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Demasiados decibelios

 

No sé si me falla la memoria o es efecto del pasado confinamiento. Nunca tuve la impresión de que Las Palmas de Gran Canaria fuese una ciudad ruidosa, y eso que vivo en una zona muy transitada por guaguas y gente. De alguna manera, salvo una alarma de un coche que se disparaba accidentalmente, nunca pensé que la ciudad era ruidosa. Llegó el confinamiento y, de repente, solo faltaba que apagasen la luz de las calles. Todo era silencio, y con el toque de queda no pasaban ni coches, o eso me lo parecía. En algunos momentos, en las noches me zumbaban los oídos de puro silencio.

 

Antes de que se cumpliera el final del Estado de Alarma, el 9 de mayo, la ciudad se había animado algo, pero si ya el silencio no era hiriente como en el confinamiento, sí que había un silencio relativo, sobre todo por las noches, puesto que a partir de cierta hora estaba prohibido salir o circular, aunque siempre había quien se saltaba la norma. Pero llegó el 9 de mayo y acabó el Estado de Alarma. Fue como si hubiera descorchado a la vez mil botellas de champán, ese ruido que antes del 14 de marzo de 2020 pasaba para mí desapercibido, ahora tronaba en mis oídos.

 

Además, quitaron la obligatoriedad de las mascarillas en exteriores (salvo situaciones determinadas), y fue como si le quitaran las manos de la boca a la gente. Noto que se habla a gritos, o al menos me lo parece, y todo el mundo parece empeñado en que se note su presencia, sea guagua, coche, moto, persona o perro. Otros parecen confabulados para armar ruido y bulla porque sí. Frente a mi casa hay un a tienda que vende objetos de gran tamaño, y es como una maldición que cada día, sábados incluidos, desde primera hora de la mañana los operarios se hablan a voces mientras cargan y descargan los furgones a golpes. Luego, a las ocho de la mañana, ni operarios, ni furgones, ni ruido. Parece hecho adrede.

 

La zona donde yo vivo tiene las calles con el asfalto en muy malas condiciones, baches y grietas, y eso que hay una vía de mucho tránsito. En el tramo que está cerca de mi casa se dejan los neumáticos, la caja de cambios para reducir y los amortiguadores, y claro, ruidos, ruidos, ruidos. ¿Esto era así antes del 14 de marzo del año pasado o es que se han empeñado en hacer de la nuestra la ciudad más ruidosa del Mundo? Porque, a veces, como la guinda del pastel, se escuchan las bocinas gigantes de algunos barcos, que según mi abuela es para pedir práctico y entrar a puerto, como si hoy no hubiera tecnología para comunicarse sin necesidad de ese escándalo.

 

Antes la gente salía de cena, de fiesta o simplemente a tomar un café; pasaban, pero no lo notabas. Ahora es como si se quisiera demostrar que habido parranda, y a cualquier hora pasa un grupo de personas gritando, cantando o dando palmas. Y ya me parece que no es solo una impresión mía, porque he hablado con otras personas, de mi zona y de otras, y se quejan de lo mismo. Paseando por Las Canteras, la playa es un griterío, y ocurre en las zonas concurridas, como Triana o los centros comerciales.

 

Nunca me ha gustado el reguetón, pero ahora le tengo pura fobia. Pasan los coches a cualquier hora del día o de la noche con la radio a toda pastilla con el guineo repetitivo del reguetón, hasta el punto de que queda por encima del volumen de una conversación que yo mantenga en mi casa. Hace unos días, tuve que esperar a que el coche musical (es un decir) se alejara para continuar la conversación telefónica que mantenía, y el interlocutor al final me dijo que si estaban bombardeando mi casa. Por eso me dirijo a quien corresponda en el ayuntamiento para que se modere el ruido, y si hay que hablar con los capitanes de los barcos que piden práctico, pues se habla. Vale, los camiones de la basura son inevitables, pero hasta ahí. Demasiados decibelios.

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Los míticos años de Tomás en Madrid

 

Acreditados estudiosos han hablado y seguirán hablando de la poesía de Tomás Morales, sin duda una de la voces más singulares y acabadas que dio el siglo XX en Canarias y acaso más allá. La belleza de su poesía, el manejo de la musicalidad de la palabra, con un dominio absoluto son casi un dogma, por mucho que se empeñen en menoscabarlo en ocasiones. Yo soy de los admiradores del verso sonoro de Tomás, lo mismo que del intimista de Alonso, pues parece que cuando hablamos de uno sale el otro, como clisé en negativo, pero ambos grandes poetas.

 

Desde mi mente de novelista, lo que más me fascina de Tomás son los cinco años que estuvo en Madrid estudiando Medicina en la facultad Carlos III.  Llegó en 1904 y estaba previsto que Alonso Quesada se incorporase a la universidad madrileña un par de años después, pero es precisamente en esa fecha ansiada, 1906, cuando Tomás recibe carta de su amigo, que le escribe desde Gran Canaria, en la que le comunica que su padre ha muerto y ha de hacerse cargo de la familia, por lo que será imposible que acompañe a Tomás en la aventura madrileña.

 

Quién sabe qué habría pasado con la poesía de ambos si esa estadía estudiantil de Alonso hubiera sido posible. ¿Habría atemperado Tomás la sonoridad rubeniana de sus versos y se habría acercado a la profunda sencillez machadiana de Alonso? No quiero especular sobre lo que habría pasado con Alonso, porque hoy hablo de Tomás, pero pudiera ser que esa carta que rompe un proyecto común influyera en ambas trayectorias poéticas.

 

Porque Tomás era poética y físicamente una fuerza de la naturaleza. Era un hombre fuerte y altísimo, de facciones rotundas y atractivas, y una voz atronadora de barítono que se proyectaba en cualquier espacio. Cuando llegó a Madrid y fue introducido por su amigo Luis Doreste Silva (que llevaba años en Madrid) en los círculos madrileños, se convirtió en la sensación de todas las tertulias, fueran la de Villaespesa, Carmen de Burgos (La Colombine) y otras en las que se movían Gómez de la Serna, Fernando Fortún o Díaz Canedo.

 

Fue en estos ambientes donde incluso llegó a conocer fugazmente a Rubén Darío, durante su breve embajada en Madrid, que era una olla a presión política, un temporal que intentaba capear don Antonio Maura desde la presidencia del Consejo de Ministros y que acabó haciéndolo naufragar. En la cultura se mezclaba el pesimismo de la Generación del 98, las fanfarrias del Modernismo y la pulcritud idiomática (casi un vicio) de los novecentistas. A todos asombró aquel joven estudiante de Medina, alto como una torre y sonoro como un huracán.  Madrid se le hizo pequeño y entre la verdad y la leyenda fue un amante arrollador y un poeta admirado hasta por el mismísimo Rafael Cansinos-Assens, su contemporáneo y luego reivindicador del poeta de Moya.

 

La poesía de Tomás se materializó en su mayor parte cuando regresó a Gran Canaria en 1909, para desempeñar su carrera de Medicina. Fue un ciudadano probo que hasta entró en política para ser Consejero del Cabildo. Tal vez ese Tomás arrasador como el martillo de Thor en el Madrid del primer decenio del siglo pasado fue real y hasta más exuberante de lo que cuentan, pero también pudiera ser que su leyenda rocambolesca fuese agrandada por el afecto de sus muchos y buenos amigos, como respuesta al dolor que sintieron por su temprana muerte. Es evidente que admiro y valoro al gran poeta como tal, pero mi instinto narrativo se deslumbra ante aquel frío pero hirviente Madrid, en el que ya estaba plantada la semilla del complicado siglo XX español. Y en medio Tomás Morales como un dios mitológico de una religión atlántica.

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Auge del cuento en Canarias

 

Desde los Hermanos Millares, en Canarias ha habido excelentes cuentistas, pero nos han dado su obra a salto de mata, aunque no podemos dejar atrás los cuentos del movimiento fetasiano o los de Pedro Lezcano. Después del auge de la novela en los años setenta, han ido cayendo a cuentagotas libros de narraciones cortas, pues hasta Víctor Ramírez, que irrumpió en la narrativa como escritor de magníficos cuentos, entró de lleno en la novela después de la publicación de su primer texto largo, Nos dejaron el muerto, a principio de los ochenta.

Por eso sorprende que, en los últimos años,  se hayan publicado tantos volúmenes de relato corto y con una gran calidad media, aunque es lógico que siempre es cuestión de gustos. A mis manos han llegado en los últimos meses siete libros de relatos, que recomiendo porque cada uno tiene matices diferentes y da una perspectiva del excelente estado de salud del cuento en Canarias. Sin ningún orden, enumero esos libros, ideales para la mesilla de noche:

Agustín Díaz Pacheco con Cuentos de otoño, donde pone de manifiesto una vez más su meticuloso dominio de la lengua. Ya es un clásico. Juan Carlos de Sancho, muy prolífico en los últimos años, nos entrega un conjunto de textos que se mueven entre el relato, la reflexión y la miscelánea. Y la provocación. Esta vez se trata de Fábulas improcedentes. José Correa, archiconocido por su serie de novelas negras con el detective Ricardo Blanco como protagonista, es un autor que maneja muy bien la novela en otros géneros, la poesía y ahora nos recuerda, con El hombre que perdía las palabras, que  es un cuentista que sorprende por sus argumentos tan originales. Teresa Iturriaga continúa sus publicaciones en editorial Vocal de Lis con Arden las zarzas, donde cuadra perfectamente la poesía con el relato, siempre con la fuerza ya conocida en la autora. La profundidad que derrocha Nicolás Melini en su libro de relatos Talón es marca de la casa, no en vano es también un magnifico poeta y laborioso ensayista, aparte de autor de una de las primeras novelas negras  escritas en Canarias, El futbolista asesino, cuando ni se vislumbraba el boom del género. Belkys Rodríguez Blanco nos entrega La punzada del guajiro y otros cuentos, que rebosa ese aire cubano propio de la autora. Y remato con Vigilia en Velora, el inquietante libro del poeta y narrador Iván Cabrera Cartaya; la obra participa de tantos géneros que al final, paradójicamente, es muy personal.

 

Y estas son mis recomendaciones, porque son magníficos libros y no porque la amistad me una con sus autores y autoras. Que también.