Publicado el

La calima y la costumbre

 

Comparo este tiempo con el de hace año y medio, cuando salíamos del confinamiento y había unas reglas muy estrictas. Lo de las vacunas era una esperanza muy lejana, y no existían movimientos organizados contra ellas, puesto que no existían. Pero ya entonces había recelos de algunos sectores, que, como ahora, pendulan entre los que impulsan poner la libertad antes que la salud pública (no lo dicen, pero es lo que hacen con sus propuestas) y quienes se escudan en teorías delirantes. Como todo, el campo de batalla preferido son las redes sociales, que se han convertido en un avispero.

 

 

Ahora, con los multitudinarios contagios de la Ómicron, comparo la laxitud de las medidas actuales con la rigidez de la primavera y el verano de 2020. Pero parece que todo es más leve o tal vez nos estemos acostumbrado a las defunciones, como si fuese una guerra, en la que los muertos son habituales. Mi padre, que ha visto de todo en su nonagenaria existencia, no sale de su asombro. Lo que nos pasa a todos, este es un escenario que nunca llegamos a imaginar. En los momentos más duros de la Guerra Fría, podíamos esperar un estallido nuclear o alguna hecatombe capaz de partir el planeta en dos, pero no algo tan sinuoso y laberíntico. Eso se lee en su mirada, y lo expresa continuamente. Me parece muy injusto que en su ancianidad tenga que vivir esta zozobra, y como él toda esa generación que reconstruyó con su esfuerzo el mundo que nos legaron, y que era mejor que el que heredaron de las generaciones anteriores, cosa que no podemos decir ahora, cuando la vida cotidiana se ha convertido en una calle cada vez más estrecha y que no sabemos si tiene salida.

 

Desde que comenzó el Estado de Alarma, he procurado estar a dieta de información; mejor dicho, estoy al tanto de lo esencial pero no pierdo un minuto en las politiquerías de los representantes de los ciudadanos, que siguen a lo suyo como si no estuviésemos en una situación muy complicada. Nadie con dos dedos de frente entiende esos posicionamientos que, lejos de crear la necesaria sensación de firmeza y unidad, lo que hacen es crear tensiones y a veces algo más. Y en esto pocos se salvan, porque tampoco se entienden algunos movimientos de los partidos que conforman el gobierno. Alguien tendrá que retratarse ante tales torpezas, porque no solo tenemos una crisis sanitaria que superar sino una economía que reconstruir, y ahí hacen falta todas las manos, todos los sectores, todas las voluntades. Esta gente parece estar en una dimensión que no se corresponde con el sentir mayoritario de la población, y que, como yo, casi nadie entiende.

 

Hace unos días, fui de compras, y todavía siento cierta inseguridad al caminar por la calle, y voy con cuatro ojos por lo de las distancias y el uso de las mascarillas, porque hay gente que sigue sin darse cuenta de que somos nosotros los que tenemos que controlar el espacio y el aire que respiramos. Las informaciones oficiales no ayudan, porque a menudo se contradicen y la calima tampoco, pero esa visión difusa por el polvo en suspensión es como la gran metáfora del tiempo que vivimos, en el que los mil peligros se diluyen en el cruce de desinformaciones, y tratan de que todos seamos felices porque Rafa Nadal ganó en Australia.

 

Cuando salíamos a la calle, al principio del uso de la mascarilla, cruzábamos la mirada con personas que creíamos conocer, pero no estábamos seguros, salvo cuando veías miradas, ademanes o características inconfundibles de alguien muy cercano. Con el rostro cubierto, la mirada es fundamental, pero las gafas oscuras añaden un obstáculo más. Este ha sido otro aprendizaje, porque ahora identificas a las personas con más facilidad. Así que, en estos casi dos años de pandemia hemos aprendido muchas cosas, pero todas tienen que ver con la supervivencia, y esperamos que pronto llegue el día en que, sin peligro, podamos recuperar el tipo de vida y la manera de relacionarnos, que ahora empieza a parecernos un sueño, o bien la actualidad se nos antoja una pesadilla, en la que podemos sobrevivir, pero preferimos el sueño de la vida anterior al 14 de marzo de 2020.

Publicado el

El gallo de Nueva Zelanda

 

En estos tiempos en que cada cual trata de colocarnos su verdad propia, exclusiva e irrebatible, haciendo imposible el debate, porque parece haber una sordera  en la que solo escuchan cerebralmente sus teorías como Beethoven imaginaba el sonido de sus sinfonía al final de su vida, me viene a la memoria el episodio real de un gallo cantarín, que habría hecho carrera  en la ópera por la potencia de su canto, y que tuvo en vela al barrio varias semanas porque se saltaba las costumbres; los horarios los manejaba al revés: por el día no se le escuchaba, pero empezaba su recital apenas llegaba la medianoche, con una cadencia de quince minutos.

El gallo debía de ser hiperactivo o tal vez traído de las antípodas y no se adaptó, pues no se regía por el Sol, sino por el horario de Nueva Zelanda.  Empezó cantando justo antes del amanecer, pero poco a poco se fue saltando el protocolo y cada día lanzaba su proclama más y más temprano, hasta que, pasada una semana, su canto nocturno empezaba cuando el reloj marcaba las doce. Y lo hacía con mala fe, cantaba a muchos decibelios durante cinco minutos, paraba un cuarto de hora, y volvía otra vez a repetir el ciclo, y así hasta que el Sol hacía un par de horas que había abandonado el horizonte.

 

Dormir era imposible, cuando cesaba, intentabas entrar en el sueño otra vez,  y cuando ya estabas dormido, volvía a cantar. Era como una maldición, te ponías en la calle de arriba y el quiquiriquí parecía venir de las de abajo. Caminabas buscando el foco del sonido, y entonces parecía provenir de la calle donde estabas antes. Eran un gallo mágico o diabólico. No se sabía  dónde se ubicaba, y de tanto malestar, hubo hasta una manifestación de los vecinos frente el ayuntamiento. Era surrealista, un barrio entero movilizado por un gallo que se había propuesto enloquecer a la gente. Algún concejal comprensivo debió dar la orden a la policía, y parecía una película ver a los coches y las motos de los agentes recorriendo el barrio en plena madrugada buscando un gallo que hacía terrorismo psicológico.

 

Nunca supimos qué pasó con el gallo. Lo cierto es que, durante la tercera madrugada que la policía hacía batidas por la zona, se dejó de escuchar el canto de aquel gallo misterioso, malintencionado y, desde luego, superdotado para el canto. Unos dijeron que estaba en un balcón de una calle estrecha que le ampliaba el sonido, otros que en la azotea de una casa terrera, pero nunca se dijo de dónde provenía el canto, ni qué demonios le pasaba al gallo y por qué se oían tan fuerte sus quiquiriquís.

 

Pasa como con esos gallitos entendidos en todo, que siguen diciendo disparates, mentiras interesadas e inutilidades a todas horas, mientras la población no sabe qué y a quien creer, porque opiniones de la misma fuente se contradicen con la realidad de los números que se publican. Ojalá algún día sepamos qué sucede realmente y no nos pase como con el gallo que tuvo a un barrio desquiciado durante un mes, y que quince años después seguimos sin saber la verdad.

Publicado el

Lo que viene siendo la OTAN

 

Tirando de humor negro, he dicho alguna vez que habría que prepararse, porque si, cuando empezábamos a remontar la terrible crisis económica en la que estallaron todas las burbujas menos la del fútbol, se nos echaron encima incendios forestales de proporciones bíblicas, una calima tan densa como una plaga de Egipto, una pandemia que, en Canarias, se ha llevado más de 1.300 vidas (y las que habrá que seguir sumando, me temo), que ha dejado secuelas sanitarias, psicológicas, sociales y económicas cuya magnitud es difícil calcular al milímetro, y la erupción de un volcán dañino, ya solo faltaba la llegada de un maremoto y la invasión de los alienígenas; ya puestos en modo aniquilación, podría caernos encima un asteroide, sin posibilidad de que Bruce Willis los desvíe.

 

 

Con los que no contábamos, era con la guerra, seguramente porque ya nos habían adiestrado en la creencia de que ahora los países se enfrentan por otros medios, y que en realidad la guerra mundial había empezado hace décadas con la política de bloques, además de que las guerritas repartidas por todo el planeta servían como válvula de seguridad porque, de paso, se mantenía la renovación y el comercio de armas y las grandes corporaciones armamentísticas mantenían a flote sus voluminosas cuentas de resultados. De manera que, en nuestro inconsciente colectivo empezábamos a asumir que había más posibilidades de que vinieran en platillos volantes los “hombres grises” de Ganímedes que una guerra-guerra abierta entre las potencias bélicas más poderosas del planeta.

 

Pues ahí la están amagando los grande dirigentes mundiales, y no me refiero solamente a los que ostentan o detentan (de todo hay) el poder político, sino también a los halcones norteamericanos que presionan en Washington, a los imperialistas rusos que siguen y alientan a un Putin con ínfulas de emperador, o a la inextricable China, que se vale de una buena ensalada entre el monolitismo del poder político y el control de buena parte de la producción y la deuda de muchos países. Como actores secundarios de peso, asoman la patita los británicos por un lado y los iraníes por el otro, y a saber cómo incidiría en países con potencial nuclear como India, Pakistán o Israel, o qué pasaría con los movimientos integristas islámicos que actúan organizadamente por Asia y África (con territorios controlados) y cuando les parece lanzan un zarpazo a Europa, Estados Unidos o Australia.

 

Y en el centro del asunto, Europa, con una UE que no acaba de tener una política exterior común y que, como la mayor parte de los actores de esta tragedia, no pasa por su mejor momento económico ni político, sobre todo después del Brexit y la pandemia, que un mal nunca viene solo.  De producirse un conflicto que quede fuera de control, la gran perjudicada será Europa, cogida entre dos fuegos y porque la manzana de la discordia es la Ucrania rusófila. Si se empieza una guerra convencional, puede ser catastrófico para todos, pues hasta las guerras al uso son hoy más duras que hace 80 años, porque el potencial destructivo de las armas es incomparablemente superior. Si hablamos de armas nucleares… ¿Estarán tan locos?

 

No quiero ser apocalíptico, solo digo que, en ese ajedrez de dominios e influencias, ahora están echando un pulso. Ya pasó hace sesenta años con la crisis de los misiles soviéticos en Cuba, pero no estoy seguro de que los dirigentes actuales tengan el temple y la habilidad política de los de entonces. Cada hora que pasa, suben las apuestas del envite, y no sabemos si, con tanta tensión, alguien pierda los nervios y cometa un error que encienda la mecha. Es realmente increíble que las potencias se metan en una escalada precisamente cuando un conflicto, por controlado que sea, va a perjudicar gravemente a todas las partes. Esta sería una guerra en la que perderían todos, por lo que veo inconcebible que nos metan en un laberinto, en medio de una pandemia que está lejos de ser controlada. Y en este lío, no entiendo las prisas españolas para enviar fragatas y cazas a la zona. Tal vez quiera recibir la primera bofetada, o la única, si el conflicto es corto. ¿O es que creíamos que pertenecer a la OTAN era solo enviar altos militares a reuniones burocráticas y almuerzos de trabajos a Bruselas?