La avenida
Nos reímos juntas cuando, muy seria, me dice que ya tiene 20 años: ya es una mujer experimentada. Empiezo a reírme y ella me acompaña en la risa porque aunque sabe que ya no es la de diecisiete años, sus tan maduros veinte, no lo son tanto. Yo a su edad no era así. Me creía que mis veinte eran exactamente igual que treinta o cuarenta y los cincuenta ya ni me los planteaba. Era soberbia y orgullosa y quizá lo siga siendo a día de hoy. Hay cosas que he intentado mejorar en estas cinco décadas pero no he podido llegar a todo.
Ayer, mientras paseaba por la avenida de la playa de Las Canteras, el sol iba cayendo. Las caras con las que me cruzaba estaban bañadas de sol y parecía que un filtro, el Amaro, el Juno o el Valencia, se habían establecido de serie por todo el paseo.
La avenida estaba atestada de gente. Ya huele a verano y este lugar, insuperable en cualquier metaverso, refugio de los que vivimos aquí, acogida de los que nos visitan, empezó a palpitar dentro de mí como nunca lo había hecho. Una pareja madura de extranjeros se levantaba de una mesa y se despedía de los camareros que los habían atendido con sumo agradecimiento y estos, les enviaban un beso en la distancia. En un banco, una pareja joven se besaba suavemente. En una terraza, una mujer muy hermosa con su velo del Sahara, miraba, de espaldas al mar, al infinito de las mesas de enfrente. En otro banco, en Playa Chica, dos amigos de pelo blanco, de los que han visto envejecer la playa con ellos, hablaban con cierto pesar mientras uno apoyaba su mano en el hombro del otro. Corredores, en uno y otro sentido, se cruzaban con los viandantes. El sudor brillaba. Una chica joven con una larga melena azabache, con el paso que da la seguridad de sentirse bonita y deseada, caminaba con aire sensual y decidido por el centro del paseo. Los jóvenes giraban la cabeza y seguían caminando así, girándola cada dos por tres hasta que la perdían de vista y me recordó a la actriz Kathleen Turner, “el hombre que no gire la cabeza al verme…”. Un grupo de amigos y vecinos, o vecinos hechos amigos, disfrutaban de una sobremesa de conversaciones que van saliendo. Allí estaban, al comienzo de mi paseo y seguían al final.
Y en ese camino, en el que por primera vez a pesar de caminarlo tantas veces, sentí mis pies enraizados en las baldosas teja, respiré la vida. La vivida y la que me queda. La de esos veinte años y la de estos 52. Tan diferente pero tan la misma.