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El túnel, el existencialismo y la novela corta


Aunque la novela corta ya tuvo su gran recorrido en centurias anteriores, con ejemplos españoles tan brillantes como El lazarillo de Tormes o las doce Novelas Ejemplares de Cervantes, por lo general cuando se habla de novelas cortas siempre se tiende a minusvalorar la obra, aunque es bien cierto que muchas de las cimas narrativas de los siglos XIX y XX suelen ser muy largas, pero junto a ellas siempre hubo novelas menos extensas y de gran calado literario, como las narraciones de Stevenson o maravillas como La muerte en Venecia (1912), de Thomas Mann, o La metamorfosis (1915) de Kafka.
20170526_114526.jpgEn el segundo tercio del siglo XX hay una eclosión de la novela corta, cuyo comienzo podríamos situar en 1942, cuando Camus publicó El extranjero y Cela La familia de Pascual Duarte, y el final en 1961, en el cierre de la trilogía de las primeras novelas cortas de García Márquez con El Coronel no tiene quien le escriba. Y en medio, una colección de joyas literarias, todas espléndidas, en diversos géneros, que van desde El principito, La invención de Morel y La perla, hasta El viejo y el mar, Réquiem por un campesino español, Pedro Páramo, Casas muertas o Desayuno en Tiffany’s, firmadas por gigantes en varias lenguas. Y en el centro cronológico de este listado, en 1948, aparece El túnel, la primera novela del argentino Ernesto Sábato. Continuar leyendo «El túnel, el existencialismo y la novela corta»

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Elsa López y del Día de Santa Teresa

Una de mis abuelas fue una extraordinaria contadora de historias; esa facultad le venía con su gran talento natural para la narrativa, pero sin duda se le educó con la afición al romancero popular y a la lectura de lo que ella llamaba «novelas antiguas», que era su definición de las novelas del siglo XIX, o del XX que se situaran en el siglo anterior. Cuando era niño, supe de la insobornable ansia de libertad de una tal Jane Eyre, de las dudas clasistas de la señorita Elizabeth Bennet, y de la fortaleza orgullosa de un huracán llamado Scarlet O’Hara. Cuando empecé a leer aquellos libros, me di cuenta de que Jane Eyre, Orgullo y prejuicio y Lo que el viento se llevó eran novelas escritas por mujeres. Y volví a encontrar maravillas imaginadas por Virginia Wolf, Mary Shelley, Emilia Pardo Bazán y una 1111.jpglista gloriosa de mujeres que llenaron de relatos y de poesía muchas horas de mi primera juventud. Nunca encontré diferencia entre ellas y los varones consagrados en los manuales, y para mí Jane Austen, Rosalía de Castro, Charlote Brönte o Gabriela Mistral ocupaban en mi mente el mismo espacio que los grandes nombres masculinos, tenido por gigantes. Pronto me di cuenta de que algo no iba bien, porque siempre que se hablaba del canon literario moderno de Occidente se repetían Dante, Cervantes, Shakespeare y Goethe, y una pléyade de coroneles, desde Dickens a Baudelaire, todos hombres. Y no había espacio en la memoria, el reconocimiento y la influencia para Teresa de Ávila, Emily Dickinson, Sor Juana Inés de La Cruz y muchas otras, generalmente silenciadas por eso que llaman Academia, que no sé por qué es un sustantivo femenino.
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Gran Canaria-Moby Dick o la azarosa necesidad

En el cine se producen curiosidades muy paradójicas. Cuando se eligen exteriores de rodaje, se procura que, si no se rueda en el lugar exacto del que se trate, se acuda a espacios similares o muy parecidos, como usar las dunas majoreras para hacerlas parecer el desierto del Sinaí en la versión de Los diez Mandamientos de Ridley Scott, o que el Sureste grancanario sirva como réplica a las islas Filipinas por su parecido paisajístico. Por el contrario, el rodaje de Moby Dick en Gran Canaria es algo casi contra natura, porque la nítida luminosidad de la isla es justamente lo opuesto a la atmósfera plomiza y sombría del espacio en el que se enclava la acción de la película. Pero el azar y la necesidad a veces funcionan, y en este caso funcionaron a satisfacción de los cineastas.
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