El viejo empezó a pelar otra naranja. Lo hizo en silencio, con la mirada baja, los labios apretados y las cejas erguidas. Con un cuchillo cortaba los gajos, los engullía y escupía las semillas hacia un servilleta desplegada en la mesa que había entre los dos: ni una cayó en el papel. Alegaba como loco que no pasaba nada, que los animales esto, que la naturaleza lo otro; pero sé que era pura palabrería, que le picaba echarlas fuera delante de mí. Así estuvo un buen rato. Al terminar, juntó las manos sobre su barrigón y cerró los ojos, acunado por una brisa vespertina que traía los últimos coletazos de calor. Yo estaba sentado en una de esas incómodas butacas de madera bajitas, envuelto en una manta hecha a base de jirones. La arboleda que cercaba la finca bailaba al compás del céfiro mientras las cigarras susurraban secretos entre los yerbajos y los jilgueros y cogujadas revoloteaban arriba, en el cielo anaranjado. En la propiedad colindante, un pequeño jolgorio arrancó, entre risas y destiempo, con “Cielito Lindo” de Mendoza y Cortés. Sí. Fue en ese remanso de infinita suntuosidad cuando supe que la semilla del Árbol De La Plenitud germinaría allí mismo, a medio camino entre ninguna parte. Cuando abracé esa verdad me sentí compungido, ¿sabes? Compungido por haber alcanzado esa —casi— inabordable experiencia trascendental en un lugar al que jamás regresaría. No deben decirse esas cosas, pero en el fondo uno sabe cuando es así. Quiero decir, a veces… El caso es que comencé a aceptar que, al día siguiente, al regresar, la enajenación mental y la rutina estarían esperando al otro lado de la puerta con una terrible sonrisa. Di por hecho que Ellos volverían a lanzarnos estúpidas preguntas como: “¿Y qué tal?”,“¿Cómo va todo?”, “¿En qué andan metidos?”, “¿Han pensado qué hacer el año que viene?”. Acepté que, algún día, en algún reportaje de nulo interés, contemplaría una porción de aquel paraje y que tendría que apechugar inmediatamente con la tristeza que sentiría. Quise preguntarle al viejo si ese tipo de situaciones eran verdaderamente ordinarias, si ocurrían inexorablemente en la vida y todo eso; pero estaba tan tranquilo… Terminé por coger una naranja de la parte baja de la mesita y perder la vista entre las ramas y su barbitúrico movimiento. Uno nunca sabe cuando importuna un momento perfecto.

Abrumadoramente tierno.
Al final, caer en la rutina es otra forma de morir.
J.