Patrimonio Inmaterial de la Humanidad
Nada tengo contra los reconocimientos merecidos, pero a veces me quedo en treinta y tres con algunas cosas. Entiendo que a lugares y objetos físicos se les declare Patrimonio de la Humanidad para protegerlos, pero no consigo avizorar qué utilidad tiene lo de los patrimonios inmateriales, que como indica el término deberían ser cosas sin materia. Por ejemplo, ahí entraría el silbo gomero, que ya lo es, o ahora el flamenco, pero no veo qué de inmaterial tiene la dieta mediterránea, que son platos muy dispares en gastronomías tan diversas como las de España, Siria o Marruecos,
Por otra parte, que pongan algo en una lista no significa gran cosa si antes no tenía mucho tirón. El flamenco es un patrimonio cultural indiscutible antes de que lo dijera la Unesco, y estar o no en esa lista poco le va a añadir a una manifestación cultural de su potencia. Y tampoco veo claros los criterios para declarar patrimonio inmaterial esto o lo otro, porque ahora lo han hecho con los «castells» catalanes, que está muy bien, pero por la misma razón habría que hacer lo mismo con el Juego del Palo, las fiestas del Charco y de La Rama, la «traídas» veraniegas del agua o el gofio, El almendo en flor, El Perro Maldito de Valsequillo y hasta los carnavales en sus distintas versiones. Y es que toda manifestación cultural de un pueblo es patrimonio de la Humanidad, lo diga o no la Unesco. Incluso son patrimonio las tradiciones que no nos gustan, porque no olvidemos que asuntos tan polémicos como El Toro de La Vega o tirar cabras desde los campanarios tambien forman parte de la memoria colectiva; bárbara, pero colectiva, y por lo tanto patriminio de la Humanidad. Y es que La Humanidad puede ser muy sensible o muy brutal.
Muchos decían que el suyo era un talento desperdiciado, pero eso es desconocer el valor del periodismo literario, porque su literatura está en la prensa diaria, como la de Larra, González-Ruano y las ejemplares Crónicas de Alonso Quesada. Largo y desgarbado como yo, nos cruzábamos y hacíamos hoyos en las esquinas en largas conversaciones eventuales de las que fueron testigos las bocacalles del barrio de Arenales. Decían también que no eras nadie si Sagaseta no te daba el Huevo de Oro que él concedía a diario, y me sacó de la nada otorgándome uno que incluso me entregó físicamente junto a otros en un acto público. Su arma más efectiva era el sentido del humor, que sólo saben usar con destreza las personas inteligentes, y esa ironía que también es marca de la casa del maestro Alonso Quesada. Salvador Sagaseta es un mojón en ese tipo de periodismo tan particular, que es a la vez sonrisa, crítica y literatura. Pero sobre todo, fue muy buena gente.