Día Mundial del Alzheimer
Nos parece normal que alguien diga y cuente cosas que le ocurrieron y quedaron en su memoria; consideramos una tontería recordar lo que se ha vivido, incluso una majadería cuando los abuelos nos cuentan su guerra. Pero a menudo no nos percatamos de lo importante que es la memoria; tan importante que en ella se basa la identidad de cada persona. El filósofo Emilio Lledó dice que somos nuestra memoria. Y es cierto, porque si no recordamos nuestro nombre, qué ha sido nuestra vida y no conocemos a las personas que nos rodean es como ser nada. Todo lo que somos y sabemos es memoria. Tener amnesia es terrible, pero el mecanismo de construir nuevos recuerdos funciona y se puede empezar de nuevo. Pero más terrible es que lo olvides y lo confundas todo y encima no puedas formar una nueva identidad. Quien haya vivido de cerca la devastación que supone la desaparición de la memoria de una persona puede dar fe de lo que es la destrucción total de la individualidad. Conocí a alguien a quien no le gustaba el queso, hasta el punto de que no se podía poner en la mesa donde comía porque su olor le producía náuseas; cuando enfermó, lo comía sin problemas porque se le había olvidado por completo que nunca, ni en la niñez, pudo soportar ese alimento. Y así con todo.
El 21 de septiembre es el Día Mundial del Alzheimer, y la pregunta que siempre nos hacemos es quién cuida al cuidador, porque estar pendiente de un enfermo así es tremendo. Y aunque técnicamente no puedan ser diagnosticadas como Alzheimer, hay otras enfermedades que hacen desparecer la memoria, y da igual cómo se llamen, porque el resultado siempre es el mismo, la destrucción de la identidad. En el siglo XXI, cuando nos hablan de gigas de memoria en el ordenador, pensemos en lo importante que es recordar algo tan básico cómo atarse los zapatos. Y curiosamente, muchos de estos enfermos, que no responden a estímulos externos, a veces responden a un abrazo (*). Pues eso, un abrazo.
(*) En cierta ocasión me crucé con un amigo, ya desgraciadamente fallecido, que iba acompañado de su hijo porque había enfermado de Alzheimer. Caminaba como un autómata y tenía la mirada perdida, fuera de la realidad. Lo saludé, le pregunté, le dije quién era yo… Nada, su mirada se perdía en el infinito y era como si yo no estuviera. Al despedirme, me acerqué a él y le di un abrazo, y de su boca pegada a mi oído pude escuchar claramente: «Me alegro de verte, Emilio». Luego volvió a perderse en la desmemoria. Solo respondía al afecto.