Galdós y mi bisabuela
Una de mis bisabuelas otorgaba a su esposo, mi bisabuelo, características de gran hombre. Y lo era, sin duda, pero no por las razones esgrimidas por su viuda. Decía mi bisabuela que su marido fue un tipo importante porque murió en la misma fecha que Pérez Galdós, de quien ella era una ferviente lectora.
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Por eso, cada vez que veo el 4 de enero en el almanaque me acuerdo de mi bisabuela, de la sombra difusa que tengo de su marido y de don Benito Pérez Galdós, que no pudo rebasar el gélido invierno de 1920. Y ahora que hago memoria, Galdós siempre fue muy leído, es tal vez ahora cuando menos se le lea, y siendo un poco malo puedo pensar que tal vez tanto estudio sobre él lo hayan convertido en algo sublime e inalcanzable a los ojos del lector común. Ese problema tiene convertirse en un icono, y tengo que decir que leer a Galdós es siempre una delicia porque tiene un arco de registros muy amplio, no es un escritor para una franja determinada sino para todas. Claro, por eso es tan universal en todos los sentidos, porque cualquiera y a cualquier nivel siempre encuentra acomodo en sus novelas. A lo mejor a mi bisabuela su marido le parecía tan especial porque le recordaba a algún personaje galdosiano, y si encima se murió un 4 de enero, pues ya está montado su mito particular.
Decía un maldito poeta francés (¿o era poeta maldito?) que la parte más imprescindible y necesaria de una casa es el retrete, y por ello la más fea. Por el contrario, los salones y las terrazas eran lo más bello, pero se puede vivir sin su existencia. Claro que, de ese modo, la vida es menos agradable y nos parecemos más a un animal primario. Ese era el concepto que se tenía del arte, la literatura y no sé cuántas más cosas supuestamente inútiles, que son como los salones o las terrazas de la mansión de la vida, sin las cuales podemos susbsistir pero no vivir. Porque, en esencia, ¿para qué sirve un cuadro, un poema, una sonata? ¿Qué utilidad tiene la Torre Eiffel? ¿Abriga más o da más sombra una casa hecha por Gaudí que un edificio rectangular sin ambición alguna? ¿Para qué sirve que un tipo corra 100 metros en 9,58 segundos si cualquiera puede adelantarlo en bicicleta?
Me refiero, por supuesto, a La mitad de un Credo, una novela que publiqué en 1989, coincidiendo con el 30 aniversario de la ejecución del Corredera. Ahora se reedita con nuevo formato, pero con el texto intocado, y es que entonces escribí esta novela para exorcizar fantasmas, demonios o como se le quiera llamar, según sea Sábato o Vargas Llosa quien lo diga. El Corredera se metía en todas mis narraciones, y tenía que quitarlo porque no venía a cuento. Entonces decidí hacerle su propia novela, y sólo así desapareció de mi escritorio. Juan Buganvilla es un trasunto de ese Juan García que tanto nos dolió como sociedad hace 50 años, y cambia el nombre y algunos detalles para evitar la fácil crítica de que no se ajusta a la realidad. Ni lo pretende, la realidad es el motor, pero la novela es ficción, y si no estamos hablando de otra cosa. Esencialmente, pretendí dejar claro que nadie, ni siquiera un Estado, puede disponer de la vida de un ser humano.