Faulkner y el agua bendita (*)
William Faulkner es, junto a Joyce, Kafka y algunos nombres más, una de las referencias obligadas cuando hablamos de la novela del siglo XX. De hecho, ilustres nombres de la narrativa en nuestra lengua, como Vargas Llosa, Borges, Onetti, Cortázar o García Márquez confiesan su devoción por Faulkner, al que tienen por piedra angular en la que confluyen todas las tendencias anteriores y se inician las posteriores. De hecho, García Márquez traza la línea Joyce-Kafka-Fauklner como recorrido personal hasta llegar a la definición de su propia obra.
Si ellos lo dicen, por algo será. Ahora que se cumplen cincuenta años de la muerte del escritor estadounidense sureño por excelencia, se le compara por oposición con Hemingway, uno tan directo y casi periodístico, Faulkner tan alambicado y experimental. Estoy convencido de que las aportaciones de este autor a la renovación de la novela en el siglo XX fueron fundamentales, pero es evidente que los prestigios los consolidan los críticos y los profesores universitarios, cuando elevan a los altares a autores concretos que, a veces, resultan muy difíciles de leer, como si en lugar de tratar de comunicar (Hemingway) quisieran ocultar lo que cuentan.
En esta línea, críticos y escritores españoles que se dicen discípulos suyos han encumbrado a las más altas cimas literarias a Juan Benet, un autor al que le oí decir que no entendía cómo los lectores aguantaban sus novelas, si él se dormía de aburrimiento cuando corregía las galeradas de imprenta. Esto, que suena a boutade, no deja de contener un gran desprecio a los lectores. Y esa línea Proust-Virginia Wolf-Joyce-Kafka-Faulkner es mil veces repetida por los estudiosos, aunque el lector medio encuentra grandes diferencias entre todos estos nombres, porque a unos los entiende y a otros no, por mucho que lo intente, sencillamente porque da la impresión de que el autor, al escribir, trató de que no se le entendiera.
Hace unos años presté a un amigo mío, buen lector de novelas y conocedor de los entresijos literarios, una reedición de Santuario, una novela de Faulkner con estilo del más profundo Sur americano, que llegó a nosotros primero por su magnífica versión cinematográfica protagonizada por unos soberbios Lee Remick e Ives Montand. Pasé a mi amigo la novela, y al cabo de unos días me llamó por teléfono para decirme: «Vaya, yo creía que la novela estaba traducida al castellano». No solo se había perdido en el maremágnum de tiempos frases y vaivenes estilísticos, sino que afirmaba que la película contaba una historia que debió imaginar Tony Richardson, el director del film, mientras leía la novela.
Desde mi perspectiva de novelista, he tratado siempre de conocer el material con el que trabajo, y en ello es obligatorio leer los supuestos pilares de la novela contemporánea. He leído a Faulkner, y posiblemente haya aprendido mucho de él, pero nunca lo he disfrutado. Leer a Faulkner ha sido para mí un ejercicio de estudio, una asignatura que hay que conocer, pero nunca ha sido un escritor que yo haya recomendado al lector medio, porque es tanta su impostura que en lugar de hacer lectores los expulsa de las librerías.
Para leer a grandes autores a menudo es necesario tener muchos conocimientos previos, sobre historia, mitología, filosofía o literatura pura y dura. Eso sucede con autores como Borges, Pynchon o Grass, pero lo que pretende Faulkner (lo mismo que Joyce) es que sepamos los vericuetos de su barrio, los giros idiomáticos de una esquina de Dublín o de New Albany, la mitologías locales o incluso las que se inventa el autor. Son lo contrario a las referencias universales, que funcionan en muchas culturas, es la cerrazón de su modo de vida y los demás tienen la inexcusable obligación de leerlos porque ellos son unos visionarios, como si un norteamericano leyese a Pancho Guerra (¿cómo se dirían en inglés las expresiones del Risco de San Nicolás?) Al final, casi nadie entiende nada y sigue repitiendo como un loro que Faulkner es una referencia literaria obligada aunque no sepa muy bien por qué. En realidad no creo que Faulkner, como Lowry o Benet, supieran explicar qué era exactamente lo que pretendían al escribir así. Me encanta la novela americana del medio siglo (Scott Fitzgerald, Chandler, Hemingway, Steinbeck, Dos Passos…) Con Faulkner nunca he podido.
Y habrá entonces que aplicar el viejo adagio: «algo tendrá el agua cuando la bendicen», y a Faulkner lo han bendecido los supremos pontífices de la novela. Aunque no me entusiasme su obra, habrá que conceder que si los que tanto saben lo encumbran será por algo que tal vez algún día yo descubra.
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(*) Este trabajo fue publicado en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7 el pasado miércoles.