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De Carnaval y otras religiones

 

 

Hoy es Martes de Carnaval, aunque en realidad no debería serlo porque no hay carnavales. Pero hay un empeño en que no pasen de largo las distintas festividades que finalmente son un peligro en plena pandemia. Oficialmente no hay carnavales, pero justo, en las vísperas, el alcalde de Santa Cruz de Tenerife acude al despacho disfrazado, dicen que como acto de recuerdo del Carnaval, pero en este caso entiendo que se puede interpretar como una incitación.

 

Hay en los medios canarios recordatorios permanentes de que estamos en carnavales, y aunque se insiste en que no hay fiesta, ya sabemos que desde que alguien aparece con una peluca de plástico o cualquier otro atributo carnavalero, se provoca el cachondeo, que a veces es difícil de controlar. Yo espero que este año no pase por las calles de Las Palmas la carroza nocturna con los altavoces a tope, porque eso sería provocar.

 

Para mucha gente, el Carnaval es una especie de religión, algo sagrado que hay que venerar de la forma que sea, pero el problema es que fácilmente se va de las manos, como pasó el sábado por la noche en una calle de Santa Cruz. Que sí, que es una fiesta preciosa y curiosa, pero cuando no se puede hay que aguantarse. Hay entusiastas de muchas cosas, que tienen tintes sagrados, y ahí ves a los aficionados al fútbol que llevan muchos meses sin poder acudir a un partido en directo de su equipo.

 

Entiendo que el Carnaval es una gran ilusión para muchos grupos de personas, que se pasan meses ensayando, que cada año diseñan un vestuario, y todo eso genera una dinámica económica que se ha paralizado porque no tiene sentido vestir una murga que no va a cantar. Pero es que, cuando hay una guerra, las luces de la ciudad no se encienden por la noche, para no señalar un blanco perfecto a los bombarderos enemigos. Pues estamos en una guerra, y para que nos hagamos una idea comparativa, en Estados Unidos están a punto de doblar el número de muertos por Covid a los que hubo en toda la Guerra de Vietnam.

 

Tengo la esperanza (espero que no vana) de que estos carnavales pasen de puntillas, porque ahí mismo está la Semana Santa, otro mojón en el camino de las aglomeraciones, movimiento de personas y, en definitiva, campo libre para el virus. Ojalá haya mesura en la Semana Santa, pero ya no espero mucho de tantas normas contradictorias que al final no cumplen a rajatabla los objetivos para los que fueron dictadas.

 

Siempre espero que la racionalidad se imponga, pero es como si la sociedad se hubiera infantilizado. De hecho, he leído en alguna parte que la inteligencia media de la población occidental ha descendido en las últimas décadas, cuando la tecnología se ha desarrollado exponencialmente y ha cambiado la forma de vida de la gente. Debe ser eso, porque, si ya las máquinas piensan por nosotros perdemos entrenamiento. Si, encima, algunos de esos grandes supuestos avances tratan de idiotizarnos, no es raro que haya comportamientos tan irresponsable mientras zumba a nuestro alrededor la pandemia.

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Tomar café con miedo

 

Hace unos días, me dispuse a afeitarme, pero se me habían terminado las hojillas y tuve que ir a comprar, algo que se ha vuelto épico cuando siempre fue una banalidad. En el recorrido entre el supermercado y nuestro edificio, me encontré en la calle con un vecino. Me comentó que tiene la esperanza de que las vacunas avancen y poco a poco volvamos a la vida normal. Es un hombre afable, que tiene muchos amigos, pero me comentaba que cuando se tomaba un café con alguno de ellos siempre estaba el miedo al fondo.

 

Llegamos al zaguán y tuvimos que subir de uno en uno en el ascensor, y me comentaba otra vez que cada acto que hacemos tiene que ser estricto, y el miedo consiste en que somos humanos y en cualquier momento podemos fallar. De esta manera, vives en tensión y te sientes inseguro hasta durmiendo. Para tal aventura, me había puesto la ropa, las zapatillas deportivas y me lavé las manos. Puse en mi bolsillo el bote de gel hidroalcohólico y varias servilletas de papel, que uso para abrir el ascensor, pulsar sus botones y tirar del llamador de la puerta de la calle. Y a la vuelta igual.

Después de dejar a mi vecino, pulsé el botón de llamada del ascensor y lo abrí con el papel salvador de por medio. Apreté el número de mi planta y arriba la misma parafernalia: abrir la cerradura de casa, limpiar las llaves, quitarme las zapatillas junto a la puerta, poner en las suelas el spray desinfectante y luego hacia el baño, a lavarme las manos a conciencia, quitarme la mascarilla con cuidado y ponerla en el sitio adecuado. Saqué del bolsillo el paquete de hojillas de afeitar y limpié la bolsa en que vienen envueltas con alcohol de 70º. Ah, y la ropa: colgarla debidamente y darle un pase de desinfectante o de alcohol.  Me pongo el chándal y, por fin, puedo afeitarme.

Esta suma de pequeños detalles hacen que algo tan habitual como ir a comprar unas hojillas de afeitar se convierta en la expedición de Magallanes. Y así todo el día, porque si detallamos el regreso del supermercado y la colocación de una compra mediana se necesitarían dos tomos para contarlo. Echo de menos los días en los que estábamos haciendo un guiso y de repente nos percatábamos de que le faltaba un ingrediente importante. Con la misma ropa de casa, te acercabas al super de la esquina y te hacías con el pimento, la lata de guisantes o lo que fuera. En 5 minutos estaba el asunto resuelto, pero ahora cuesta mucho tiempo y mucha atención.

Por eso me decía mi vecino que la pandemia, aparte del peligro real que supone la posibilidad de contagio, nos ha inducido conductas que, hace un año, habríamos considerado cosa de maniáticos, y ahora son nuestras habituales formas de comportarnos. De todo lo que me dijo el vecino, lo que más me impresionó es que sentía miedo cuando tomaba un café en la calle con un amigo. Y eso es tremendo, la vitola que mide la tensión que nos atenaza continuamente.

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Generar esperanza

 

 

Estos últimos días han estado pasados por agua y frío. La nieve ha bajado a tres islas y el alisio afeita cuando sopla, aunque sea suave. Ese ambiente helado y lluvioso es la alegría del campesinado y de quienes saben que la isla necesita regenerase de agua en sus entrañas, y para eso la nieve es lo mejor, porque lo hace lenta y provechosamente.

 

 

Pero estos días tormentosos daban una sensación rara en la ciudad. Las calles mojadas se combinan con el toque de queda y la calle parece un desierto. La verdad es que no hay que ser muy disciplinado para quedarse en casa con estos días tan gélidos, la disciplina hay que tenerla para salir a esa calle mojada y fría.

 

Eso que llaman cansancio de pandemia se ha reflejado en estos días, la alegría por las barranqueras que llevan agua a las presas se atenúa por esa espada de Damocles que es el Covid 19. Dan ganas de acurrucarse alrededor de la cocina, mientras se hace una sopa caliente, pero no te quedas en paz porque sabes que hay gente en las calles que no tiene donde guarecerse y que hay familias que lo tienen muy complicado para llenar esa olla regeneradora.

 

Por eso no se entiende la actitud de nuestra clase política, que anda enredando en asuntos que, en estos momentos, son muy secundarios. Llevamos casi un año en el que la mayor parte de los plenos del Congreso y el Senado son como peleas callejeras, insultos y discusiones sobre el éter, pero nadie da un paso al frente para crear una dirección clara y decidida del control de la pandemia. No sé si en otra dimensión hay quien está tomando nota de todo esto. Si es así, debe tener la libreta a rebosar.

 

Por otra parte, el ambiente general de los políticos, los técnicos y los tertulianos incita a la inseguridad, cuando no al miedo. Se pasan el día dando cifras sobre unos miles de vacunados y la pandemia sigue, porque las cifras son ínfimas frente a los más de 40 millones de personas que habría que vacunar en España.

 

Yo quiero que llueva, y para el frío tengo abrigos, pero esta sociedad necesita que le den calor en las ilusiones, que le trasladen una idea de proyecto, porque todo lo que vemos son palos de ciego. Y aunque la lluvia es muy necesaria, en estos días grises se siente más la impotencia ante un virus raro, unos políticos sin seso y un sector económico de la población que está sacando tajada de tanta desgracia mientras otros se hunden. Unos días de sol nos vendrían bien para calentarnos el alma y ver si la luz que se acrecienta cada día llega a la mente y a los corazones de las personas que tienen capacidad para generar esperanza.