17 de mayo, San Pascual Bailón

En el mundo rural canario, hasta muy avanzados los años sesenta del siglo XX, existía la tradición de celebrar un baile de taifas el 17 de mayo, día de San Pascual Bailón (o Baylón). La particularidad que tenía tal baile consistía en que eran las mujeres las que sacaban a bailar a los hombres mientras la luz de una vela llegase hasta un lazo azul que habían atado a una altura proporcional al tiempo que determinaban al encenderla. Podemos decir que esta costumbre se ha perdido en Canarias, pero se sigue conservando entre los descendientes de canarios en Venezuela, y en algunos lugares ha pasado a formar parte del folclore local. Lo curioso es que el santo fraile aragonés del siglo XVI, desprendido, profético y milagrero, que yo sepa, nunca tuvo relación con Canarias, pues pasó gran parte de su vida en un convento de Villarreal (Castellón), donde murió y fue enterrado.
sp2.jpgSe cuenta que, para anunciar acontecimientos colectivos, salían de su sepulcro unos golpes secos y ensordecedores, y dependiendo del número de ellos (entre uno y tres) avisaba de novedades, venturas o desgracias, fuese una victoria española sobre los franceses, la llegada de un tiempo de paz, la derrota de Trafalgar o un gran año de lluvias después de una larga sequía. Se documenta que la última vez que se escucharon esos golpes fue en 1994, aunque la fuente no asocia el hecho con glorias o infortunios posteriores. Ayer, alrededor de la medianoche canaria (en Villarreal es una hora más), circulaba por la red la supuesta noticia de que se habían escuchado al inicio de la fecha los míticos golpes, y que en este caso debían de ser anuncio de buenas noticias porque fueron dos. Como saben, poco hay que fiarse de lo que circula por las redes, pero al verlo recordé la tradición canaria de baile tan singular, que tal vez se relacione con el apellido del santo, y la incoherencia de que la estampita popular en Canarias sea una foto de la imagen del fraile esculpida por Pedro de Mena y que está en tesoro de la catedral de Málaga. Esta tradición me sirvió de telón de fondo para novelar una terrible historia impregnada de machismo, poder e ignorancia que sucedió en Gran Canaria en tiempos de posguerra. Por eso la recuerdo ahora:
«Cuando Bernardo, el capataz, sopló la firria metálica que siempre llevaba colgada al cinto como emblema de su cargo, el sonido agudo del artilugio paró en seco a las parejas que bailaban. Cesó la música y los jóvenes se agruparon a un lado de la explanada, frente a donde las muchachas se arracimaban nerviosas. Otra vez Bernardo, en su función de camarlengo de aquel protocolo, sopló su silbato y los hombre tocados se quitaron el sombrero. Hizo una señal a Lucrecia Toledo para que oficiara de sacerdotisa en aquella ceremonia tan vieja que nadie recordaba su principio. La anciana se acercó al altar en el que ya se habían consumido los hachones, parpadeaban los debilitados voltios de las linternas y permanecían incólumes las llamas de las velas. Se persignó y todos los presentes la imitaron. Enseguida comenzó su retahíla que sonó como un conjuro:
-«Con licencia de Nuestro Señor Jesucristo, con la venia de su Santa Madre la Virgen de la Candela y con el consentimiento de todos los santos, honremos a San Pascual Bailón…»
Rezó en latín una jaculatoria al santo, ininteligible hasta para ella, y terminó el rito con la señal de la cruz. Se volvió hacia los presentes y llamó a los tocadores de violín y acordeón para que se incorporasen a la fanfarria de cuerdas que hasta entonces había puesto música a los pies de los bailantes. Un baile de San Pascual debía contar al menos con uno de los dos instrumentos, mejor si eran los dos.
sp1.jpgCuando el grupo estuvo completo, no hubo necesidad de afinar, puesto que ya lo habían hecho antes de comenzar el baile, guiándose por las notas fijas del acordeón. Suavemente, el violín acometió un vals lentísimo y los demás instrumentos lo siguieron. Aquella primera pieza no era para bailar sino para crear el ambiente mientras los hombres se sentaban en la primera fila de las gradas y las mujeres se agolpaban en grupo cerca de la puerta.
Todos se habían vestido para la ocasión, sin llegar a la máxima gala que se guardaba para ceremonias más solemnes o más mundanas; los jóvenes vestían en su mayoría camisas blancas de popelín y pantalones de hilo con dibujo de espiga labrado en el mismo color, gris o negro. Ninguno llevaba chaqueta, en mayo no se necesita y menos si se va a pasar la noche bailando y bajo techado. Las muchachas lucían vestidos de algodón, casi todos blancos, sin más abalorios que alguna medalla o una cinta en el pelo. La pobreza de aquella noche era limpia, no olía a sudor, tierra y azufre, sino a la colonia y el jaboncillo de las grandes ocasiones.
A un nuevo sonido de la firria de Bernardo, Lucrecia Toledo puso una vela delante de la estampa de San Pascual Bailón y le ató un lazo azul en su mitad. El vals se apagaba a medida que prendía la vela y el concertino del violín blandió el arco a modo de batuta hasta hacer el silencio de la orquestina. Un nuevo movimiento del arco puso en atención a los tocadores, que esperaban el nuevo pitido de la firria de Bernardo…»

(Fragmento El baile de San Pascual, publicada con otras dos novelas cortas en el libro Tríptico de fuego. Editorial Sial, Madrid 2008).

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