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En realidad ¿somos tan tontos?

 

Supongo que habrán oído o leído más de una vez que en España no cabe un tonto más. Aunque algunos usan la frase sin citar procedencia, hay que decir que es una sentencia lapidaria del escritor y periodista Santiago Amón, que murió prematuramente en accidente de helicóptero en 1988. Fue su caballo de batalla en los 80, y cuarenta años después, lo que parecía una ironía graciosa, se ha vuelto una verdad cervantina, pues bien podría adjudicársele al remache de un párrafo en el que don Quijote le desgrana a Sancho su visión del mundo, las personas y las cosas, antes de picar media espuela y reanudar la marcha a trote cochinero. Y es que escuchamos cada día estupideces cuya credibilidad nos parece imposible, y pensamos que quien las lanza nos toma por tontos; la sorpresa surge cuando escuchamos el aplauso encendido de multitudes.

 

 

Y ya que estamos con Cervantes, dejemos que hable el pueblo con voz de Sancho: «Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener… antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado». Y los oropeles del asno son hoy la fama y la descalificación absoluta del que no esté de acuerdo. Dice uno tener razón y se la niega al otro, que a su vez hace lo mismo a un tercero, este a un cuarto, y todos a todos; cada uno tiene una corte que da eco a sus palabras para que sea creída por miles. De este modo, los miles del uno, del otro, del tercero y el cuarto están embebidos en la admiración a su burro áureo, y es tal el embeleso que, cuando el animal rebuzna, su gente cree escuchar relinchos. Es decir, de muchas clases distintas, cada cual con su bandera (o bandería, uno ya no sabe), es verdad incontestable lo que fue gracieta de Santiago Amón y hoy es certeza definitiva: en España no cabe un tonto más.

 

 

Solemos usar la expresión “hacérselo mirar” para recomendar que se revisen comportamientos, como cuando se aconseja a alguien que vaya el médico porque tiene una tos rara, un color extraño o un cansancio extremo. En la política estatal, tanto el partido A como los del resto del abecedario, ponen el grito en el cielo reclamando acciones que no aplicaron cuando gobernaban; en Canarias, los mismos partidos hablan distinto, según estén aquí o en Madrid, o según quien gobierne. Es decir, bla, bla, bla; palabras que se usan en la oposición estatal o autonómica pero que son papel mojado apenas se toca poder, porque finalmente tanto el gobierno de Madrid como el de Canarias galopan un tigre y no quieren bajarse de él porque los devoraría.

 

 

Además, hay tensiones internas en las fuerzas políticas,  el poder partidista, incluso cuando se está en la oposición, que es otra forma de medrar en la política, aunque al ciudadano no le sirva de nada. Y, claro, el aserto popular tiene razón, los políticos han de hacérselo mirar, porque ya nadie cree que estén velando por el interés general, sino por la prevalencia de un grupo sobre otro o incluso por la supervivencia personal. Si alguna vez, tanto en España como en Canarias, ha hecho falta arrimar el hombro, es ahora. Pero nadie quiere oír hablar de gobiernos de concentración, y tratan de administrar sus mayorías absolutas o pactadas. Y la política (la de verdad) es necesaria. Los políticos deben dejar de ser meros administradores de los poderes económicos, siempre en su beneficio. La falta de credibilidad en la política es muy peligrosa, porque de ahí a que los amantes de regímenes totalitarios hagan su agosto no hay más que el paso del desánimo ciudadano a la desesperación. Ya estamos viéndolo aquí, en Alemania y hasta en Estados Unidos. Están poniendo en peligro esta pequeña democracia que dicen que tenemos. Esta generación de políticos está quedando como la peor que se recuerda. En el resto de mundo también. Y mira que ha habido lerdos en la Historia.

 

 

Un día detrás de otro, nos llegan disparatadas teorías dignas de una novela delirante. Aunque los medios profesionales no hincaban el diente al principio, ya han entrado en el juego, y desde siempre Internet es un hervidero de invenciones terroríficas. Y hay mucha gente que está pasando miedo. Antes se decía que el papel aguanta todo lo que le pongan, y ahora hay que decir que Internet, que es un medio de comunicación fantástico, también es un espacio en el que campan libremente todo tipo de supercherías. Algunas de ellas dicen basarse en documentos que vaya usted a saber si existen, pero que tienen apariencia de reales. Ahora, con la inteligencia artificial es un despiporre. Otros documentos existen realmente, pero su interpretación puede hacerse de muchas maneras. El catastrofismo atrae mucha atención, y en cierto modo es peligroso porque no todas les mentes están equilibradas, y ante la certeza (infundada, pero certeza) de un futuro inmediato terrible pueden reaccionar muy mal. De hecho, son cada vez más frecuentes los episodios de violencia extrema sin encaje racional posible, basados casi siempre en argumentos de mala novela por entregas.

 

 

Hay todo tipo de anuncios, se enarbolan hasta las previsiones supuestamente científicas, como una nueva erupción del Vesubio, u otra más terrible, la del supervolcán de Yellowstone, que arrasaría el planeta. Y yo les digo que son ganas de amargarle la vida a la gente, porque ya ha habido días señalados para el final y nunca pasó. Lo que más increíble me parece es que, después del fallo repetido en la predicción de una fecha, esta siga teniendo seguidores. Es cierto que vivimos en un universo en evolución, y que La Tierra y el Sistema Solar son parte de un proceso que apenas entendemos, pero de eso a fijar una fecha del final del planeta va la misma distancia que entre la verdad y la charlatanería. Como siempre, basándome en lo que a mí me parece, estoy en condiciones de asegurar que no habrá fin del mundo en 2025. La verdad es que con esta profecía no me arriesgo, porque como esto estalle nadie vendrá a reclamarme al día siguiente. En realidad ¿somos tan tontos?

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Realidad, verdad y creencia.

 

Como hay que actualizar el lenguaje con los tiempos, aunque los tiempos sean desastrosos y el lenguaje aun peor, tengo que proclamar que el absurdo lo está petando, va on fire, y cualquier cosa que queramos apoyar en la ciencia, el conocimiento y la lógica suena antigua. Samuel Becket, Ionesco y Albert Camus, apóstoles del absurdo, hoy sería unos becarios al lado de lo que se nos presenta cada día. Nos pasamos la vida esperando a un Godot que nunca llega, llámese metroguagua, salarios dignos o previsión energética. Todo se reduce en saber qué da más beneficios, lo demás no importa, ni siquiera las leyes, que me han contado que hubo un tiempo en que eran un tope para que hubiera una cierta coherencia, y ahora prima el complejo de intérpretes, y lo que antes estaba prohibido ahora es correcto, o al revés. Insultan, falsean y destruyen vidas, pero no pasa nada, y, por el contrario, te pueden meter en la cárcel por acudir a una manifestación o por cantar una canción cuya letra molesta a alguien. Es decir, la libertad de expresión, como el código penal, depende de interpretaciones.

 

 

De lo absurdo a lo esotérico no hay más que un paso. Y estamos acostumbrados a aceptar pulpo como animal doméstico. Nos asombramos de que en tribus africanas haya poblados presididos por un tótem de madera que representa a un espíritu ancestral, mientras montamos un auto sacramental alrededor de una escultura, también de madera. Pero lo nuestro es religión y lo de otros es paganismo e idolatría. Es lo normal, y si Godot apareciera por este tiempo se caería de espaldas.

 

 

Y ya metidos en lo esotérico, de nuevo andan rondando por ahí las cuartetas de Nostradamus, que escribía en lenguaje cifrado, lo cual da lugar a que se hagan docenas de lecturas, que siempre cuadran a posteriori. Dicen algunos que todo está saliendo según él anunció, y ahora resulta que la III Guerra Mundial será entre una alianza chino-rusa-islámica (a mí no me miren, dicen que lo dice Nostradamus) contra Occidente. Ganaremos nosotros, faltaría más; lo más sorprendente es que el gran líder salvador de Occidente será el caudillo que en una cuarteta Nostradamus llama Philippicus, y le atribuye el título de rey de Gades.

 

 

Todo eso lo sacan de unas cuartetas escritas en latín hace cinco siglos, que no especifican ninguna fecha, llenas de ambigüedades, que son un filón para los intérpretes, quienes, confían en el olvido. Cuando tanto se habló de esto con el cambio de siglo y de milenio, dijeron que el líder sería un rey, y fechaban por su cuenta el año 2026, cuando podría aplicarse a cualquier otro momento histórico. Es decir, según el profeta francés, Philippicus pudiera cuadrar con Felipe VI de España, por lo que ya pueden irse olvidando los republicanos de sus sueños, al menos hasta 2026, y después, pues a ver quién destrona a un rey que acaba de ganar la III Guerra Mundial.

 

 

Nos lo creeríamos más si pensáramos que el líder será un presidente norteamericano que podría llamarse Philips, que no va a ser el caso, y sería posible incluso que para entonces hubiera una presidenta. Luego está lo de Gades (Cádiz), que no la veo yo como capital de un imperio, aunque nunca se sabe cómo pueden evolucionar las chirigotas de los carnavales. Pero se me ocurre que no podemos menospreciar que la base de Rota está al ladito, y vete a saber si Nostradamus ya sabía el nombre del jefe de la base y era un Philips venido de las praderas de Arkansas. No es que dude de que el adivino se pusiera en contacto con 2026, pero me parece más creíble que la CIA anduviera buscando a Nostradamus por el siglo XVI para llevárselo preso a Guantánamo.

 

 

Por lo tanto, yo estoy preparado, y si mañana es el fin del mundo, esta noche voy a acostarme temprano, porque para estas cosas hay que madrugar. Nostradamus era muy críptico, y los adivinos de ahora son más generalistas y así nunca fallan. Pasa lo mismo que con una pitonisa famosa en televisión que dijo que había anunciado la muerte de John-John Kennedy, porque afirmó unos meses antes que moriría un importante político. Que yo sepa, el hijo de Jackie era editor de revistas, y su dedicación a la política es tan hipotética como la Champion Ligue para la UD Las Palmas. La predicción también habría valido para otros, porque estos augurios tan abiertos son un valor seguro. Si yo digo ahora que durante el año 2025 morirá alguien importante del cine, la literatura o la política, seguro que acierto. Por otra parte, si mañana se aplaza el fin del mundo por vacaciones del personal encargado, alguien nos dirá que se interpretó mal a Nostradamus, plantearán una nueva hipótesis y nos colocarán un libro, que será un bet-seller.

 

 

Ahora yo digo que, en una cueva que descubrí en Tamadaba encontré un pergamino que habla de las soluciones que España necesita desde el punto de vista institucional, territorial, económico, cultural y humanitario. Por decir, afirmo que es un verso suelto y perdido de los famosísimos (porque lo digo yo) Códices in posterum y provienen de las Kirghiz Inscriptions del siglo I, vertidas al latín por un discípulo del filósofo romano Musonio Rufo y rescatadas, después de su pérdida medieval desde los árabes, por el traductor Roberto de Chester, que fue arcediano de la catedral de Pamplona. Doy estos datos para que se vea que toda esta gente era de orden, vamos, de derechas. Después de leer toda esa retahíla, supuestamente erudita, la gente está más dispuesta a creer lo que sea. Es como el garbanzo de los trileros.

 

 

Me saco un texto de la manga, que suene a latinajo, aunque sea del latín que se habla en el Barranco de la Mina, y lo respaldo con la interpretación del comité de eruditos convocados al efecto en un bar que hay subiendo a mano derecha del Barranquillo de Don Zoilo, donde ponen unos chocos en salsa que te mueres, y cuya conclusión científica se contiene en una frase, que no es latín, sino un hallazgo influenciado por la novela Panza de burro. La frase mencionada es “¿Paquestánconeso? Chacho, Chacho…» Y en esas estamos, deambulando entre realidad, verdad y creencia.

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De Maquiavelo a Montesquieu

 

Si hablamos de democracia moderna, tiramos inmediatamente de Montesquieu, el de la separación de poderes, independientes y a la vez encargados del control de los otros. Es la base de la Revolución Francesa, que proclama grandes cambios en la democracia burguesa, aunque hay que recordar que, casi un siglo antes, precisamente el año en que nació Montesquieu, los ingleses dieron un paso de gigante, en la llamada Revolución Inglesa, que limitó los poderes del rey e inventó el parlamentarismo moderno, que luego generó avances como el nacimiento de la prensa y que sirvió de inspiración a filósofos y jurista como el francés Montesquieu, a los textos de la Declaración de Independencia de Estados Unidos y a la Revolución Francesa, que se ha llevado todos los laureles porque remachó el clavo y se extendió por buena parte de Europa (por la otra no, como ya sabemos).

 

 

Últimamente, cuando se quiere justificar una actuación política, no se invoca a los británicos, a Thomas Jefferson o a Montesquieu, sino al florentino Nicolás de Maquiavelo, autor del libro de 1513, titulado El príncipe, en el que analiza y aconseja los comportamientos de quien dirige un estado, pero vale para cualquier cargo en el que haya que tomar decisiones, siempre que haya una cierta prevalencia sobre el resto de los mortales, que pudiera ser de alguien que es cabeza de un municipio, una comunidad autónoma y, por supuesto, el gobierno de un estado. La más conocida consigna maquiavélica es aquella que dice que el fin justifica los medios, que el propio Maquiavelo contradice cuando habla de ética o de no utilizar exclusivamente la fuerza o de hacerlo proporcionalmente, aunque la proporción la decide el propio príncipe, o dirigente en su caso. Es decir, Maquiavelo sirve para un fregado o para un barrido.

 

Con esta entradilla, se podrá pensar que descalifico la obra del florentino. Al contrario, me parece un tratado muy inteligente, pero se debiera advertir que los libros deben ser leídos en su contexto histórico y social, y en ese momento, los principados, ducados y repúblicas italianas estaban en plena efervescencia renacentista, acababan de descubrir el valor del ser humano, que hasta entonces era simplemente un siervo de un dios medieval que era quien quitaba y ponía reyes, seres elegidos por la divinidad (La Iglesia, por delegación) y por lo tanto incuestionables. A comienzos del siglo XVI seguía habiendo reyes y coronas divinizadas, pero empieza a germinar la semilla que desembocaría en las mencionadas, con La Ilustración como marco histórico, tres siglos después.

 

Una vez desestimada por Maquiavelo la intervención divina en la designación de los dirigentes de los estados, entra en funcionamiento la política, que tiene entonces un único fin, que es alcanzar y mantener el poder, porque eso de la igualdad, los intereses generales y la participación ciudadana tardaría aún 250 años. Entonces, lo que intentaba Maquiavelo era crear una guía para el liderazgo, y que fuese la valía del príncipe la que decidiera, porque ya no había un mandato celestial para que en Florencia gobernaran los Médicis o los Sforza en Milán. Había que ganárselo; esa era al menos la teoría, aunque la realidad inclinaba siempre la balanza a favor de las familias más ricas y poderosas, generalmente comerciantes y, sobre todo, banqueros.

 

Una cosa es la teoría y otra la maldita inercia de la historia, con lo que el maquiavelismo solo sirvió para repetir las sangrientas intrigas y conspiraciones que elevaron primero y destruyeron después el Imperio Romano. Vamos, que, como en la terrorífica Edad Media se había retrocedido, en el Renacimiento simplemente recuperamos las prácticas de una república romana adaptada a los tiempos. Esa y no otra es la esencia de la doctrina maquiavélica (que no es nada retorcida, por cierto), y su importancia radica en que fue un paso en la escalera para la idea de estado moderno. No olvidemos que Napoleón no se separaba de su ejemplar de El príncipe, en el que dejó anotaciones que apoyaban o desautorizaban las palabras de Maquiavelo.

 

Es obvio que seguimos sin aclararnos en cómo gobernarnos, porque en el fondo sigue funcionando el ADN maquiavélico (Montesquieu está en horas bajas), del poder como fin, no como medio para transformar la sociedad. De hecho, podríamos hablar durante horas de esas transformaciones, porque está claro que a quienes el status quo le viene bien no quieren cambiarlo, y ahí surge el conflicto. Desde la idea de que el príncipe ha se ser alguien misterioso que siempre sabe lo que hay que hacer, aunque no lo comunique, hasta la exigencia de transparencia en las democracias contemporáneas, sigue quedando ese olor a prepotencia, que hace que lo que se cuenta a la gente nunca coincide con los ingredientes de lo que realmente se cuece, y de esto tenemos muestra cada día. Los príncipes que nos gobiernan aquí cerca, en Madrid, en Bruselas y en la parodia de neutralidad de la ONU y sus ramas, dicen, hablan proclaman y nos marean con informaciones y discursos que parecen haber sido escritos por Groucho Marx y traducidos a nuestra lengua por Cantinflas. La transparencia es un mito, y en eso seguimos todavía por las teorías de Maquiavelo, aunque nos digan que ya vamos por las de Montesquieu.

 

Así que, no podemos fiarnos sino de los hechos. Y más en estos tiempos de bulos que mucha gente está dispuesta a creer, y que corren como la pólvora, y aunque luego se demuestren falsos, no hay manera de parar sus efectos. Parece de chiste que haya personas que creen que La Tierra es plana, por ejemplo, y es imposible que cambien de opinión. Las evidencias científicas de nada sirven, porque, cuando se cambia pensamiento por fanatismo, no hay remedio. Supongo que ya habrán encontrado los paralelismos obvios, por lo que solo me queda desearles alegría, sosiego y cualquier sentimiento positivo personal o colectivo. Una cosa está clara, siempre habrá algún Maquiavelo de rebajas que trate de hacernos luz de gas. Montesquieu, por desgracia, ni está ni se le espera.