No sé si se habrán percatado -yo acabo de hacerlo-, pero no suelo escribir sobre artes plásticas, y mirando hacia atrás me parece raro, porque suelo atreverme con casi todo ya que nunca tengo la pretensión de sentar cátedra sino de dar una impresión. Seguramente controlo más elementos técnicos en literatura o teatro, y tal vez en cine por las muchas películas que he visto. También es verdad que jamás he escrito una sola frase sobre danza, y es muy saludable porque es un arte que logra emocionarme pero que desconozco absolutamente.
Las pocas veces que he escrito sobre artes plásticas lo he hecho tratando de acercarme como un espectador, no como un entendido, por varias razones. Una es que me baso en las emociones y en el impacto que una obra puede tener sobre mí; otra es que tengo que confesar que, en general, me aburre el habitual lenguaje que usan los críticos de arte, porque a menudo son juegos de palabras tan cargados de tecnicismos que finalmente no resultan atractivos y en consecuencia son poco comunicativos, como si se tratase de un lenguaje secreto que sólo entienden los iniciados. Hay una tercera razón, y es que a veces este lenguaje es simplemente un parapeto en el que se escudan quienes no dicen nada, bien porque no quieren comprometerse a favor o en contra de un artista, bien porque la obra no les dice nada y se les queda la mente en blanco. También ocurre que hay temerarios que se meten a críticos sin el más mínimo bagaje técnico, pero como tienen recursos literarios o meramente lingüísticos encajan en un folio una sopa de letras que estructuralmente es correcta, pero el discurso que contiene es digno de Cantinflas.
Como no quiero que esas cosas me ocurran, cuando me acerco a una obra plástica es siempre desde una perspectiva literaria, tratando de dar una mirada narrativa o poética, según los casos, pues los artistas en sus obras plásticas a veces narran y otras expresan un instante, una pasión, un sentimiento, o simplemente una mirada. En otras ocasiones hay todo un discurso, que traza un camino bien sea hacia el horror de la guerra, como ocurre en El Guernica, o hacia el tormento personal del artista que se trasluce en El grito. Cuando una obra no me dice nada, callo prudentemente, lo cual no invalida la obra sino que delata mi incapacidad para captar el lenguaje del artista.
Aunque no es este lugar para confidencias personales, tengo que decir que con la pintura tengo una relación muy complicada. No es difícil -más bien es habitual- que me conmueva en cualquier sentido una obra musical, literaria, cinematográfica, escénica o de cualquier otra forma de arte. La escultura y la arquitectura también me llegan con contundencia y la fotografía es uno de mis delirios. Pero la pintura es como una asignatura sentimental pendiente, porque me resulta muy difícil conmoverme ante un cuadro, aún estimando racionalmente que su técnica es buena, su composición perfecta y el uso de los materiales impecable. A veces ni siquiera lo novedoso, lo que impacta a muchas personas, me acaba de llegar.
Por eso, cuando tengo que escribir sobre pintura, casi siempre por el encargo de un texto para un catálogo, trato de hacer una lectura literaria de la obra y tratar de escudriñar la mirada del pintor, con el grave riesgo de equivocarme, pero siempre de buena fe, y finalmente el arte puede tener muchas lecturas, pues cierto estudio arrojó que la 6ª Sinfonía de Beethoven, renombrada La Pastoral, evocaba en muchos oyentes que la gozaban un paisaje cercano al mar en calma, y no lo que su nombre y probablemente las intenciones del compositor quisieron transmitir.
Hay, por supuesto, pintores que me emocionan, pero no son muchos. Me vienen a la memoria ahora mismo las obras de pintores tan dispares como Gonzalo González, Alfonso Crujera o Paco Sánchez, que siempre me causan una especie de inquietud -por razones distintas- que a veces puede llegar a ser desazón, inseguridad y en una serie en concreto de Gonzalo verdadero desasosiego. Eso es lo que yo quisiera que me produjera la pintura con mayor frecuencia, pero está claro que mis ojos ven lo que ven y la pintura me llega hasta donde tengo capacidad de recepción. Por supuesto, hay más artistas y cuadros que me llegan, desde Cristino de Vera al más sombrío José Luis Fajardo.
En estos días La Regenta expone el último trabajo de Fernando Álamo que lleva como título Por narices. Es Fernando un pintor al que conozco desde hace muchos años pero con el que apenas he hablado, seguramente porque se han sumado circunstancias como la timidez o la oportunidad. Pero no hace falta, porque yo tengo mi propio diálogo con su obra, que parece hecha con espada en muchas ocasiones, porque se abre en canal y te lanza a la cara lo terrible que pueden llegar a ser los humanos cuando están bajo la mirada de un artista que combina sabiamente la comunicación poética, el don de la narración y el impulso reflexivo.
Y es por eso por lo que escribo por primera vez sobre pintura sin que nadie me lo haya pedido. Podría callar como hago siempre, pero no quiero porque Fernando Álamo es uno de los pocos pintores capaces de estremecerme, y no quiero utilizar ni una sola palabra del lenguaje habitual de los críticos, porque esto no es ni de lejos un trabajo crítico. Pero creo que un pintor que es capaz de conmover una mirada tan fría para la pintura como la mía, algo debe tener. Creo que se llama talento.
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(Este trabajo se publicó en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7 del día 3 de junio)