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Malala y el fanatismo

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Las religiones utilizadas como instrumentos de dominación han sido siempre fuente de intolerancia. Ha pasado con todas, y cuando estamos en el siglo XXI, 50 años después del Concilio Vaticano II, recordamos los cambios de actitud de Roma, que sigue pareciendo antigua, pero que en 1962 dio un salto, porque lo que había antes era pura inquisición. En las religiones todo es muy lento, aunque esto parece lógico en instituciones que manejan la eternidad. Y me pregunto si el islam violento y fanático que ha disparado a Malala, la niña pakistaní cuyo único pecado es querer ir a la escuela, bebe en el mismo libro sagrado que el de la Córdoba de Abderramán III, ejemplo de tolerancia y convivencia, a quien le debemos haber servido de puente con nuestra antigüedad clásica. Da escalofríos escuchar a los agresores de Malala diciendo que aunque salga curada del hospital volverán a atentar contra ella. Esa fijación me estremece, porque sé que hay un islam que ha leído de otra forma las suras del Profeta. La vida es un bien único, pero poca racionalidad puede pedirse sobre la vida de los otros a quienes están dispuestos a inmolarse. Ojalá alguna vez el ecumenismo y el respeto que impulsó Juan XXIII en el Vaticano II tenga reflejo en las otras religiones monoteístas y siga avanzado en la católica, porque también hay que decir que Pablo VI y sobre todo Juan Pablo II no fueron muy entusiastas con los nuevos aires surgidos del Concilio.

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Todo se vuelve cine, y está bien

La literatura ha sido durante décadas fuente de alimentación del cine, y algunos autores y autoras ni siquiera soñaron en que sus historias se verían reflejadas en la linterna mágica, sencillamente porque cuando escribían el invento del cine estaba en pañales y no pasaba de ser una atracción de barraca de feria, o bien porque ni siquiera se vislumbraba en el horizonte. Ocurre con Henry James, y sobre todo y más curiosamente con Jane Austen, novelistas que han llenado horas y horas de cine. En el caso de la autora británica que vivió escasos cuarenta años a caballo entre los siglos XVIII y XIX, lo suyo eran las historias que reflejaban la burguesía inglesa medio-alta, con una adoración por la aristocracia sólo comparable a la que el Gran Gastby sentiría por el mundo de los ricos más de un siglo después. Leídas una a una, las obras de Austen son muy detallistas, descriptivas y analistas de detalles que para otros autores parecerían insignificantes.
Curiosamente, este tipo de historias, a priori tan poco cinematográficas, se han convertido en una receta de éxito casi seguro, como lo demuestran taquillazos del calibre de Sentido y sensibilidad y, la última, Orgullo y prejuicio. Hay otro tipo de novelas, más contemporáneas, que ya fueron tocadas por el cine cuando se escribían, porque en el siglo XX el cine y la novela se han influido mutuamente, y eso se nota en el modo de narrar de la mayoría de los prosistas. De estas últimas hay centenares, miles, por lo que entrar en ellas requeriría un espacio enorme.
zzFoto0473.JPGPor su parte, hay otra fuente de alimentación del cine, sobre todo en las últimas décadas, que es el cómic. Este género, en el que se aúnan las viñetas y los bocadillos llenos de letras, se hace masivo a partir de los grandes personajes nacidos en la industria editorial norteamericana de los años treinta y cuarenta, con el añadido de algunas genialidades europeas del tamaño de Tin-tin o Astérix. Así, hemos tenido sagas tremendas que han hecho historia en varias generaciones, desde Superman al Hombre Araña, pasando por X-Men y el grandioso Batman, Flash Gordon y las series pseudohistóricas del cariz de El Principe Valiente. Este tipo de lenguaje pasó al cine al adaptar historias de estos personajes de cómics, y de alguna manera ha impregnado un nuevo estilo de filmar, puesto que esta manera de hacerlo ha influido también en películas que no procedían del cómics.
Los españoles somos pobres hasta para eso. El género se ha tenido que conformar con personajes humorísticos del estilo de Mortadelo y Filemón o Pepe Gotera, que salían en los tebeos de antaño, y que algunos han entrado en el cine. La dictadura también dejó su huella al crearse un personaje que es sin duda el trasunto de un caballero cruzado, el Capitán Trueno, cuyo grito de guerra era nada menos que ¡Santiago y cierra España! Se ha llevado al cine, pero de aquella manera, y mejor no hablar de Roberto Alcázar y Pedrín. Después de la dictadura surgieron otros con una intención más ideologizada, como la serie Paracuellos, de Carlos Giménez. En eso España ha sido gris, y menos mal que en los ochenta surgieron nuevas publicaciones que llevaron al cómic español por el campo de la fantasía. Ahora lo que está de moda es el Anime japonés, que proviene del manga (cómic), la mayor parte de ellos con personajes que repiten hasta la saciedad la cara, los ojos y la boca de Heidi y Pedro. Pero en Japón y en el mundo gusta.
Que personajes de cómic pasen a los dibujos animados es casi natural, y de eso tenemos muchos ejemplos, quizá el más pionero fuese Popeye, pero lo que es innegable es la gran influencia que este género ha tenido en el cine con imagen real. Las adaptaciones no suelen ser calcadas, y por ello el mundo del cómic sigue siendo muy atractivo para sus seguidores, porque no es lo mismo el Clark Kent de la gran pantalla que el Supermán de los papeles, y sobre todo cambian las relaciones del personaje central con los de su entorno.
De todo esto se deduce que el cine es una gran batidora que se ha ido alimentando de todos los géneros literarios y artísticos, pero hay que decir que también ha sido generoso, porque ni la novela, ni el cómic, ni siquiera el teatro han vuelto a ser los mismos que antes que una imagen en movimiento fuese vista por millones de personas. A cuenta del cine nos hemos ido creando una iconografía de casi todo. Probablemente Napoleón, Julio César o Van Gogh se parecen más en nuestra memoria a sus imágenes cinematográficas que a las reales transmitidas por cuadros o esculturas. Juana de Arco es un híbrido entre Ingrid Bergman y Jean Seberg, y el Coronel Lawrence tendrá siempre la cara de Peter O’Toole, aun cuando haya fotografías suyas.

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Woody Allen como escapatoria

zzxlFoto0468.JPGComo la estulticia parece haberse apoderado de todos los que tienen algo de responsabilidad política en este país, me agota volver sobre lo mismo, porque para mí está claro: están locos. Todos. Por eso prefiero hablar de cine, aunque tampoco es de cine, pero viene al caso porque ayer vi Midnight in Paris , la penúltima de Woody Allen. De vez en cuando me apetece ver algo con cierta solidez en el salón de mi casa, y por eso me doy una vuelta por el videoclub, porque echarse en brazo de la televisión de este país a pelo es entregarse a la grosería y el mal gusto. No dudo de que haya talento, pero deben estar guardándolo para más adelante. Así que pinché el reproductor y me encontré con una película que en su impecable trayecto es previsible y hasta tópica, pero es que ya me conformo con que no me den patadas en la retina o en los tímpanos. Al final de la película te das cuenta de que en realidad no es tan previsible, y en ese recorrido va más allá de lo que parece. Y todo eso de forma divertida e imaginativa. Y me hizo pensar, porque siempre estamos comentando la época dorada de los años veinte en París, en Madrid, en Canarias, con personajes tan literarios como Hemigway, Valle-Inclán, Tomás Morales o Alonso Quesada. Y es que magnificamos el pasado, porque en su momento nadie pensaba que ochenta años después serían como estatuas en el tiempo. Los mitos literarios de nuestro tiempo están a nuestro alcance, los vemos por la calle, hablamos y tomamos café con ellos, pero solo el tiempo los convertirá en especiales. La realidad inmediata tiene poco glamour. Vean si no la foto que acompaña este post. Si solo vemos que es un muchacho fotografiado en 1903, no tiene más interés que la fecha, hace más de un siglo. Si por el contrario les digo que el chico de la foto es el poeta Tomás Morales con 19 años, la cosa cambia. De eso va la película de Allen, y ya puestos, la recomiendo.