Sábato es uno de esos escritores que dibujan su perfil literario con un solo libro, en este caso El túnel (1948), el trazo de una pasión obsesiva en la época del medio siglo XX, cuando aparecieron varias novelas cortas que son prácticamente la cima narrativa en su género, y todas en poco más de una década: Pedro Páramo, Casas muertas, el viejo y el mar, La hojarasca, La perla…
Pero hay tres muy significativas, con la muerte como telón de fondo. El túnel, escrita por Ernesto Sábato, completa el tríptico de novelas cortas magistrales escritas en los años cuarenta y del que forman parte La Familia de Pascual Duarte y El extranjero. Las tres son narradas por un asesino en su celda de muerte, y son tres crímenes terribles, pero que nada tienen en común. Si en la obra de Camus se mata por desidia y en la de Cela por ignorancia, en la de Sábato es la obsesión amorosa, la pasión, la que desencadena la irracionalidad.
Lo más atractivo de El túnel es el clima que se va creando durante toda la narración, a partir de la visión de un cuadro que el protagonista, el pintor Juan Pablo Castel, expone en una galería de arte. María Iribarne, la mujer del drama, se fija en un detalle que el pintor ha pintado en la parte superior derecha del cuadro, una ventanita en la que se vislumbra una playa solitaria y una mujer mirando al mar. Nadie más se ha fijado en la ventanita del cuadro, y el hecho de que María Iribarne lo haga llena de gozo el corazón del pintor. Nace desde entonces una extraña y difícil relación entre Castel y María, se establece un juego furtivo que va agrandando la pasión que él siente por ella, hasta el punto de que acaba presentándose en la estancia campestre que posee el marido de ella. La pasión de Castel se vuelve huracanada y traspasa los límites de la razón. María sigue jugando, no ha sabido captar el interior de Castel con tanta clarividencia como supo percibir el detalle de la ventanita del cuadro.
Como siempre, la pasión puede con la cordura, y Juan Carlos Castel se ve empuñando un cuchillo y apuñalando a María Iribarne. La novela es un depurado ejercicio de conductismo lector, pues nos va imbuyendo la pasión de Castel hasta el punto de que cuando él apuñala a María el lector es cómplice del asesinato. Pocas novelas logran crear ese clima en el que el lector ya no sabe si está dentro o fuera de la novela. Algo parecido a lo que sucede en El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, cuando los dos hombres protagonistas acaban haciendo el amor y el lector, aunque sea heterosexual o mujer, se ve en la cama de aquella celda brasileña.
Ernesto Sábato es curiosamente doctor en ciencias físico-matemáticas y trabajó en los laboratorios Curie de París. Escritor incesante desde que frecuentara las tertulias parisinas con Tzara, Domínguez, Matta… es el paradigma de la autocrítica, hasta el punto de que, aparte algunos ensayos y artículos, sólo ha permitido la publicación de tres novelas: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el exterminador (1974). Todo lo demás, y dicen que fue mucho, lo quemó el autor en un ejercicio autodestructivo terrible. Incluso se dice que su segunda novela fue salvada del fuego por otra persona y publicada a regañadientes del escritor. El carácter introvertido de Sábato, unido a su progresiva ceguera, le han convertido en un hombre apartado y díscolo con los medios de comunicación. Al caer la última dictadura argentina dirigió la redacción de un informe -El Informe Sábato- sobre los desaparecidos y en 1984 recibió el Premio Cervantes. Hace unos años, dio una conferencia en Las Palmas de Gran Canaria en la que exhibió su enorme pesimismo, y abogó por la vuelta a los sentimientos, proscritos desde el racionalismo.
Tuve que leer El túnel, para darme cuenta de que todos somos capaces de matar. Durante meses te odié, admirado Ernesto, pero luego me di cuenta de que es bueno que el hombre tenga consciencia de su lado oscuro y violento. Me hiciste cómplice -o tal vez asesino- de María Iribarne, una mujer de papel que se volvió ante mis ojos tan deseable y odiosa como si fuera de carne y hueso. Y comprendí que amar es dulce y a veces duro, pero no destructivo si la pasión irracional no anda de por medio. El túnel es una lección sobre los peligros de la irracionalidad, que no sé si pueden evitarse, aunque siempre es mejor estar advertidos para intentar no traspasar la línea tras la cual ya no somos dueños de nuestros actos. La pasión es esclavitud, y el hombre ha de amar, pero también debe ser libre. Por eso es mejor leer El túnel como prevención, y tal vez ni así nos libremos de una pasión destructiva que nos impida ser libres y amar sin obsesión. Porque, Ernesto, si débil es la carne, más débil es el espíritu, que es fácil presa del halago, la vanidad y el miedo. Y la pasión, que es un túnel de incierta salida. Ya estás donde todo se entiende mejor, o tal vez no se entienda nada. De eso también hablan tus libros, y te doy las gracias por haber intentado encontrar una aproximación de respuesta a la gran pregunta que llevamos haciéndonos desde que el hombre inventó el lenguaje.
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(Este trabajo fue publicado en el suplemento Pleamar de la edición de Canarias7 el pasado miércoles)