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Algo personal

Tengo 51 años. Considero que tengo una autoestima muy alta. Y eso que de pequeña me preguntaron, en muchas ocasiones, si tenía novio. Una vez, sí que una experta en Recursos Humanos, y tras el correspondiente test, me señaló que “mis barreras de defensa eran muy altas”. Lo señaló como un aspecto negativo. Yo era mucho más joven y no le di mayor importancia. Ahora, se lo confirmo, eran y son altísimas, y lo fueron siempre por la cantidad de mala gente, mujeres en un 95%, que me he ido encontrando por el camino de la vida. Aun así, como decía, mi autoestima, mi seguridad y mi felicidad general, están por las nubes. Y eso que de pequeña, de adolescente, de joven y todavía ahora, creo en el amor romántico.
Sigo caminando por la calle con una sonrisa y eso que, a lo largo de mi vida, he recibido un montón de piropos. Y aún sigo recibiendo alguno, de los que se atreven, claro, porque se arriesgan a que pueda salir corriendo a denunciarles por decirme un comentario bonito. Piropo, no obscenidad.
Mi autoestima sigue ahí, y eso que nunca me vestí ni me he vestido, con esa hipersexualización que veo a diario, en la calle, en las redes, de niñas, ni siquiera adolescentes todavía, porque ahora parece que mientras más te desnudes más libre eres , más empoderada estás, ¿de verdad? Los mensajes que esas niñas, jóvenes, están recibiendo, o bien, no están bien emitidos, o la recepción llega totalmente distorsionada por el ruido que están haciendo tantísimas mujeres que les gritan que lo mejor es llegar solas y borrachas a casa. Yo llegué muchas veces sola y borracha a casa y no me enorgullezco en absoluto. Cómo me arrepiento. Solo dos veces(por suerte), tuve problemas: una noche de nieve en la que no había ningún taxi y un señor me siguió por las calles de Oviedo proponiéndome algo nada bueno. Y otra, en la que un grupo de chicas de mi mismo instituto caminaban detrás de mi insultándome, amedrentándome y llamándome “Guarralupe”. Y es que la envidia, sigue siendo muy mala y la maldad, sigue existiendo y siempre existirá. Malos y malas. Naturaleza humana, se llama. No patriarcado.

Tras varios párrafos, mi autoestima sigue ahí, yo diría que hasta crece a medida que voy escribiendo, porque aunque me dicen que algunas mujeres necesitamos aprobación y validación masculina por el carácter de mis opiniones, yo nunca la necesité, incluso cuando mi extrema delgadez, era objeto de mofa y ridiculización en mi entorno adolescente, tanto por parte de hombres como de mujeres. Dicen esto, mientras claman que se necesita meter en publicidad a mujeres gordas u obesas porque si no, estas no se sienten válidas o incluidas en la sociedad. ¿Quién necesita esa validación? Y más aún, ¿quién necesita esa validación trucada?

“Mi cuerpo, mi decisión”, por supuesto: come lo que quieras, bebe lo que quieras, practica el sexo que quieras; pero no me grites esto desde tu púlpito, sin gritarme también que la obesidad es una enfermedad, que la extrema delgadez, también; que emborracharte con 12, 16, 26 años, que un coma etílico, es muy perjudicial para tu salud; que volver solo a casa, a altas horas de la madrugada, puede  ser peligroso, porque siempre existirán los depredadores y los malos y las malas; y que en siglo XXI, puedes quedarte embarazada por causas no deseadas y algún accidente, pero que en el sexo aceptado y consciente, tienes a tu alcance muchos métodos anticonceptivos. *Datos estadísticos en España en 2020: 390 agresiones sexuales denunciadas, con penetración;  88.269 interrupciones voluntarias del embarazo.

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Mamá gallina

Hace varios días que no escribo nada en mi blog. En realidad, no escribo nada en ningún sitio. Y es que no me resulta nada fácil. No es fácil para nadie.  No es un tiempo bonito. Miro alrededor buscando no la inspiración, que como sabemos o deberíamos saber todos, ésta llega trabajando. No. Miro hacia las estanterías de mi salón, mis estanterías-biblioteca, buscando una idea, un tema. Pienso en las miles de posibilidades que se esconden ahí. Cuentos de Japón, guías de viajes por hacer, una caja con un Mazinger Z de colección que solo sale de su habitáculo una vez cada tres, cuatro años y que para sacarlo tienes que ponerte guantes. Archivadores llenos de proyectos: La casa del viento, La casa del carpintero, La casa tubular, La casa Kim…Libros leídos, libros publicados y editados. Podría hablar de tantas cosas aprendidas en ellos… 

Las noticias suenan de fondo en una televisión que se ha convertido en una ventana a la desolación. En la radio se abre el debate sobre la palabra del año. Casi todos coinciden en que ésta debe ser “confinamiento”, experiencia compartida por millones de habitantes del mundo. Pero no está resultando fácil, de hecho el diccionario Oxford no puede decantarse solo por una. 

“Hoy pondré las luces de navidad en mi balcón”, pienso.

Y me llama mi amigo Alberto desde Japón. Feliz de que en Canarias “estamos mejor”. Allí también están bien a pesar de que sabe que las noticias que nos llegan aquí no nos cuentan lo mismo. Se lo confirmo. Pues no, parece que allí van bastante bien. Sí que le sorprende ver a muchos japoneses sin mascarilla. Allí no es obligatoria aunque sí debería llevarse en el metro y en lugares de aglomeración. Y yo le digo que a mí no hay día que deje de sorprenderme vernos a todos con mascarilla, “¡Que yo las compraba como souvenirs cuando me iba a visitar mi familia a Tokio y se las ponían para sacarse la foto en el metro!”. “Pues sí Guada, aquí ahora muchos no la llevan y es que aquí también hay negacionistas”. Y me cuenta que no va a poder venir a ver a su madre esta Navidad. Pero que habla con ella por FaceTime todos los días, su madre, que está cerca de los 90 y que hasta hace poco no apretaba ni un botón para nada, se había convertido durante el confinamiento en una experta en nuevas tecnologías. “Amor de madre”, me dice. Y nos reímos porque me cuenta que se emocionó al ver a través de mis publicaciones en Facebook que voy a buscar a mi hija a la salida de sus prácticas a la facultad. “Mamá gallina me llaman Alberto”. “Pues qué bonito que te llamen así”. 

“Hoy las pongo, las luces”. Y la vida sigue.

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Tapar el sol con un dedo

Cuando muchos defienden las primeras medidas tomadas (o no tomadas) frente a la COVID-19, lo hacen desde la misma posición: era un virus desconocido, no podían saber lo que les venía encima. Y yo me pregunto: si era un virus desconocido, como efectivamente lo era ¿cómo se atrevían a hacer las afirmaciones que se hacían y de forma tan taxativa? Como que aquí, en España, la incidencia sería mínima o inexistente, que las mascarillas, bla, bla, bla.
¿Cómo se afirmaba, al comienzo de la desescalada, que el Comité de Expertos, fantasma, garantizaba que las fases avanzarían de forma correcta para garantizar que el posible rebrote no existiera o que, como mucho, se retrasase hasta octubre? Agosto. Estamos en agosto y aquí, una Capitana a posteriori, lo tenía claro: AGOSTO. Lo dije a amigos, a familiares y a todo aquel con el que hablaba del tema. Se lo dije incluso hasta a Gerardo el chico que me atendió en el taller el otro día, y al que no conocía de nada, cuando llevé el coche a arreglar por una avería. Los dos estábamos igual de indignados con un Presiqué? que se permitía la osadía, no, mejor, la caradura, de irse de vacaciones en plena debacle económica, política, social y sanitaria. Y los dos, mientras hablábamos de bobinas y bujías, nos congratulábamos de opinar los mismo y de no entender cómo los verdaderos responsables, y no dos autónomos, uno del sector del automóvil y otro del libro, que seguían pagando su cuota religiosamente, sin recibir ningún tipo de ayuda, no estaban en ese mismo momento sentados a una mesa intentando solucionar lo que parece irresoluble. Por su ineficacia. Por sus continuas mentiras. Por intentar tapar el sol con un dedo.