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Por la boca muere el pez, Señora Oramas

Cavilaba el lunes por la noche sobre qué escribir para este martes, cuando, de repente, me llegó un wasap con un vídeo en el que aparecía, entre otras personas, la política tinerfeña Ana Oramas, ahora mismo diputada y vicepresidenta del Parlamento de Canarias, en una mesa redonda celebrada el 31 de enero, hace 6 días.  Es una prueba irrefutable de que las musas existen. El discurso de la Señora Oramas es para enmarcar. Con su breve pero contundente respuesta creyó echar balones fuera y culpar a otros y otras, pero el lenguaje es muy peligroso, sobre todo cuando se combina con hechos comprobados y fácilmente constatables durante décadas. Si no se tienen claros los conceptos, hablar sin tino es un cuchillo que corta por ambos lados. Pocas veces he visto cómo alguien se retrata de manera tan palmaria, y de paso arrastra a la formación política a la que pertenece. Vuelvo al refranero: por la boca muere el pez.

 

Por lo visto y escuchado en el vídeo y luego comprobado en los medios, alguien le preguntó cuál era la principal amenaza que pesaba sobre el nacionalismo, y como había tomado nota sobre lo dicho por un compañero de mesa, el filólogo y antropólogo José Miguel Martín (quien, por formación y labor investigadora, toca con partitura) la diputada arrastró de as de bastos y empezó a lanzar mandobles a diestro y siniestro, a lo primero que pillara, y casi siempre suele ser muy socorrido cargar contra el profesorado que ejerce en Canarias, que aunque aquí los toros están prohibidos, es culpable hasta de la muerte de Manolete. Sus palabras textuales fueron estas: “El problema no es si el PP lleva la consejería (de Educación) o no, el problema es que el profesorado no tiene ni puta idea de la identidad y de la cultura canaria. Yo lo vivo en mi casa con mi hija de 29 años. No solo no ha leído a Arturo Maccanti o a Arozarena ni a Pedro García Cabrera, es que ni siquiera ha leído El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez”.

 

Es que no sé por dónde empezar. Qué maestría en desbarrar en cada palabra. Esto debería entrar en el libro Guinness. Aceptando pulpo como animal doméstico y su dictamen sobre el profesorado canario, muy técnico, por cierto (“no tienen ni puta idea”), se me ocurre pensar que lo que desembocaría en Coalición Canaria, su partido, que se vende como nacionalista, accedió al poder el 31 de marzo de 1993, hace casi 31 años, y ha permanecido en el Gobierno hasta hoy, con el interregno de los 4 años de la anterior legislatura, que estuvo en la oposición. Es decir, un porcentaje muy alto del profesorado actual se formó en esas tres décadas, y ha sido su partido, que se dice nacionalista, el que ha atravesado ese camino descendente en la Educación, desde los cambios LOGSE hasta nuestros días.

 

No voy a contar las veces que su formación ha capitaneado institucionalmente la Educación y la Cultura porque ha sido siempre (27 años, 23 de ellos ininterrumpidos), y viene a resultar que el profesorado de ahora es ese que ustedes formaron, y un remanente del tiempo anterior, ya en capilla para la jubilación y que tuvo que comulgar con piedras de molino de docenas de cambios, enfoques y un bombardeo de burocracia que parece ideada para que el profesorado no tenga tiempo de enseñar, sino de rellenar formularios y hacer memorias que supongo que nadie leerá, porque son millones de páginas, y si alguien las leyera no se haría caso a las carencias que una y otra vez ha ido señalando el profesorado. Además, curso tan curso, desde las instancias superiores de Educación, se le han ido cortando las alas de la autoridad moral al profesorado, y eso conduce siempre al fracaso.

 

Por otra parte, tendría usted que definir a qué se refiere cuando menciona la identidad canaria. Con todo mi profundo respeto al folclore, las tradiciones campesinas o marineras y unas cuantas romerías, la identidad de una comunidad es algo más que eso. Que yo sepa, poco se ha hecho, porque la identidad real de Canarias ha sido una lenta pero inexorable bajada a los infiernos de la mayor parte de la gente, mientras unos pocos han hecho fortunas impensables hace unos años, con el aplauso de las instituciones y el manejo de leyes, que ustedes han podido cambiar y no lo han hecho. Sobre el nacionalismo en general y el de Coalición Canaria en particular nada diré, porque he quedado para la cena de Nochevieja y no creo que termine antes si entro en materia.

 

Un detallito final: mete usted a su hija en el discurso, y a usted le apena que, a sus 29 años no haya leído a Maccanti, Arozarena y García Cabrera. La Consejería de Educación estaba en manos de Coalición Canaria desde dos años antes de que naciera su hija. Digo yo que algo tendrá que ver, si nada se ha hecho, porque le digo, por si no lo sabe, que hay unos currículos que el profesorado no puede saltarse y hacer la guerra por su cuenta. Ya se encarga la administración de meterlo en el carril a fuerza de papeleo y programas informáticos con la velocidad de un caracol. Y, mire, soy frontal enemigo del pleito insular, pero para usted la identidad canaria pasa por leer a escritores empadronados en Tenerife, porque hay otros que también son canarios, aunque hayan nacido 40 millas al este de la Punta de Anaga, donde por cierto somos devotos de Agustín Espinosa, Pilar Lojendio, los que usted menciona y muchos más. La segunda cosa que no entiendo es qué pinta El amor en los tiempos del cólera en asuntos de identidad canaria. Tenía entendido que García Márquez era colombiano, pero, claro, puede que me equivoque, como no soy diputado…

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Alexis, ya tú sabes, chico

 

Los filósofos clásicos, hoy machacados y también adulterados en las redes sociales, difieren cada uno a su manera sobre la muerte y su relación con la vida. Sin embargo, hay algo en común en todos ellos, pues vienen a acordar que nuestra relación, sea la que sea, con la muerte, es solo cuestión de tiempo. Parece el gag cómico de un entrenado guionista, pero creo que en lugar de risa conduce a una elemental y a la vez profunda conclusión, porque la muerte es el umbral hacia el que se encaminan todas las religiones o incluso las creencias que se les oponen. La unanimidad proclamada por la lógica es la confluencia en la obviedad de que lo único claro que tenemos es esta vida que atravesamos cada día, pero por eso mismo, tratamos de perpetuarla en las siguientes generaciones.

 

 

Somos lo que somos como consecuencia de lo que hicieron, pensaron y escribieron los seres humanos desde hace miles de años. Los historiadores levantan acta de la vida, y los escritores la interpretan. Sabemos más del pensamiento y los sentimientos de los romanos por los poetas Catulo o Virgilio que por los historiadores Suetonio o Tito Livio. De ahí la gran importancia de la literatura, que hoy está banalizada como casi todo, pero que dejará su huella porque el tiempo es un juez implacable. En el futuro, sabremos tanto de la vida del siglo XX por Borges, Virginia Wolf, Lorca o Simone de Beauvoir como por la convulsa historia documentada. (No desprecio a las demás artes, y tampoco a la ciencia, al contrario, pues no seríamos los mismos sin Picasso, el Doctor Fleming, Marylin o Steve Jobs).

 

Hace muchas décadas que, según dicen, soy escritor, pero yo no acabo de asumirlo del todo porque, aunque sea en mi diminuto negociado, significa una gran responsabilidad, con mis contemporáneos y con el futuro. Desde muy joven debí saberlo de forma inconsciente, pues formé parte del peregrinaje juvenil que, auspiciado por Juan Rodríguez Doreste desde el Museo Canario, visitaba al ya muy anciano Saulo Torón en su preciosa vivienda junto al Estadio Insular. Luego, la vida me ha premiado con el trato y el afecto de escritores y escritoras, de quienes aprendí mucho porque hasta sus silencios transmitían: Agustín Millares Sall, su hermano José María, María Rosa Alonso, Pino Ojeda, José Miguel Alzola, María Dolores de la Fe, Manuel Padorno, Cipriano Acosta, Joaquín Artiles, Antonio de la Nuez, Carlos Pinto Grote, Rafel Arozarena, Félix Casanova de Ayala, Antonio García Ysábal… y otras figuras que para mí fueron mojones que me marcaban el camino. Si alguna memoria tengo de tiempos y hechos no vividos, es porque todas esas personas me la trasladaron casi siempre sin darse cuenta. El tiempo del chiste filosófico se ha ido encargando de que fueran cruzando ese umbral hacia lo desconocido. Que honremos su memoria y extendamos su obra forma parte de ese cambio de testigos que la Humanidad va haciendo generación tras generación.

 

Pero llegamos a los años en que, con nuestros coetáneos, compartimos camino y la procesión de la responsabilidad. Que los de más edad partieran era aceptado como ley de la vida, o de la muerte, según se mire. Recientemente se fueron Manuel González Barrera, Justo Jorge Padrón, el sabio poeta cubano afincado en la Isleta Manuel Díaz Martínez y mi cercanísimo Juan Jiménez, y antes empezaron a irse hermanos mayores como Alfonso O’Shanahan o Natalia Sosa Ayala. Desde que el siglo XXI se ha llevado a figuras de edad similar o más jóvenes, como Marcos Martín Artiles, Juan Pedro Castañeda, Luis Natera, Juan José Delgado o José Carlos Cataño, comprobé una vez más que el tiempo juega con nosotros. Demasiado pronto cruzaron el umbral cómplice en las letras Dolores Campos-Herrero, que hizo conmigo en la canoa del silencio la travesía de los años 80, y hace menos tiempo, Antonio Lozano y Manuel Almeida. Las ausencias se siguen notando, porque fueron impulsores de nuevas vocaciones literarias y de manera irrefutable causantes de generar la fortaleza que hoy tiene nuestra literatura. Cuando se fueron yendo, el dolor fue inabarcable, pero la mayoría de las veces no nos cogió por sorpresa porque alguna enfermedad terrible andaba merodeando.

 

Todo parecía haberse calmado. Estábamos tranquilos e ilusionados con el final de la pandemia, mientras se reanudaban las relaciones con los mayores, los contemporáneos y de menor edad, pero en plenitud. Aprendo de los mayores que yo, de personas de mi quinta y de la vigorosa gente que viene después (no detrás). Trato de corresponder y en eso estábamos hasta la mañana del 30 de enero de hace un año, cuando la ciudad, la isla y buena parte del ámbito de nuestra lengua se estremeció al correr la noticia de la inesperada (por prematura) muerte de Alexis Ravelo, pletórico y en la cima del reconocimiento literario.

 

Alexis se creía uno más, pero no era uno más. Además de su incontestable talento literario y su enorme capacidad de trabajo, era una persona especial. El día de su partida, en este mismo medio, lo llamé el hombre abrazo, porque te abrazaba hasta sin manos. El inesperado zarpazo de La Parca nos dejó paralizados. Ha pasado un año y no acabamos de creer que se haya ido, pero tendremos que ir asumiéndolo, porque nos dejó un valioso legado que empujar hacia el futuro, como él impulsaba los silencios del pasado (Crimen, de Agustín Espinosa). La muerte ha vuelto a hacer su maldito chiste, y, al menos yo, no voy a reírle la gracia. Alexis seguirá siendo mi hermano pequeño (que no menor). Y a los hermanos nunca se les olvida, porque me cruzo cada día con Eladio Monroy, que en la ficción vive en mi calle. Para mí, Alexis se queda; como dicen los cubanos, ya tú sabes, chico.

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Reduflación y tres piedras

Es un clamor que los precios están por las nubes, pero las grandes corporaciones de la distribución alimentaria, como elemento de llamada para inversores, proclaman cada semestre o cada año -como los bancos- sus enormes beneficios. Los consumidores pagan más, pero los verdaderos productores cobran menos, hasta el punto de que muchas veces no pueden soportar los costes de sus explotaciones agrícolas, ganaderas o la tremendamente dura tarea de la pesca. En resumidas cuentas, si las grandes distribuidoras pagan menos y cobran más, están ganando dos veces, y no parece que en España se le ponga coto. Hay pequeñas resoluciones -muy tímidas- que consisten en subsidios extraordinarios para las clases más vulnerables, y por otra parte ayudas a las explotaciones de economía primaria, con lo que, por obra y gracia de que todo ese dinero procede de los impuestos, es la ciudadanía en general la que está soportando lo que es claramente un abuso de la economía de mercado.

 

 

Los liberales predican que el mercado se regula solo, y critican el intervencionismo del Estado, pero luego ponen la mano para recibir subvenciones con las que cuadran al alza su cuenta de resultados, lo que a la postre viene a suponer un tercer beneficio que, insisto, pagamos todos por distintas vías, sea en la caja del supermercado, sea cuando nos descuentan el IRPF de nuestra nómina. Así da gusto ser liberal y predicar la libertad de mercado en versión Ayuso, o en distintos conciertos educativos y sociosanitarios que cada día hacen aumentar el abismo de la desigualdad y que es lo que hace que la última semana de mes muchas familias tengan que tirar de los bancos de alimentos y de ONGs desbordadas para llevarse algo a la boca antes de la nómina del último día. Y eso quienes tienen trabajo, ya me dirán cómo sobreviven los desempleados, con pagas limosneras que no alcanzan ni para lo más básico.

 

Pero que a nadie se le ocurra levantar la voz pidiendo subidas de salarios acorde con el movimiento de la economía. Son legión las personas que nunca ven una sola hora extraordinaria en su nómina, y ya hemos visto cómo la CEOE se quedó fuera del acuerdo de subida del salario mínimo, que no deja de ser una pantomima política porque apenas se refleja en las nóminas de quienes son víctimas de mil piruetas administrativas o fiscales, en las que consta solo la mitad de las horas que trabajan, y encima parece que les están haciendo un favor. Luego nos quejamos que nuestros titulados, que hemos formado en nuestros centros, se vayan a trabajar a otros países donde los salarios son muy superiores, y los servicios públicos gratuitos mucho mejores que los nuestros, porque se cobran buenos impuestos a buenos salario, pero aquí vamos siempre bajo mínimos y con las raquíticas recaudaciones fiscales solo sirven para perpetuar la noria de la miseria. Es decir, ya podemos olvidarnos de aquello que llamábamos clase media.

 

Por si no fuera bastante el poder adquisitivo que estamos perdiendo, ahora se ha puesto de moda una nueva práctica que hasta tiene nombre exclusivo en español, porque la traducción del inglés contenía varias palabras, que contravenían la idea de un concepto debe definirse con la mayor precisión posible, y sonaba como un cacharro de pimentón. Ha surgido la nueva palabra; reduflación. La cosa es que, con la mentada reduflación, nos están sisando en nuestras propias narices parte de lo que pagamos. Los envases tienen el mismo tamaño, pero el contenido ha disminuido en cantidades que van del 5% al 15%. Y eso de que mantienen el precio hay que comprobarlo, porque, cuando uno va al supermercado, es como si se subiera en la diligencia de Sierra Morena y la serranía de Ronda, porque si no es Luis Candelas, será Pasos Largos, el Tragabuches o José María el Tempranillo, pero que nos van a saquear la cartera es seguro. Como ejemplos, solo hay que ver cómo está diezmado el contenido del yogur, o la disminuida materia que viene en bolsas infladas, pero con menos producto.

 

Y ante todo este claro abuso, que está incidiendo en la alimentación y en la salud de miles de personas, uno se pregunta si no hay inspecciones de abastos, como antaño, control de margen de beneficios en cada paso y todo eso que debiera ser normal en un comercio justo. Claro, es que, con la cantinela de la libre competencia, parar esto es ilegal, y la parajoda (sic) es que la competencia no existe, porque poco pueden hacer los inermes ciudadanos y los agobiado pequeños productores ante las superpotencias del mercado. Y si seguimos, no acabamos: productos importados cuya procedencia desconocemos, carne de vacuno a la que casi no hay que poner agua en el estofado porque la trae incorporada, y un sistema que se reivindica liberal pero que es abusivo. Ya, ya, el cambio climático, la sequía, los costes de la energía. Pamplinas, todo eso va a parar al origen del producto y al consumidor, y los intermediarios facturando a dos carrillos. Ahora nos vienen con la dichosa reduflación; sí sí, se me ocurren unos cuantos sinónimos que no suenan nada bien. Y tres piedras.