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Los novelista proféticos de Venezuela

La persecución sobre la libertad de expresión en Venezuela, esta vez contra el periodista hijo del gran Manuel Otero Silva, hace que las novelas de su padre y Las Lanzas coloradas de Uslar Pietri se hayan vuelto proféticas. Los novelistas, por desgracia, se han convertido en profetas del caos. Si estos títulos hubieran sido publicados hoy serían mero periodismo. Y nos preocupa lo que pasa en «la octava isla».
En primer lugar está la historia y la estructura del estado venezolano. Los militares venezolanos son una especie distinta a la generalidad de los militares latinoamericanos, con una tendencia histórica hacia el liberalismo decimonónico. Se creen herederos del espíritu de Simón Bolívar y, a partir de los años sesenta, tienen una curiosa tendencia hacia el republicanismo de izquierdas, alejados de los teoremas fascistas al uso castrense en el continente, pero que finalmente siempre aparecen como el último recurso que nunca se utiliza, en muchos casos coqueteando con el comunismo, pero fuera del poder civil. Los dos partidos alternantes sabían que el ejército estaba ahí, vigilante, y eso daba a las fuerzas armadas un halo de prestigio y limpieza en una sociedad arrasada por la corrupción política y económica.
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(Monumento a los Próceres de la Independencia en la ciudad de Caracas)

Para un europeo resulta incomprensible la actual situación económica venezolana. En los años cincuenta, un dólar valía cinco bolívares. El petróleo, que se paga en dólares, tenía una fiscalidad del 50%, y con ese dinero se mantenía el estado, sin necesidad de otros impuestos. Hoy, un dólar equivale a mil bolívares, es decir, ¡doscientas veces! el cambio de 1960, y el petróleo se sigue pagando en dólares. Tendría que haber en Venezuela bolívares hasta el infinito, o mejor aún, no habría razón para que se devaluase tanto, y ahí está ese país, hundido y en la quiebra social más absoluta.
Y lo triste es que el pueblo se muestra enfervorecido, porque no cree en sí mismo, sino en alguien que lo salve. Y esa es la línea de salvadores patrios que personalizan el poder en Latinoamérica, siempre invocando al pueblo, pero en realidad asumiendo verbalmente ese deseo de cambio que nunca llega. En Europa hay socialistas, conservadores, liberales, comunistas o nacionalistas; en América Latina hay porfirismo, sandinismo, castrismo, peronismo, chavismo.
Surge Chávez en 1992, un militar raro en la Venezuela reciente, porque intenta lo que no se hacía desde el derrocamiento de Pérez Giménez: hacerse con el poder por la fuerza. Fracasó, pero puso en funcionamiento un mecanismo que haría naufragar a los partidos tradicionales que no daban soluciones a una población empobrecida en un país rico. Los «caracazos» acabaron por llevar a Chávez al poder pero de una forma legítima, otra curiosidad, puesto que llegó al Palacio de Miraflores aupado por el 56% de los votos venezolanos. La cuestión es de dónde le viene la fuerza a Chávez. La demagogia dice que del pueblo que lo apoya, pero es evidente que tiene en su ascenso popular el apoyo de las fuerzas armadas, que siguen calladas pero arbitrando la situación.
En Europa parece un anacronismo escuchar el vocabulario de Chávez y sus peroratas llenas de lugares comunes, en un lenguaje que pudo haber estado en boca de Miranda o del propio Bolívar (Andrés Bello hablaba más moderno), y que hoy suena hueco, pero que a media Venezuela le parece la Biblia. Todo esto se mezcla con ese carácter mítico bolivariano y entramos de lleno en el fanatismo. Así puede entender un europeo la imagen de Hugo Chávez, con la constitución bolivariana en la mano izquierda y el crucifijo en la derecha, y el pueblo enfervorizado tras las verjas de Miraflores, creyendo que es él quien quita y pone presidentes. Es algo que está más allá de cualquier comportamiento racional porque se ha entrado en una especie de locura colectiva.
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(Los novelistas venezolanos Miguel Otero Silva y Arturo Uslar Pietri)


¿Cuál es el futuro de Venezuela? No es posible hacer un análisis porque las variables son infinitas, y todas las combinaciones resultan letales. Viviendo esta realidad tan llena de impotencia no es extraño que los pueblos lacerados acaben invocando a un salvador, y comienza de nuevo la rueda… El ambiente político no ha variado desde las guerras civiles de Varela y Taboada en Argentina, de Páez y Santander en tiempos de Bolívar, de Carranza, Villa, Zapata y Obregón en la romántica revolución mexicana que finalmente sólo sirvió para imponer otra oligarquía, como en Cuba, en Nicaragua o en Colombia. La culpa ya no se sabe de quién es, pero las grandes potencias han hecho demasiado bien su trabajo de prosperar a lomos del Tercer Mundo. Aplicado en todo el continente, tal vez tenía razón Benito Juárez cuando dijo :»Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos».
América Latina lleva casi dos siglos de guerra civil, conviven los muertos y los espectros como en Pedro Páramo, es el lugar de las Casa muertas de Otero Silva, es el desprecio indígena del británico Borges. García Márquez se equivocó en el cálculo, son doscientos, no cien, los años de soledad de América Latina.

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(Este trabajo fue publicado en el suplemento cultural Pleamar de la edición impresa de Canarias7 del pasado miércoles)

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¿Pero es que hay libros canarios?

Estamos en la era de la comunicación y la gente no se entiende. Hay más tecnología que nunca y se utiliza en su mayor parte para embrutecer o para distraer de lo importante. Los libros, que siempre fueron una fuente de conocimiento han sido prostituidos por la basura. Gran parte del esfuerzo editorial y la industria del libro están dedicados a publicar estupideces: la biografía de uno que estuvo en Gran Hermano, los amoríos de una periodista y un portero de fútbol y mil tonterías más. Cualquier libro de cocina, por modesto que sea, es La Divina Comedia comparado con estos exabruptos que pueblan los escaparates.
¡Ah! Claro, la literatura. Pues creo que si ya no ha entrado de lleno en el circo de las vanidades artificiales está a punto de hacerlo. Vean si no las grandes superficies, con columnas de libros de mil páginas y tapas duras, supuestas novelas de éxito, que se venden como rosquillas porque es la moda. Cada año un centenar de estos títulos inunda las listas de ventas y al año siguiente nadie se acuerda. ¿Cuánto hace que no se oye hablar de una obra maestra de la literatura recién publicada? Y no es que no pueda haberla, es que se pierde entre esas torres de bet-sellers, y hasta es posible que haya otras que nunca fueron editadas para dejar sitio a esos mamotretos que vienen muy bien promocionados.
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(Automóvil deportivo último modelo que se ha comprado un novelista canarios con sus derechos de autor)


Viene ahora lo del libro canario. Claro, los escritores canarios son cosa menor, son canarios, gente a la puedes encontrarte por la calle, no los grandes nombres que aparecen en el carrusel de las páginas literarias de los medios estatales, no madrugan con Carlos Francino, no van al programa de Buenafuente ni saltan a la comba con Pablo Motos. Son canarios, gente que tiene el vicio de ponerse a contar historias. Y seguramente habría alguien que compraría esos libros, editados en Canarias con mucho esfuerzo, pero no están, no los mueven los distribuidores, no los piden los libreros, no interesan, porque la caja está hecha con el último Premio Planeta, uno de no sé qué cosa esotérica y otro que ha vuelto a perpetrar el de las catedrales.
Rectifico. Sí que he visto libros canarios en las librerías y en las grandes superficies. Pero las novelas no están con las novelas y la poesía tampoco aparece en la poesía. Están en un receptáculo casi escondido que suele decir «temas canarios» aunque la novela transcurra en París. Un libro de poemas que habla del desamor o una novela que cuenta una historia de autodestrucción puede suceder en cualquier parte. Claro, mejor si es en Nueva York y la gente va en metro por el puente de Brooklyn y se baja cerca de Times Square. Eso de que el protagonista viaje en guagua por la Avenida Marítima y se baje en el Parque de San Telmo no mola, aunque sufra lo mismo que el neoyorkino.
Y estos libros canarios están sentenciados, con la condena del destierro a un lugar que no es de novela ni de poesía. Es el infierno de los libros canarios, o mejor, el limbo. En ese oscuro lugar hay libros de cocina canaria, guías turísticas de las islas y alguna novela; a veces algún poemario, que nadie compra porque ni siquiera lo ve, porque si busca literatura lo primero que se encuentra es la fotografía de un sancocho a toda plana en el libro destacado. Y allí muere el libro, y el librero no lo pide a la distribuidora porque «no se vende». ¿Pero cómo se va a vender si no está, o no se ve?
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(Monumento escultórico al libro canario)

Salvo la media docena de autores que venden centenares de miles de ejemplares, un novelista que en España vende 25.000 libros es un nombre que ya se tiene en cuenta; si vende 40.000 es un campeón. Y para que eso pase hay promociones en todos los medios nacionales. Como el mercado es pequeño en Canarias, vendería mil ejemplares aquí, y eso yendo muy bien y respaldado por grandes editoras y promociones importantes; pero vende en todas en todas las provincias, proporcionalmente, y suma así esos 40.000 ejemplares.
Eso quiere decir que si un novelista canario vende en Canarias 1.000 ejemplares se equipara a autores como Rivas o Martín Garzo. O sea, un gran éxito. Pero se publica sin promoción, con su novela escondida entre libros de cocina, desatendida por el distribuidor y olvidada por el librero. Como tampoco suele haber mercado exterior, y tampoco lo medios se desloman para echar una mano, la pequeña edición se irá agotando en varios años, o acaba perdida en algún sótano ilustre. Por eso, cuando pasen junto a esas torres de libros del mismo título en las grandes superficies, piensen en lo dejado de la mano de Dios que está el libro canario, y por ende sus autores. La literatura acabará por ser un vicio secreto, una actividad oculta, una secta, nada.

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(Este trabajo fue publicado el pasado miércoles en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7)

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La ortografía sigue igual

Pues los señores académicos (académicas hay muy pocas) me han dejado con tres palmos de narices, ahora que iban a resolver a mi favor las eternas discusiones que demandaban una reforma de la ortografía acorde precisamente con las reglas ortográficas. Pero nada, debe ser que no han tenido el valor de arrostrar con un gran cambio, o que las academias americanas han pesado mucho, o las empresas editoras han influido porque ello suponía revisar muchos tomos en proceso de edición… Me creo más esto último porque finalmente la causa siempre suele ser el dinero.
aaa8737_0027_s[1].jpgMoreno Alba, el académico mexicano que explicó en rueda de prensa la marcha atrás dada en la reunión de Guadalajara, dijo que finalmente en la ambigüedad del lenguaje está la poesía. Le quedó muy bonito, pero no deja de ser una tontería, porque, si lo ambiguo es poético, la narración se basa en la precisión, y la lingüística es una ciencia aplicada que está en medio, la norma ideal, que es la que tiene que defender una academia. Luego vienen los poetas y se saltan las reglas, los narradores estrujan el lenguaje para maniobrar con las situaciones y manipular a sus personajes, y hasta los directores de teatro cambian los significados sin alterar una sola letra, porque el tono dice tanto como el contenido cuando se trata de lenguaje oral. De manera que vuelvo a lo de siempre: los creadores no deberían ser académicos, porque la Academia es la policía de la lengua y los escritores son los que fuerzan las cerraduras. Y esto que ha pasado ahora ocurre porque no se ha impuesto la ciencia a la poesía, que es para eso para lo que se crearon las academias.