de todo

Cuando una generación, la mía, empezó a mirar más allá de deprimente escenario real que habitábamos, hubo quienes nos mostraron el camino de los libros. Entonces nos decían que  había que separar la literatura del concepto libro, porque en papel se podía encuadernar cualquier cosa, pero la literatura era algo sublime, diferente, mágico. El problema era que lo que nos decían que era literatura solía resultar duro, pesado, un camino pedregoso que, eso sí, nos daba una enorme alegría cuando lográbamos hacer interpretaciones distintas de la historia que se contaba. Con el tiempo, estos libros que necesitan de la colaboración de quien los lee nos llegaron a gustar tanto que algunos acabamos intentando escribir aunque solo fuera uno que pudiera ser colocado en ese estante de la magia y el pensamiento.

Si somos sinceros, los libros que de verdad nos entusiasmaban entonces eran los que falsamente nos señalaron como no literarios. En todos los géneros hay literatura o simplemente escritura, y muy pronto algunos descubrimos que había un autor, Graham Greene, que nos atrapaba porque contaba historias que iban más allá del propio argumento, aunque en principio parecieran novelas de acción, suspense, espías o conspiraciones. Además, el propio autor era una leyenda (seguramente amplificada) pues él mismo podría ser un personaje de sus novelas, aunque las historias que vivió seguramente nunca pudo contarlas. Alguien que escribe novelas que cruzan la línea de lo puramente narrativo, como El poder y la gloria, El tercer hombre o El Cónsul Honorario no era un mero autor de bet-sellers (aunque sus libros se vendieran como mascarillas antivirus en tiempos de paranoia), merecía respeto literario, y mucho más desde que vimos a Audie Murphy en El americano impasible (la que dirigió Mankiewicz, aunque la interpretación que hizo Michael Caine del protagonista masculino en la versión de 2002 es memorable). Luego, la crítica metió a Graham Greene en la estantería literaria cuando publicó El factor humano, aunque la Academia Sueca no le perdonó el éxito y no le dieron el Nobel.

También leíamos entonces las novelas de Patricia Highsmith y Daphne du Maurier, y la culpa fue de Hitchcock, que nos enganchó con Extraños en un tren y Rebeca, que entonces proyectaban (ahora, las películas no se proyectan, se reproducen) cine clásico en las salas de sesión continua. John Le Carré también entró en nuestro imaginario desde que vimos a Richard Burton en todo su esplendor en el papel principal de la adaptación de su novela El espía que surgió del frío, que probablemente fue la primera visión que nos llegó de un mundo dividido en dos bloques letales en plena Guerra Fría. John Le Carré era el omeprazol para digerir a Kafka y para tratar de entender porqué la crítica española tenía tanta fijación con algunos autores que a nosotros se nos caían de las mano. Y se nos siguen cayendo. En ese recorrido, logramos entender que la gran literatura está a veces en el lugar más inesperado, y en ese mismo viaje pasaron a formar parte del anaquel donde reinaba el Raskolnikof de Dostoievski personajes reptilianos, psicópatas o esquizofrénicos, como Juan Pablo Castel (El túnel), Meursault (El extranjero) o el Pascual Duarte de Cela.

Queda claro que nuestras referencias literarias suenan a sota, caballo y rey, que no era poco en aquellos tiempos en blanco y negro en el que muchos de esos libros tenían que conseguirse y leerse casi en régimen de secta clandestina, pues no se publicaban en España y llegaban a duras penas desde América Latina, principalmente de Buenos Aires y Ciudad de México, con traducciones al español que entonces eran una novedosa manera de usar el idioma para nosotros. Pero hasta eso sirvió de aprendizaje.

También es obvio que, justamente en una época en la que los medios para llegar a lo visual eran el paleolítico de la actualidad, y encima casi siempre con retraso, nuestra puerta de entrada a la literatura fue el cine. Y no solo a la literatura, porque el cine nos presentó un muestrario muy elemental pero muy didáctico de lo azarosa, amplia y complicada que es la vida. Y tal vez porque muchas de las grandes películas que para nosotros semejaron ceremonias iniciáticas antes fueron novelas (la mayoría no muy bien consideradas por la crítica literaria), nuestros anclajes básicos están en esas imágenes, que se nos convirtieron en los iconos de una pantalla de Windows, que es el cosmos en todas sus dimensiones. Luego, ya supimos separar la paja del grano, pero a veces nos olvidamos del papel que jugaron entonces figuras del cine y de los libros que fueron muy grandes, y otros que no lo fueron tanto, pero que funcionaron como escaparate de las claves del mundo para varias generaciones. Y ese no es poco mérito.

Ah, sí; iba a escribir sobre la creación del pánico y la paranoia del coronavirus, de lo que significan los distintos aspectos del encuentro de los independentistas catalanes en Perpignan, de la voracidad depredadora que ahora mira hacia el istmo de La Isleta, de la desesperada situación de los refugiados en la frontera grecoturca, del día a día que nos invita a evitar noticiarios porque parecen sacados de una síntesis de todas esas novelas que leíamos hace 40 o 50 años y que entonces nos parecían ficciones… Iba a escribir, pero da mucha pereza insistir en lo que salta a la vista; basta con decir que, en toda esta letanía que podría alargarse hasta el Juicio Final, se manifiesta la incorregible dualidad humana: crueldad/compasión, egoísmo/generosidad, miedo/valentía, pasión ilimitada por avanzar/capacidad infinita para la autodestrucción. Por ello, mejor hablamos de cine y de libros, y así hablamos de todo.