Moby Dick o la ballena blanca, antes que película, es una novela del neoyorkino Herman Melville (1819-1891), que empieza confundiendo en el título, puesto que la ballena no es tal, sino un cachalote, de la misma familia, pero no del mismo pueblo. La obra vio la luz en 1851 y fue un fracaso, el más estrepitoso de su autor. Luego publicaría otros libros, como Benito Cereno, del que Alonso Quesada tomaría uno de sus heterónimos. En el siglo fundacional de una literatura norteamericana propia, Melville pasó desapercibido en medio del fulgor de Mark Twain, Poe, Hawthorne, Whitman o Emily Dickinson. Hoy Moby Dick es el tótem literario de Estados Unidos.
Algo parecido sucedió cien años después, cuando John Huston filmó el libro de Melville. Posiblemente Moby Dick sea la película de Huston que menos impacto tuvo en el público y que la crítica trató peor. No fue entendida su manera de encontrarse con la gran tragedia del destino personificada en el capitán Ahab y el gran cachalote con pensamientos y sentimientos casi humanos, y es ahora cuando empieza a cobrar valor cinematográfico, como sucedió con el libro de Melville, que de ignorado y oculto, pasó a convertirse más de medio siglo después en bandera de la gran literatura norteamericana.
Nadie sabe a ciencia cierta qué quiso decir Melville en su novela, puesto que hay interpretaciones para todos los gustos. Unos piensan que Moby Dick es el destino inexorable, otros que es el demonio, y los hay que lo entienden como a un Dios pre-evangélico, furioso, injusto, un Dios sin Cristo. Huston se acercó más a la última interpretación, pero considera razonable la furia de Dios contra el hombre, puesto que Adán y Eva lo desafiaron en el Paraíso y él los condenó a la infelicidad. Cada vez que el ser humano busca la felicidad incumple el mandato de Dios, es como una blasfemia.
Como escritor, me interesa el proceso que seguía Huston para adaptar una novela al cine. Unas veces -las menos-, mete casi toda la novela (Dublineses), otras hace una versión libre (La Reina de Africa), y casi siempre intenta avanzar por uno de los varios caminos que tiene el libro adaptado, dejando en un segundo plano elementos que en el texto son primordiales (El halcón maltés). Otras veces, la versión, más que libre, es tan libérrima que ni el autor de la novela reconocería su texto en la película (Bajo el volcán). Al rodar Moby Dick, Huston se ciñe al texto, pero no a todo el texto, pues prescinde de las tres cuartas partes de la novela y se centra sólo en el duelo final entre el capitán Ahab y el pez (él lo llama así) que no es tal pez.
Huston estaba obsesionado con esta película y quiso hacerla desde que leyó la novela. Sus filmaciones en las islas Aleutianas durante la II Guerra Mundial debieron llenarle la cabeza de imágenes de aquel mar frío del estrecho de Bering. Y es curiosa esta combinación, puesto que Melville había imaginado sus historias en un mar cálido, en la Polinesia. Cuando por fin llegó la hora de rodar, Huston entendió que el Mar de Irlanda era el lugar, pues seguía teniendo en la mente el mar frío de Bering. La paradoja fue que tuvo que bajar al sur a coronar la cinta, si bien en el subtrópico canario aquel invierno fue muy desapacible y el mar venía helado por la Gulf Stream, aterida de fiordos recién derretidos. Melville se salió con la suya.
Uno de los enigmas de la cinta es la caracterización de Gregory Peck en el papel de Ahab. Se parece a los retratos de Abraham Lincoln, con una especie de barba mormona y rala que acentúa el parecido con la figura desgarbada y cansina atribuida a Lincoln sobre todo desde que Henry Fonda fijase su imagen en la película El joven Lincoln (J. Ford. 1939). La respuesta puede estar más en Melville que en Huston, o en la combinación de los dos. Me aventuro a pensar que tal vez Huston quiso rendir un homenaje a Melville, que en sus cuarenta años de vida literaria fracasada después de la publicación de Moby Dick se entregó de lleno a escribir poemas sobre la Guerra de Seseción, donde Lincoln aparece como un héroe clásico.
Hay que reconocer que Huston tenía un don especial para acercarse a las epopeyas humanas que generalmente no lo parecen. Su obra está plagada de antihéroes que inevitablemente llegan al fracaso, como en una tragedia de Esquilo. Bebiera de Kipling, de Melville o de Forester, Huston siempre es Huston, y el oro de El Tesoro de Sierra Madre se lo lleva el viento, El hombre que pudo reinar nunca lo consiguió y -no podía ser de otra manera- el capitán Ahab es engullido por la bestia. Hasta los finales felices como el de Cayo Largo tienen el amargo sabor del fracaso.
Moby Dick casi repitió en su rodaje la epopeya imaginada por Melville, puesto que la furia del mar irlandés creó muchísimos problemas y por eso se escogió como alternativa la bahía de Las Palmas de Gran Canaria buscando aguas más tranquilas en invierno. Tampoco las encontró Huston en Canarias, y tuvo que enfrentarse a un terrible temporal marino, aunque logró filmar la última escena del plan de rodaje cuando daban las doce campanadas del 31 de diciembre de 1955. También hubo otros temporales que tuvo que capear Huston en Las Palmas, pero no puedo contarlos aquí porque para hacerlo he necesitado las 220 páginas que tiene mi novela Hotel Madrid.
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(*) Este artículo aparece hoy en el suplemento cultural Pleamar en la edición de papel de Canarias7.
Este es un enlace para el relato de Melville, por si alguien que no lo conoce quiere leerlo.