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Economía, autogobierno y avaricia

Desde que, la semana pasada, el nuevo Estatuto de Autonomía fue publicado en el BOE y por lo tanto entró en vigor, llevo dándole vueltas a todo eso de las ventajas que para Canarias tiene que las decisiones importantes se tomen más cerca. Oigo pregonar a los cuatro vientos que tendremos más autogobierno y que la representatividad será mejor porque ahora habrá setenta diputados. Todo suena a música celestial porque siempre es importante que rijan los destinos de una comunidad aquellos que la viven y sienten, porque el mito de que Madrid no se entera es una realidad comprobada. En consecuencia, tendría que estar contento.

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El triste asunto del Barranco de la Mina

Cuando llega el otoño y empiezan las lluvias, o al menos se las espera, salen a la palestra todos los asuntos relacionados con el agua en la isla de Gran Canaria. Y recalco lo de Gran Canaria porque el tratamiento de la propiedad del agua en esta isla es diferente al que se le da en cualquier parte del planeta, incluso en el resto de nuestro archipiélago. A cualquiera de fuera que le digas que el agua ha sido aquí durante siglos propiedad privada, como la tierra, los objetos o las casas, no se lo cree, porque a donde quiera que vayas encuentras sistemas y acuerdos seculares que tienden todos al uso comunal del agua, porque es un bien colectivo, como el aire que respiramos, porque es obvio que sin agua no hay vida, ni economía ni supervivencia, y eso lo vemos desde siempre en la agricultura, la ganadería y, sobre todo, en el servicio del ser humano, pues, si miramos un mapa veremos que las poblaciones nacen junto a los ríos, los lagos o cualquier hilo de agua que haga posible la supervivencia.

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Elsa López y del Día de Santa Teresa

Una de mis abuelas fue una extraordinaria contadora de historias; esa facultad le venía con su gran talento natural para la narrativa, pero sin duda se le educó con la afición al romancero popular y a la lectura de lo que ella llamaba «novelas antiguas», que era su definición de las novelas del siglo XIX, o del XX que se situaran en el siglo anterior. Cuando era niño, supe de la insobornable ansia de libertad de una tal Jane Eyre, de las dudas clasistas de la señorita Elizabeth Bennet, y de la fortaleza orgullosa de un huracán llamado Scarlet O’Hara. Cuando empecé a leer aquellos libros, me di cuenta de que Jane Eyre, Orgullo y prejuicio y Lo que el viento se llevó eran novelas escritas por mujeres. Y volví a encontrar maravillas imaginadas por Virginia Wolf, Mary Shelley, Emilia Pardo Bazán y una 1111.jpglista gloriosa de mujeres que llenaron de relatos y de poesía muchas horas de mi primera juventud. Nunca encontré diferencia entre ellas y los varones consagrados en los manuales, y para mí Jane Austen, Rosalía de Castro, Charlote Brönte o Gabriela Mistral ocupaban en mi mente el mismo espacio que los grandes nombres masculinos, tenido por gigantes. Pronto me di cuenta de que algo no iba bien, porque siempre que se hablaba del canon literario moderno de Occidente se repetían Dante, Cervantes, Shakespeare y Goethe, y una pléyade de coroneles, desde Dickens a Baudelaire, todos hombres. Y no había espacio en la memoria, el reconocimiento y la influencia para Teresa de Ávila, Emily Dickinson, Sor Juana Inés de La Cruz y muchas otras, generalmente silenciadas por eso que llaman Academia, que no sé por qué es un sustantivo femenino.
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